miércoles, 31 de diciembre de 2008

Feliz año nuevo... de Rubem Fonseca

Sin ninguna vergüenza, confieso mi amor profundo por Rubem Fonseca. Por eso, que mejor regalo para despedir este 2008 que su cuento Feliz año nuevo. Que lo disfruten y... ¡Ojo! tengan cuidado esta noche, sobretodo quienes viven en Bogotá, la cuarta ciudad más segura del continente... ¡jajaja! Demasiado tarde para el día de los inocentes.


Feliz año nuevo


Rubem Fonseca


Vi en la televisión que los comercios buenos estaban vendiendo como locos ropas caras para que las madames vistan en el reveillon. Vi también que las casas de artículos finos para comer y beber habían vendido todas las existencias.

Pereba, voy a tener que esperar que amanezca y levantar aguardiente, gallina muerta y farola de los macumberos.

Pereba entró en el baño y dijo, qué hedor.

Vete a mear a otra parte, estoy sin agua.

Pereba salió y fue a mear a la escalera.

¿Dónde afanaste la TV?, preguntó Pereba.

No afané ni madres. La compré. Tiene el recibo encima. ¡Ah, Pereba!, ¿piensas que soy tan bruto como para tener algo robado en mi cuchitril?

Estoy muriéndome de hambre, dijo Pereba.

Por la mañana llenaremos la barriga con los desechos de los babalaos, dije, sólo por joder.

No cuentes conmigo, dijo Pereba. ¿Te acuerdas de Crispín? Dio un pellizco en una macumba aquí, en la Borges Madeiros, le quedó la pierna negra, se la cortaron en el Miguel Couto y ahí está, jodidísimo, caminando con muletas.

Pereba siempre ha sido supersticioso. Yo no. Hice la secundaria, se leer, escribir y hacer raíz cuadrada. Me cago en la macumba que me da la gana.

Encendimos unos porros y nos quedamos viendo la telenovela. Mierda. Cambiamos de canal, a un bang-bang. Otra mierda.

Las madames están todas con ropa nueva, van a entrar al año nuevo bailando con los brazos en alto, ¿ya viste cómo bailan las blancuchas? Levantan los brazos en alto, creo que para enseñar el sobaco, lo que quieren enseñar realmente es el coño pero no tienen cojones y enseñan el sobaco. Todas le ponen los cuernos a los maridos. ¿Sabías que su vida está en dar el coño por ahí?

Lástima que no nos lo dan a nosotros, dijo Pereba. Hablaba despacio, tranquilo, cansado, enfermo.

Pereba, no tienes dientes, eres bizco, negro y pobre, ¿crees que las mujeres te lo van a dar? Ah, Pereba, lo mejor para ti es hacerte una puñeta. Cierra los ojos y dale.

¡Yo quería ser rico, salir de la mierda en que estaba metido! Tanta gente rica y yo jodido.

Zequinha entró en la sala, vio a Pereba masturbándose y dijo, ¿qué es eso, Pereba?

¡Se arrugó, se arrugó, así no se puede!, dijo Pereba.

¿Por qué no fuiste al baño a jalártela?, dijo Zequinha.

En el baño hay un hedor insoportable, dijo Pereba.

Estoy sin agua.

¿Las mujeres esas del conjunto ya no están jodiendo?, preguntó Zequinha.

Él estaba cortejando a una rubia excelente, con vestido de baile y llena de joyas.

Ella estaba desnuda, dijo Pereba.

Ya veo que están en la mierda, dijo Zequinha.

Quiere comer los restos de Iemanjá, dijo Pereba.

Era una broma, dije. A fin de cuentas, Zequinha y yo habíamos asaltado un supermercado en Leblon, no había dado mucha pasta, pero pasamos mucho tiempo en São Paulo en medio de la bazofia, bebiendo y jodiendo mujeres. Nos respetábamos.

A decir verdad tampoco ando con buena suerte, dijo Zequinha. La cosa está dura. Los del orden no están bromeando, ¿viste lo que hicieron con el Buen Criollo? Dieciséis tiros en la chola. Cogieron a Vevé y lo estrangularon. El Minhoca, ¡carajo! ¡El Minhoca! Crecimos juntos en Caixas, el tipo era tan miope que no veía de aquí a allí, y también medio tartamudo —lo cogieron y lo arrojaron al Guandú, todo reventado.

Fue peor con el Tripié. Lo quemaron. Lo frieron como tocino. Los del orden no están dando facilidades, dijo Pereba. Y pollo de macumba no me lo como.

Ya verán pasado mañana.

¿Qué vamos a ver?

Sólo estoy esperando que llegue el Lambreta de São Paulo.

¡Carajo!, ¿estás trabajando con el Lambreta?, dijo Zequinha.

Todas sus herramientas están aquí.

¿Aquí?, dijo Zequinha. Estás loco.

Reí.

¿Qué fierros tienes?, preguntó Zequinha.

Una Thompson lata de guayabada, una carabina doce, de cañón cortado y dos Magnum.

¡Puta madre!, dijo Zequinha. ¿Y ustedes jalándosela sentados en ese moco de pavo?

Esperando que amanezca para comer farofa de macumba, dijo Pereba. Tendría éxito en la TV hablando de aquella forma, mataría de risa a la gente.

Fumamos. Vaciamos un pitú.

¿Puedo ver el material?, dijo Zequinha.

Bajamos por la escalera, el ascensor no funcionaba y fuimos al departamento de doña Candinha. Llamamos. La vieja abrió la puerta.

¿Ya llegó el Lambreta?, dijo la vieja negra.

Ya, dije, está allá arriba.

La vieja trajo el paquete, caminando con esfuerzo. Era demasiado peso para ella. Cuidado, hijos míos, dijo.

Subimos por la escalera y volvimos a mi departamento. Abrí el paquete. Armé primero la lata de guayabada y se la pasé a Zequinha para que la sujetase. Me amarro en esta máquina, tarratátátátá, dijo Zequinha.

Es antigua pero no falla, dije.

Zequinha cogió la Magnum. Formidable, dijo. Después aseguró la Doce, colocó la culata en el hombro y dijo: aún doy un tiro con esta hermosura en el pecho de un tira, muy de cerca, ya sabes cómo, para aventar al puto de espaldas a la pared y dejarlo pegado allí.

Pusimos todo sobre la mesa y nos quedamos mirando.

Fumamos un poco más.

¿Cuándo usarán el material?, dijo Zequinha.

El día 2. Vamos a reventar un banco en la Penha. El Lambreta quiere hacer el primer golpe del año.

Es un tipo vanidoso pero vale. Ha trabajado en São Paulo, Curitiba, Florianópolis, Porto Alegre, Vitoria, Niteroi, sin contar Rio. Más de treinta bancos.

Sí, pero dicen que pone el culo, dijo Zequinha.

No sé si lo pone, ni tengo valor para preguntar. Nunca me vino a mí con frescuras.

¿Ya lo has visto con alguna mujer?, dijo Zequinha.

No, nunca. Bueno, puede ser verdad, pero ¿qué importa?

Los hombres no deben poner el culo. Menos aún un tipo importante como el Lambreta, dijo Zequinha.

Un tipo importante hace lo que quiere, dije.

Es verdad, dijo Zequinha.

Nos quedamos callados, fumando.

Los fierros en la mano y nada, dijo Zequinha.

El material es del Lambreta. ¿Y dónde lo usaríamos a estas horas?

Zequinha chupó aire, fingiendo que tenía cosas entre los dientes. Creo que él también tenía hambre.

Estaba pensando que invadiéramos una casa estupenda que esté dando una fiesta. El mujerío está lleno de joyas y tengo un tipo que compra todo lo que le llevo. Y los barbones tienen las carteras llenas de billetes. ¿Sabes que tiene un anillo que vale cinco grandes y un collar de quince, en esa covacha que conozco? Paga en el acto.

Se acabó el tabaco. También el aguardiente. Comenzó a llover.

Se fue al carajo tu farofa, dijo Pereba.

¿Qué casa? ¿Tienes alguna a la vista?

No, pero está lleno de casas de ricos por ahí. Robamos un carro y salimos a buscar.

Coloqué la lata de guayabada en una bolsa de compra, junto con la munición. Di una Magnum al Pereba, otra al Zequinha. Enfundé la carabina en el cinto, el cañón hacia abajo y me puse una gabardina. Cogí tres medias de mujer y una tijera. Vamos, dije.

Robamos un Opala. Seguimos hacia San Conrado. Pasamos varias casas que no nos interesaron, o estaban muy cerca de la calle o tenían demasiada gente. Hasta que encontramos el lugar perfecto. Tenía a la entrada un jardín grande y la casa quedaba al fondo, aislada. Oíamos barullo de música de carnaval, pero pocas voces cantando. Nos pusimos las medias en la cara. Corté con la tijera los agujeros de los ojos. Entramos por la puerta principal.

Estaban bebiendo y bailando en un salón cuando nos vieron.

Es un asalto, grité bien alto, para ahogar el sonido del tocadiscos. Si se están quietos nadie saldrá lastimado. ¡Tú. Apaga ese coñazo de tocadiscos!

Pereba y Zequinha fueron a buscar a los empleados y volvieron con tres camareros y dos cocineras. Todo el mundo tumbado, dije.

Conté. Eran veinticinco personas. Todos tumbados en silencio, quietos como si no estuvieran siendo registrados ni viendo nada.

¿Hay alguien más en la casa?, pregunté.

Mi madre. Está arriba, en el cuarto. Es una señora enferma, dijo una mujer emperifollada, con vestido rojo largo. Debía ser la dueña de la casa.

¿Niños?

Están en Cabo Frío, con los tíos.

Gonçalves, vete arriba con la gordita y trae a su madre.

¿Gonçalves?, dijo Pereba.

Eres tú mismo. ¿Ya no sabes cuál es tu nombre, bruto?

Pereba cogió a la mujer y subió la escalera.

Inocencio, amarra a los barbones.

Zequinha ató a los tipos utilizando cintos, cordones de cortinas, cordones de teléfono, todo lo que encontró.

Registramos a los sujetos. Muy poca pasta. Estaban los cabrones llenos de tarjetas e crédito y talonarios de cheques. Los relojes eran buenos, de oro y platino. Arrancamos las joyas a las mujeres. Un pellizco en oro y brillantes. Pusimos todo en la bolsa.

Pereba bajó la escalera solo.

¿Dónde están las mujeres?, dije.

Se encabritaron y tuve que poner orden.

Subí. La gordita estaba en la cama, las ropas rasgadas, la lengua fuera. Muertecita. ¿Para qué se hizo la remolona y no lo dio enseguida? Pereba estaba necesitado. Además de jodida, mal pagada. Limpié las joyas. La vieja estaba en el pasillo, caída en el suelo. También había estirado la pata. Toda peinada, con aquel pelazo armado, teñido de rubio, ropa nueva, rostro arrugado, esperando el año nuevo, pero estaba ya más para allá que para acá. Creo que murió del susto. Arranqué los collares, broches y anillos. Tenía un anillo que no salía. Con asco, mojé con saliva el dedo de la vieja, pero incluso así no salía. Me encabroné y le di una dentellada, arrancándole el dedo. Metí todo dentro de un almohadón. El cuarto de la gordita tenía las paredes forradas de cuero. La bañera era un agujero cuadrado, grande de mármol blanco, encajado en el suelo. La pared toda de espejos. Todo perfumado. Volví al cuarto, empujé a la gordita para el suelo, coloqué la colcha de satén de la cama con cuidado, quedó lisa, brillando. Me bajé el pantalón y cagué sobre la colcha. Fue un alivio, muy justo. Después me limpié el culo con la colcha, me subí los pantalones y bajé.

Vamos a comer, dije, poniendo el almohadón dentro de la bolsa. Los hombres y las mujeres en el suelo estaban todos quietos y cagados, como corderitos. Para asustarlos más dije, al puto que se mueva le reviento los sesos.

Entonces, de repente, uno de ellos dijo, con calma, no se irriten, llévense lo que quieran, no haremos nada.

Me quedé mirándolo. Usaba un pañuelo de seda de colores alrededor del pescuezo.

Pueden también comer y beber a placer, dijo.

Hijo de puta. Las bebidas, las comidas, las joyas, el dinero, todo aquello eran migajas para ellos. Tenían mucho más en el banco. No pasábamos de ser tres moscas en el azucarero.

¿Cuál es su nombre?

Mauricio, dijo.

Señor Mauricio, ¿quiere levantarse, por favor?

Se levantó. Le desaté los brazos.

Muchas gracias, dijo. Se nota que es usted un hombre educado, instruido. Pueden ustedes marcharse, que no daremos parte a la policía. Dijo esto mirando a los otros, que estaban inmóviles, asustados, en el suelo, y haciendo un gesto con las manos abiertas, como quien dice, calma mi gente, ya convencí a este mierda con mi charla.

Inocencio, ¿ya acabaste de comer? Tráeme una pierna de peru de ésas de ahí. Sobre una mesa había comida que daba para comer al presidio entero. Comí la pierna de peru. Cogí la carabina doce y cargué los dos cañones.

Señor Mauricio, ¿quiere hacer el favor de ponerse cerca de la pared?

Se recostó en la pared.

Recostado no, no, a unos dos metros de distancia. Un poco más para acá. Ahí. Muchas gracias.

Tiré justo en medio del pecho, vaciando los dos cañones, con aquel trueno tremendo. El impacto arrojó al tipo con fuerza contra la pared. Fue resbalando lentamente y quedó sentado en el suelo. En el pecho tenía un orificio que daba para colocar un panetone.

Viste, no se pegó a la pared, qué coño.

Tiene que ser en la madera, en una puerta. La pared no sirve, dijo Zequinha.

Los tipos tirados en el suelo tenían los ojos cerrados, ni se movían. No se oía nada, a no ser los eructos de Pereba.

Tú, levántate, dijo Zequinha. El canalla había elegido a un tipo flaco, de cabello largo.

Por favor, el sujeto dijo, muy bajito.

Ponte de espaldas a la pared, dijo Zequinha.

Cargué los dos cañones de la doce. Tira tú, la coz de ésta me lastimó el hombro. Apoya bien la culata, si no te parte la clavícula.

Verás como éste va a pegarse. Zequinha tiró. El tipo voló, los pies saltaron del suelo, fue bonito, como si estuviera dando un salto para atrás. Pegó con estruendo en la puerta y permaneció allí adherido. Fue poco tiempo, pero el cuerpo del tipo quedó aprisionado por el plomo grueso en la madera.

¿No lo dije? Zequinha se frotó el hombro dolorido. Este cañón es jodido.

¿No vas a tirarte a una tía buena de éstas?, preguntó Pereba.

No estoy en las últimas. Me dan asco estas mujeres. Me cago en ellas. Sólo jodo con las mujeres que me gustan.

¿Y tú... Inocencio?

Creo que voy a tirarme a aquella morenita.

La muchacha intentó impedirlo, pero Zequinha le dio unos sopapos en los cuernos, se tranquilizó y quedó quieta, con los ojos abiertos, mirando al techo, mientras era ejecutada en el sofá.

Vámonos, dije. Llenamos toallas y almohadones con comida y objetos.

Muchas gracias a todos por su cooperación, dije. Nadie respondió.

Salimos. Entramos en el Opala y volvimos a casa.

Dije al Pereba, dejas el rodante en una calle desierta de Botafogo, coges un taxi y vuelves. Zequinha y yo bajamos.

Este edificio está realmente jodido, dijo Zequinha, mientras subíamos con el material, por la escalera inmunda y destrozada.

Jodido pero es Zona Sur, cerca de la playa. ¿Quieres que vaya a vivir a Nilópolis?

Llegamos arriba cansados. Coloqué las herramientas en el paquete, las joyas y el dinero en la bolsa y lo llevé al departamento de la vieja negra.

Doña Candinha, dije, mostrando la bolsa, esto quema.

Pueden dejarlo, hijos míos. Los del orden no vienen aquí.

Subimos. Coloqué las botellas y la comida sobre una toalla en el suelo. Zequinha quiso beber y no lo dejé. Vamos a esperar a Pereba.

Cuando el Pereba llegó, llené los vasos y dije, que el próximo año sea mejor. Feliz año nuevo.


Rubem Fonseca. Feliz año nuevo. En: Los mejores relatos. Alfaguara, Bogotá. 1998. pp. 143-152.

martes, 23 de diciembre de 2008

La ruta de la Estrella polar (final)


–Llegamos –exclama José desde delante. Se baja y abre el portón. La Estrella Polar entra e ilumina en el fondo un catre en medio de herramientas y de repuestos viejos y grasientos. María está sobre él, semisentada, con las piernas flexionadas, y desnuda del abdomen hacia abajo.

–¡Se vino! –chilla la parturienta.

Ángel Gabriel se acerca y le coge la mano derecha.

–Dios te salve María…

–No se va a poner a rezar ahora, compadre –reclama José–. Suéltela y más bien me ayuda a pensar que hacemos para llevarla al hospital.

Hermelinda y Gaspar tienen que bajar la bicicleta para salir del carro.

–Pongan esa burra aquí al lado del catre –ordena José.

Un alarido de María despierta a Nicolás, quien desciende, se asoma y, al verla llorar, sudorosa, con su sexo sangrante y con las piernas bañadas en líquido amniótico, se le pasma la borrachera.

–¡Esa mujer se está muriendo, hagamos algo!

–Está pariendo, no se está muriendo –Le dice Hermelinda.

–El problema es que no tengo plata para llevarla al hospital –explica José.

-Vengan ­–los llama Nicolás al otro lado del catre–. Hagamos una vaca.

–Lo que teníamos se lo dimos a éste cuando nos atracó –señala Gaspar a José.

–El producido del día lo entregué a las diez y ustedes fueron los únicos pasajeros que tuve después –contesta Ángel Gabriel–. Tengo esto: tres mil ciento cincuenta pesos.

Nicolás saca su billetera y la esculca.

–Pues yo tengo un billete de cinco mil y… una tarjeta de crédito de oro, una Gold Master Card ¿la recibirán en el hospital?

–¡Dejen de hablar mierda y ayúdenme! –alega María.

–Está mujer ya no aguanta –indica Hermelinda–. Tranquila María, yo no he parido, pero a tres de mis hermanitos los he visto llegar al mundo.

La negra saca del bolso un frasquito de aceite mineral con esencias florales, se lo soba en las manos y le palpa en el vientre a María.

–Huele bueno cierto. No imaginan los usos que le doy en mi trabajo –comenta la negra–. La criatura está bien acomodada, yo creo que es un machito.

Ahora se baña las manos con aguardiente, se las seca con un pañuelo blanco que le alcanza Nicolás y hunde su mano en los genitales de María.

–Este pelao ya está aquí. María, cuando sienta el dolor, puje, mija, puje como si fuera a cagar.

María afirma con la cabeza y dice:

–Ya viene el dolor, ahí viene…

–Puje, María, puje… eso, eso, así, tranquila que eso siempre pasa, con la cagada viene el bebé. Ánimo, puje, puje… muy bien, ya casi… ¿Ya pasó?, descanse, respire profundo, así, así… En la próxima sí lo sacamos.

María, por primera vez en esa noche, sonríe.

–Gracias…

–Hermelinda, mami, yo me llamo Hermelinda Merchán –se presenta la negra mientras le frota aceite en la barriga–, el que está prendiendo la varita de incienso, para ahuyentar el olor de tu cagada, es Gaspar, y el viejito borracho del oro plástico es Nicolás.

–Hermelinda, viene otra vez. José, papi, dame la mano.

–Eso maría, así, miren, ahí está, ahí viene la cabecita.

Afuera truenan los sonidos de la pólvora y las voces de fiesta en la calle. La alarma del reloj de Nicolás da las doce. “Que no se me olvide la pastilla de la tensión” piensa.

Bajo la luz de las farolas de la Estrella Polar, un niño untado de mantequilla materna y bañado en los jugos del vientre de María hace retumbar el taller con su llanto.

–¡Les dije que era un machito, carajo! –Hermelinda saca del bolso un cortaúñas, lo limpia con el cuncho que queda del aguardiente y le corta al bebé el cordón. Luego con un preservativo liga el ombligo.

Nicolás se quita el abrigo y se lo da a Hermelinda. Ella envuelve al niño en el fino paño inglés y lo pone sobre el pecho de María:

–Felicitaciones mamá y péguelo a la teta.

–Qué hermosura, si parece un ángel –dice María.

José mira por unos segundos a Ángel Gabriel, éste, ruborizado, eleva los hombros. José sonríe.

–Sí, es un ángel, mi amor –recalca el padre, besa los labios pálidos de su esposa y acaricia con timidez al bebé.

–¿Y cómo le van a poner? –pregunta Gaspar.

–Emmanuel –responde emocionado José.

–¡Qué va! Si hubiera sido niña se llamaría Epifanía, pero como es un varoncito se llamará Jesús –Replica María.

¡Feliz Navidad!

domingo, 21 de diciembre de 2008

La ruta de la Estrella polar (2 de 3)


En Belén, arriba de La Candelaria, el vehículo se detiene de nuevo.

–Abajo, hasta aquí llegamos –avisa el conductor desde su cabina.

Gaspar y Hermelinda se levantan. Él cruza la registradora y desciende. Cuando ella lo va a hacer, mira hacia el fondo del vehículo y ve el contorno del anciano dormido.

–Llegamos al paradero –Lo golpea la mujer con suavidad sobre el hombro. El viejo brinca de su silla y mueve sus brazos asustado.

­–Tranquilo señor. Ya llegamos, nos tenemos que bajar… ¿Don Noel?, ¿es usted?

–¡Cuál Noel!, me llamo Nicolás… ¿Linda, usted qué hace aquí?

–Pues yo vivo acá… ¿Y usted qué hace por estos lados? Además, ¿Nicolás o Noel, cómo es la vaina?

–Su nombre tampoco será Linda –replica el viejo fregándose los ojos con la mano derecha.

–Bueno, para abajo, antes de que el conductor se enoje o nos deje encerrados.

El anciano baja apoyándose en Hermelinda e intenta abrazarla.

–Ya. Calmado viejito, deje la pendejada –le advierte Hermelinda.

–¿Por qué tan arisca, negrita? –pregunta él y trata de abrazarla de nuevo.

–¡Abrase, viejo hijueputa! –Lo empuja contra el carro y se acerca a Gaspar–. Vamos, dejemos ese traste.

Caminan varios pasos y escuchan el estallido de la botella de Vodka contra el asfalto. La mujer y el muchacho voltean y ven la buseta que se aleja. En el vidrio posterior leen un letrero con iluminación multicolor: La Estrella Polar.

–Esta mierda se acabó –balbucea el anciano desde el andén en que está sentado.

–Pobre cucho, se ve decente. Si se queda ahí, seguro lo roban, hasta una puñalada se ganará ­–le dice Gaspar a Hermelinda–.

–¡Cuál pobre! El tipo es un ricachón venido a menos. Con decirle que ya no tiene para putear en el norte y por eso tuvo que buscar amores en el centro. Ahí fue dónde lo conocí. El hombre siempre aparecía borracho, hablaba mierda un rato y a dormir. Eso sí, siempre me llevaba un peluche. Un día me contó que es dueño de una juguetería, por allá en el Polo Club.

–Pero cagada dejarlo ahí –insiste Gaspar.

–Está bien carguemos con él, pero donde le de por cogerme el culo lo dejamos tirado.

–Listo.

–¡Noel, camine se toma un trago con nosotros! –lo llama Hermelinda.

–Rico, negrita. Contigo hasta el fin del mundo. Ah, y me llamo Nicolás.

Los tres suben despacio al ritmo del tambaleante anciano. Gaspar se quita el saco y cubre a la mujer. Por donde pasan se escucha, desde el interior de las casas, la bulla de las familias reunidas.

–Ya casi llegamos, si atravesamos ese potrero nos ahorramos unas tres cuadras –menciona la negra mientras abraza a Gaspar.

El deficiente alumbrado público de las calles vecinas apenas deja ver el sendero que divide en diagonal el pastizal. Desde la penumbra se percibe un ruido de cacharros metálicos que se aproxima acompañado por la sombra de alguien en una bicicleta.

–¡Denme todo lo que tengan!, ¡Ya!

La escasa luz no les permite distinguir el rostro del hombre, les parece ver su brazo alargado amenazándoles con algo que no distinguen.

–Pero rapidito que no tengo todo el día, digo, la noche. –los increpa el hombre con voz entrecortada.

–Pues no es mucho hermanito –le responde Gaspar– yo tendré máximo tres mil pesos.

–Y yo, si al caso, unos dos mil –afirma Hermelinda.

–Yo no pienso darle nada a este vago. ¡Trabaje chino! –vocifera Nicolás.

–Dejen la bobada y denme lo que tengan –insiste el hombre.

–Este pobre marica no sabe de esto, huele a miedo. Demasiado decente para ser ladrón –le susurra Hermelinda a Gaspar mientras reúnen las escasas monedas que cada uno tiene. Nicolás mantiene las manos en los bolsillos de su grueso abrigo e intenta mantenerse en píe mientras rezonga entre dientes.

–No tenemos más –le dice Gaspar y le entrega el dinero.

–¡Gracias! –contesta el tipo y huye en la bicicleta.

Cuando el ruido del desvencijado armatoste se está extinguiendo, ven aparecer en la esquina, al final del potrero, un par de faros que resaltan la silueta del ciclista al desplomarse.

Hermelinda y Gaspar corren hacia él. Al acercarse reconocen las luces doradas titilantes en los bordes del vehículo, es la buseta que los trajo: La Estrella Polar.

–¡Cómo se fue a atravesar así! –Grita el hombre que se baja del carro–. ¿José, compadre, qué le pasó? No me di cuenta que era usted.

–¿Por qué, si se hubiera dado cuenta me la empuja más?

–No diga esas cosas, compadre. Usted salió del potrero en ese pedazo de burra que insiste en cargar para todas partes y se atraviesa…

–Qué compadre ni que nada –José se levanta del suelo–. No diga más Ángel Gabriel. Ya me lo tengo calibrado.

–Déjese de pendejadas. Vengo del taller y María está a punto de parir. ¿En dónde estaba metido, compadre?

–¡Pues buscando la plata! Para que me la reciban en el hospital del Guavio tengo que llevar carné o llevar dinero o los dos. ¡Maldita la hora que nos dio por venirnos! Primero, nos sacan a plomo de Yacopí; luego, llegamos a esa nevera de Altos de Cazucá en Soacha y, ahora, arrimados en su cochino taller. Todo por hacer caso al cuento suyo de las facilidades para conseguir la carta de desplazado de la Red o el carné del Sisben aquí en Bogotá. ¡Qué va, pura paja! Usted lo que quiere es estar cerca de mi mujer. Cree que no me los he pillado, las miraditas, los secretitos. Pues sepa que me enteré de su visita hace nueve meses al pueblo. Mejor dicho, donde el chino llegue a salir así, caribonito como usted… ¡no respondo Ángel Gabriel, no respondo!

–Muy bien compadre, su mujer pariendo y usted con ataque de celos, lo veo bien.

–¿Y ustedes, qué miran? –Les pregunta José a la pareja.

Ninguno responde. Gaspar está aturdido con el frío, el aguardiente y la conversación que acaba de escuchar. Hermelinda, en cambio, no deja de observar los ojos azules, las pestañas largas, los labios gruesos y rosados, la simetría perfecta del rostro, el cabello que cae sobre la frente, la barba dorada de tres días y la blancura de la piel luminosa de Ángel Gabriel.

–Les dio la bobada –añade el conductor–. Dejen el chisme y ayuden a subir lo que queda de la burra.

Desde el inicio de la discusión, Nicolás, casi inconsciente, ingresó al vehículo y se durmió de nuevo en la silla de atrás. Entre Hermelinda y Gaspar encaraman la bicicleta en la Estrella Polar mientras el conductor enciende el motor rumbo al taller donde está María.

Por la ventana ven como, sobre la Plaza de Bolívar, los juegos pirotécnicos iluminan el centro de la ciudad. Las transitorias estrellas doradas revientan sobre el fondo gris humo del cielo.

–Parece que ya casi es medianoche –le dice Gaspar a Hermelinda.

–Sí, aquí, en Chiscas y en Buenaventura también –Ella apoya la cabeza sobre el hombro de Gaspar y le acaricia las manos.

jueves, 18 de diciembre de 2008

La ruta de la Estrella polar (1 de 3)


–Son mil quinientos pesos –le dice el dueño mientras recoge la botella vacía de la mesa–. Hoy cerramos temprano.
Gaspar apaga la vela que se consume en el centro de la mesa, cierra el libro en edición pirata que lleva leyendo seis meses y lo guarda en su morral, junto a una varita de incienso que compró para aliviar el olor a humedad de la habitación en que vive. Se pone el viejo saco de lana virgen que heredó de su papá, paga la única cerveza que se tomó en las tres horas que estuvo en el bar, camina hasta la carrera once y se sienta en el paradero frente al centro comercial Granahorrar.
Sin hacerle ninguna señal, una buseta blanca, adornada con luces doradas intermitentes en los bordes, se detiene y abre la puerta. Gaspar, mira a los lados y verifica que está solo. Se sube sin conocer la ruta. Pasa la registradora, saca del bolsillo mil cincuenta pesos y los deja sobre la bandeja que comunica con la cabina blindada del conductor. El único pasajero es un hombre obeso, barbudo y canoso que duerme en el asiento de atrás con la cabeza apoyada en la ventana y que lleva en una mano una botella de Vodka. Gaspar se sienta en la primera fila junto a la puerta abierta, le agrada sentir el aire frío de la noche en las orejas.
El vehículo sigue por la once sin frenar en las esquinas dónde los semáforos titilan en amarillo. En la sesenta y cuatro dobla la esquina para coger la trece y continuar hacia el sur. “hoy, en la casa de mi tía, habrán matado marrano y mañana desayunarán tamales” piensa Gaspar, mientras mira por la ventana. En Chapinero no hay nada abierto, ni siquiera se ven los habituales porteros, con traje de botones dorados y gorra militar, que custodian la entrada de las tabernas lóbregas de la zona.
Dos cuadras después de los puentes de la veintiséis la buseta se detiene y sube una mujer. Ella deposita las monedas en la bandeja, pasa la registradora y se sienta en la misma fila de Gaspar al otro lado del pasillo.
–Es tan amable y me dice la hora –le habla la mujer.
–No tengo reloj –le muestra Gaspar su muñeca desnuda y aprovecha para espiar las piernas gruesas, negras y brillantes que se escapan de la corta minifalda–, pero creo que serán por ahí las once.
–Gracias –Se saborea sus labios gruesos–. Es mercancía barata pero de buena calidad.
–¿Disculpe?
–¡Disculpe qué! Si no estuviera tan mamada haríamos negocio. Soy la única boba que trabaja una noche así. Mire –Señala la calle con la larga uña roja del dedo índice–, hoy no hay ni putas, ni clientes.
En las calles sólo se ve la basura de los andenes y, en la esquina de la trece con veinte, un par de bultos dormidos y sucios.
Cuando el carro voltea hacia el oriente, la iluminación de la avenida diecinueve resalta el escote que contiene el busto grande y apretado de la mujer. Gaspar lo observa y levanta la ceja derecha. Sonríe.
–Buena calidad. Tetas completamente naturales –Ríe mientras las sopesa con las manos.
–Se nota. Son muy lindas.
–Muchas gracias, caballero –Suelta una carcajada y saca de su bolso una caja de aguardiente Néctar–. ¿Se toma uno? No es Blanco del Valle, pero hágale.
–Bueno –Acepta Gaspar sonriente y bebe un trago largo–. Apenas para el frío.
Ella toma también y empieza a cantar el vallenato que suena en la radio. Cuando entona el coro, aprieta los ojos y les exprime un par de lágrimas que humedecen su oscuro rostro y derriten su maquillaje.
–Qué mierda tan triste –afirma ella cuando acaba la canción y toma un nuevo sorbo–. Me llamo Hermelinda Merchán, pero mi nombre artístico es Linda ¿y usted? –pregunta mientras le entrega la caja.
–Gaspar, y no tengo nombre artístico –responde él y bebe.
Van por la carrera quinta, acaban de cruzar la avenida Jiménez y se hunden en el corazón de La Candelaria.
Gaspar estira la mano para despedirse:
–Hasta luego. Me bajo en la esquina.
–¿Vive por acá? –le pregunta ella.
–No, estoy buscando algún chuzo abierto para tomarme un trago hasta que pase toda la algarabía.
–¿Por qué no se va, como todo el mundo, para su casa?
–Porque están muy lejos, en Chiscas. Aquí sólo estoy estudiando.
–¿Chiscas? ¿En dónde queda esa mierda?
–Al norte de Boyacá.
–Grave, lo veo mal –opina Hermelinda y se muerde el labio inferior–. A esta hora no va a encontrar nada, todos los negocios están cerrados. No le digo que yo estaba intentando trabajar y no se pudo.
–Tiene razón, pero no quiero llegar a la pensión dónde vivo.
–¡Camine conmigo! lo invito a que celebremos juntos nuestras amarguras. Yo vivo aquí cerca, en Belén. Nos terminamos está de aguardiente y hablamos mierda. No quería estar acompañada, estas noches me deprimen, pero usted me cayó bien… Eso sí: sanos, vamos como amigos. Ni se haga ilusiones de que se lo voy a dar así de fácil. Una cosa es el trabajo y otra la amistad.
–¡Listo! Me gusta la idea de amigos porque de negocios, ni hablar: las monedas que tengo no alcanzarían para pagar una presa tan buena.
–Ahorre mijo y verá que un día de estos le hago una rebaja –dice Hermelinda y le da una palmada sobre el muslo.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La placentera adicción de leer y escribir


Este texto lo leí hace varios años en El Malpensante, fue muy grato volver a encontrarlo hace unos días en Cuestión de énfasis de Susan Sontag. Me adhiero a cada una de las palabras que expresa esta maravillosa mujer que tanta falta le hace al mundo.



La escritura como lectura


Susan Sontag


La lectura de novelas me parece una actividad muy normal, en tanto que escribirlas es una tarea en verdad extraña; al menos eso pienso hasta que recuerdo la sólida relación que une a ambas (…).

En primer lugar porque escribir es ejercer, con especial intensidad y atención, el arte de la lectura. Se escribe a fin de leer lo que se ha escrito, para ver si está bien y, puesto que no lo está nunca, a fin de reescribirlo —una, dos, las veces necesarias para que sea algo que pueda ser tolerable de releer—. Se es el primer, acaso el más severo, lector propio. «Escribir es someterse al juicio de uno mismo», escribió Ibsen en la guarda de uno de sus libros. Es difícil imaginar la escritura sin la relectura.

Pero ¿nunca está bien lo que se ha escrito de primera mano? Sí, claro: a veces más que bien. Y eso sólo indica, al menos para esta escritora en todo caso, que al mirarlo mejor, al expresarlo en voz alta —es decir, otra relectura— puede mejorar aún más. No estoy sosteniendo que el novelista tenga que preocuparse y sudar la gota gorda para producir algo bueno. «Lo que se escribe sin esfuerzo por lo general se lee sin placer», afirmaba el doctor Jonson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Seguramente mucho de lo escrito sin esfuerzo ofrece mucho placer. No, el meollo no es el juicio de los lectores —los cuales bien pueden preferir la obra más espontánea, menos minuciosa del escritor— sino el parecer de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. Se piensa: Si puedo alcanzar este punto la primera vez, sin demasiada lucha, ¿no podría mejorar aún más?

Y aunque esto, la reescritura —la relectura—, parece un esfuerzo, en realidad es la parte más placentera de la escritura. A veces la única parte placentera. Comenzar a escribir, si se tiene en la cabeza la idea de la «literatura», es formidable, intimidatorio. Una zambullida en un lago helado. Luego viene la parte cálida, cuando ya se tiene algo que trabajar, mejorar, editar.

Digamos que es un desastre. Pero se tiene la oportunidad de enmendarlo. Se intenta ser más clara. Más profunda. O más elocuente. O más excéntrica. Se intenta ser veraz con un mundo. Que el libro sea más amplio, más fidedigno. Se quiere una elevación por encima de la autora. La elevación del libro por encima de la mente díscola. Al igual que la estatua está sepultada en el bloque de mármol, la novela está dentro de la propia cabeza. Se intenta liberarla. Se intenta que la cosa horrible en la página se aproxime a lo que se piensa debería ser el libro —lo que se sabe, en los espasmos de júbilo, que puede llegar a ser—. Se leen las oraciones una y otra vez. ¿Es éste el libro que estoy escribiendo? ¿Esto es todo?

O digamos que va bien, porque así ocurre, en ocasiones (si no fuese así sobrevendría la locura). Aquí se está, e incluso si se es la más lenta copista o la peor de las mecanógrafas, una senda de palabras que se abre camino, y se quiere continuar. Entonces viene la relectura. Quizá no se ceda a la satisfacción, pero al mismo tiempo gusta lo que se ha escrito. Se descubre que hay placer —un placer de lectora— por lo que está en la página.

La escritura es, por último, un conjunto de permisos que se dan para ser expresiva de modos definidos. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar la manera peculiar de narrar e insistir; es decir, para encontrar la libertad interior. Para ser estricta sin vilipendiarse demasiado. No detenerse muy a menudo para releer. Para permitirse, cuando se cree que va bien (o muy mal), simplemente seguir remando. No esperar el empellón de la inspiración. Por supuesto, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizá esto importe menos a los poetas, que a menudo escriben casi todo en la cabeza antes de asentar lo que sea en el papel. (Los poetas viven por el oído mucho más que los prosistas.) Y ser incapaz de ver no significa que no se pueda hacer revisiones. ¿No nos imaginamos a las hijas de Milton, al terminar cada día el dictado del Paraíso perdido, que le leyeron todo de nuevo a su padre y luego anotaron sus correcciones? Pero los prosistas —que trabajan en un almacén de palabras— no pueden mantener todo en la cabeza. Necesitan ver lo que han escrito. Incluso los escritores más francos y prolíficos deben sentir esto. (De ahí que Sartre anunciara, cuando se quedó ciego, que sus días de escritor habían terminado.) Piénsese en Henry James, corpulento y venerable, caminando impaciente de arriba abajo en una habitación de Lamb House componiendo La copa dorada en voz alta a un secretario. Dejando de lado la dificultad de imaginar cómo la prosa tardía de James pudo haber sido dictada siquiera, mucho menos por encima del barullo de una máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no suponemos que James releía lo mecanografiado y era abundoso en sus correcciones?

Cuando volví, otra vez, a ser paciente de un cáncer hace dos años y tuve que interrumpir mi trabajo en la casi concluida En América, un amigo de Los Ángeles, que sabía de mi desesperación y temor de que ya nunca la terminaría, se ofreció a venir a Nueva York a quedarse conmigo para transcribir el dictado del resto de la novela. Es verdad, los primeros ocho capítulos ya estaban listos (es decir, reescritos y releídos muchas veces) y había comenzado el penúltimo, con el arco de los dos últimos claramente a la vista. Y sin embargo rechacé su oferta conmovedora y generosa. No sólo porque estaba probablemente demasiado aturdida por la quimioterapia drástica y la morfina para recordar lo que estaba planeando escribir. Tenía que ser capaz de ver lo que escribía, no sólo escucharlo. Tenía que ser capaz de releer.

La lectura por lo general precede a la escritura. Y el impulso de escribir casi siempre se desata por la lectura. La lectura, el amor a la lectura, es lo que incita el sueño de ser una escritora. Y, mucho tiempo después de que se es una, la lectura de los libros que otros escriben —y la relectura de los libros queridos del pasado— constituye una distracción irresistible de la escritura. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, sí, inspiración. (…)

Perderse en un libro, la vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una realidad adictiva, modélica. Virginia Wolf escribió divinamente, en una carta, «a veces creo que el cielo debe ser una continuada e inagotable lectura». Sin duda la parte celestial es que —de nuevo en palabras de Wolf— «el estado de lectura consiste en la eliminación completa del ego». Infortunadamente, nunca en efecto nos deshacemos del ego, al igual que no podemos pisar nuestros propios pies. Pero ese rapto incorpóreo, la lectura, es lo bastante parecido al trance como para hacernos sentir que no hay ego.

Al igual que la lectura, la lectura embelesada, la escritura de narrativa —la asunción de otras identidades— se siente así mismo como perderse.

La mayoría de la gente parece creer en la actualidad que escribir es sólo otra forma de engreimiento. Se llama también: expresión de sí mismo. Como al parecer ya no somos capaces de albergar auténticos sentimientos altruistas, se supone que no somos capaces de escribir de otro que no seamos nosotros.

Pero eso no es cierto. William Trevor se refiere a la osadía de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no se puede escribir para escapar de una misma de idéntico modo que se escribe para expresar a una misma? Es mucho más interesante escribir sobre los demás. (…)

Escribo de otras cosas que non yo. Y lo que escribo es más listo que yo. Porque puedo reescribirlo. Mis libros saben lo que alguna vez supe; de manera irregular, intermitentemente. Y disponer las mejores palabras en la página no parece más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Al contrario.

Esta es la gran diferencia entre la lectura y la escritura. La lectura es una vocación, una capacidad en la que, con práctica, se está destinada a ser más experta. Lo que se acumula como escritora es sobre todo incertidumbres y ansiedades.

Todos estos sentimientos de insuficiencia de parte del escritor —de esta escritora en cualquier caso— se atribuyen a la convicción de que la literatura importa. «Importa» es sin duda una palabra demasiado burda. Que hay libros necesarios, es decir libros que mientras se leen, se sabe que se releerán. Tal vez más de una vez. ¿Hay un mayor privilegio que gozar de una conciencia acrecentada, colmada, dirigida a la literatura?

Libro de sabiduría, ejemplo de juego mental, dilatadora de simpatías, registro fiel de un mundo real (no sólo el corriente dentro de una cabeza), servidora de la historia, defensora de emociones contrarias y rebeldes: una novela que se tiene por necesaria puede ser, debería ser, la mayor parte de estas cosas.

Respecto de si continuará habiendo lectores que compartan esta elevada noción de narrativa, bien, «no hay futuro para esa pregunta», respondió Duke Ellington cuando le inquirieron por qué aún se le podía encontrar tocando en las sesiones matutinas del Apollo. Lo mejor es seguir remando.


En: susan Sontag. Cuestión de énfasis. Alfaguara. Bogotá, 2006.


miércoles, 3 de diciembre de 2008

El médico António Lobo Antunes


Hace algún tiempo, en alguna conversación, que no sé si él recuerde pero que para mí fue muy importante, alguién quien aprecio mucho: Mario Jursich, me dijo que los médicos que escribimos tenemos cierta ventaja sobre otros escritores para escudriñar el alma de la gente; que tal vez ese encuentro repetido con quienes sufren y requieren ayuda nos permite tener una percepción distinta de las emociones, los sentimientos y las pasiones humanas. Aunque Mario, seguramente, no lo expresó con esa intención, para mí eso fue uno de los más grandes piropos que me han echado en la vida.
En esa amplia lista de médicos escritores, entre los que están algunos de mis autores favoritos (Moliere, Chéjov, Oliver Sacks, Joao Guimaraes Rosa y Orlando Mejía, por ejemplo), también está António Lobo Antunes, recién galardonado con el Premio FIL.
Cuando escuché su discurso en la feria (ojalá hubiese sido en vivo y en directo, pero me tocó conformarme con YouTube), fue inevitable evocar las palabras de Mario, porque para Lobo Antunes sus grandes maestros fueron tres de sus pacientes.
Probablemente, para cualquier otro, esos encuentros no hubiesen tenido ningún valor, ni afectivo ni literario; pero para este hombre definieron mucho de lo que es como escritor y, tal vez, como ser humano. Veánlo ustedes mismos en el siguiente video.



A propósito, antes de que se agote este tres de diciembre, a mis colegas: ¡Feliz día del médico!