lunes, 25 de mayo de 2009

Poeta: Mario Benedetti

Cuando abro un libro de Benedetti, debo confesar que siento algo de placentera vergüenza. ¿por qué me gusta esa poesía fácil, poco presumida, incluso tonta? No lo sé, no soy el único, por el contrario, somos millones los que nos hemos dejado seducir por sus versos simples. Es más, debo estar altamente agradecido con él porque sus poemitas fueron, por mucho tiempo, una excusa ideal para mis levantes. De alguna manera, fue un cómplice esencial para muchos de mis romances, los perdurables y los fugaces.
Después de ojear varias páginas y recordar las anécdotas de mi vida ligadas a sus poemas, siento vergüenza de mi vergüenza, negar mi amor por Benedetti, es traicionar a un buen amigo, a uno de esos imprescindibles. 
Adiós y gracias, Don Mario.
Ah, a propósito: aún tengo la esperanza de que ojalá Dios sí sea mujer... me cuenta.

viernes, 22 de mayo de 2009

Obsesiones compulsivas: Regreso a casa


Después de escucharme hablar con nostalgia de lo bueno que es vivir en Medellín, me preguntaban que por qué había regresado a Bogotá. La respuesta fue siempre la misma: “por güevón”. La verdad es mitad cierta, mitad chiste. Realmente me fui porque quería explorar otras formas de ser epidemiólogo fuera de la vida académica y porque mis contratos en la universidad eran a un año, con el riesgo de que en algún momento me dijeran: te lo agradezco, pero no. Muchos me escucharon decir como conclusión que en Medellín vivía jodido pero contento. Aquí en Bogotá, terminé viviendo jodido y, la verdad, no muy contento. Renegué de la ciudad casi todo el tiempo y por todo. Claro, hay cosas que disfruto mucho: ir a cine, pasar tardes en la Lerner o en San Librario, así no compre un libro, almorzar los fines de semana con mi mamá, salir a comer, disfrutar a Santiago, mi sobrino, el taller de novela de Nahum, las bibliotecas, y tal vez otras cuantas cosas que no recuerdo ahora. Pero tal vez la lista podría ser más extensa si enumero lo que me emputa de Bogotá: el frío, la inseguridad, la cara de culo del 95,7% de los bogotanos, el frío, las eternas distancias para ir de un lugar a otro, los huecos, de nuevo el frío, Samuel Moreno Rojas, el olor de las busetas, la indigestión de Trasmilenio, la deshonestidad del 99,9998% de los taxistas, la actitud y el tonito “chingaquedito” (cómo dicen los mexicanos) y tantas otras cosas, ah, ¿ya mencioné el frío tan cabrón?

El aprendizaje fue bueno en estos cuatro años, pero la etnografía ya fue suficiente y es tiempo de regresar a casa. Sí, ya sé, los que me conocen saben que soy afroboyaco, pero que mis afectos están ligados a Medellín, y más específicamente, a la Universidad de Antioquia. Esa es mi casa. 

Ayer en la tarde recibí la noticia: tuve el mayor puntaje en el concurso docente de méritos de la Universidad y eso me permite regresar. Estoy feliz por mí, por Lina y por María José (la pequeña mujer que vive en la panza de Lina). Pronto volveré a dormir desnudo, podré andar por la calle con menos paranoia, me sentaré en la silla de adelante en los taxis, viajaré todos los días a la U en Metro, estaré los miércoles a las 4 la tarde en la Biblioteca Pública Piloto, aumentaré cada una de mis placas ateroescleróticas con los perros calientes de la bomba de Envigado o con una hamburguesa de los Verdes de la ochenta, me sentaré a ver niñas lindas mientras Lina hace compras o lolea en los centros comerciales y, sobretodo, abrazaré a mis amigos y amigas (para que no se ofendan las que tienen perversiones feministas), que tanta falta me hacen.

jueves, 21 de mayo de 2009

Literatura felina: Juan Carlos Onetti

El gato
Juan Carlos Onetti


Muchas cosas desagradables se pueden decir o imaginar de John. Pero nunca le sospeché una mentira; tenía demasiado desprecio por la gente para inventarse cualquier fábula que le fuera favorable.

De modo que cuando me contó alegre y bebiendo dry martinis la historia –para mí, sobretodo– de uno de sus casamientos fallidos, no tuve duda. Era, o fue, como mirar y oír una película sin posibilidad de recomienzo ni temor sobre su capacidad de ser creída. Tampoco quedaba agujero para una sonrisa.

Yo llegaba, una semana antes, de París y quería actualizar, confirmar y desechar los rumores que me habían llegado sobre amigos, más o menos comunes, durante mi ausencia.

John era un inglés conversador y sabía burlarse de todo con despego, a veces lástima, nunca maldad.

Bebimos y hubo un largo silencio: John parecía meditar indeciso con el ceño fruncido.

Dejó su vaso sobre la mesa y me dijo, conservando su actitud de piernas cruzadas y de resuelto perfil:

–Era francesa y tú la conoces. Tal vez lo sepas porque estabamos practicamente casados. Sólo nos faltaba el sacerdote, el juez y la llegada de unos muebles viejos y caros de los que no quería desprenderse. Bisabuelos y abuelos y padres, casi toda la historia de Francia. A mí sólo me importaba ella, Marie. Ya puedes buscar entre todas las Maries que recuerdes. Estaba loco y a veces pensé que era una locura sexual. Verla, bastaba; oler un pañuelo olvidado, bastaba; entrar al baño después de que ya había salido. Nos veíamos todas las semanas, aquí o en París. Dos o tres días seguidos. Ibamos y volvíamos. Y mi deseo aumentaba cada vez y yo me entregaba a él, escarbaba en él; quería más y más. Y cada más era era como un escalón que me impulsaba a pisar otro. Siempre en descenso porque yo sabía que estaba perdiendo salud y cerebro.

Sin dejar de ofrecerme un hombro, hizo una seña a Jeeves y vinieron dos vasos: dry martini para él y un gin tonic para mí. Encendió la pipa (él sabía que fumar apresuraría mi muerte) y estuvo un rato pensando, casi sonriendo con labios que no endulzaba la alegría. Como ocurre siempre en esta clase de cuentos me mantuve en silencio, esperando; fui recompensado, Johny dijo sin mirarme:

–Al gato lo bauticé Edgar. Y no porque fuera un gato negro con símbolos de horror, blancos, en su pecho.

–Una noche en que Marie, como estaba planeado, llegó al aeropuerto. La recibí, tomamos cocteles con la alegría de siempre, brindamos por la felicidad matrimonial. Esto no hace reír pero es cómico. Fuimos a cenar y luego a mi departamento. No te dije, porque no lo sé y tal vez no me importe, que la portera y semipatrona estaba encaprichada conmigo o, simplemente, me odiaba sin pausa. Algo de eso.

Entramos y encendí la luz. Ella no había estado nunca allí. Miró alrededor con una sonrisa que era de aprobación antes de haber nacido. Y vio, vimos, en medio de la gran cama, con su colcha blanca de señorita, un gato negro, grande, gordo. Un gato que yo veía por primera vez y que parecía acostumbrado a ronronear allí. Con las patas dobladas bajo el pecho nos miró con ojos curiosos y volvió a cerrarlos. Hasta hoy no sé cómo pudo haber entrado. Sospecho, apenas. Me adelante para acariciarle el lomo y la garganta y entonces ella explotó. Que echara el gato inmundo, que iba a llenar la cama de pulgas. A gritos y pateando el suelo. Yo encendí un cigarrillo y abrí la puerta. Le dije que me había hecho feliz encontrar por sorpresa que alguien nos daba la bienvenida. Ella me trató de estúpido y golpeó las manos hasta que el gato corrió hacia la puerta y la sombra del pasillo. Bueno, vamos a tomar otro vaso porque ya vasta como prólogo. Lo que ocurrió es simple y para mí muy trabajoso de explicar. En aquel momento resolví que yo nunca podría casarme con aquella mujer; que era imposible vivir con ella, ser feliz con ella. No se lo dije entonces y el resto de la noche, hasta el cansancio de la madrugada pasaron como lo presentíamos y lo deseabamos.

Bebió de un trago, encendió nuevamente la pipa y sonrió alegre y desafiante. Ahora se volvió para mirarme los ojos y dijo:

–Lo que explica para cualquier tipo inteligente porque desde entonces solo he tenido aventuras y me he propuesto que duren poco.


Tomado de Juan Carlos Onetti. Cuentos completos. Alfaguara. Madrid, 1998. pp. 423-425


lunes, 18 de mayo de 2009

Manual para ser un blogger exitoso

Comparto con ustedes esta divertida columna de Etiqueta Negra, la gran revista peruana. Ojalá les sirvan las instrucciones, ¡jejeje!


Manual para ser un blogger exitoso
Un consejo de Fritz Berger Ch.

No se quede ahí parado en medio de la autopista de la información. Podría usted ser arrollado por un adolescente de acné contumaz que desde una mísera Pentium III y robando WiFi le está dictando su agenda virtual. ¿No le gustaría estar del otro lado del mostrador? ¡Sea usted bloguero! Pero, ¿qué tengo de importante que decir?, se preguntará usted con toda razón. La respuesta es una sola: nada. La buena noticia es que no necesita más. He aquí el cómo.

jueves, 14 de mayo de 2009

A juicio: Los hombres que no amaban a las mujeres


La evidencia

El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la conciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien que le había pasado, cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.

Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas descansaba los píes mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.

–¿Para qué sirve esto? –dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal–. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.

Se inclinó hacia él, expectante.

Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.

­–Así que te va el sado –dijo él. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?

Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.

–Sin lubricante, ¿no?

Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.

–Deja de quejarte –dijo Salander, imitando su voz–. Si te pones bravo voy a tener que castigarte.

Se levantó y bordeó la cama. Él indefenso, la siguió con la mirada… “Qué coño va hacer ahora?” Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.

–¿Me estás prestando toda tu atención? –preguntó–. No intentes hablar: basta con que muevas la cabeza. ¿Me oyes?

Él asintió.

–Muy bien. –Se inclinó y cogió la mochila–. ¿La reconoces?

Él movió la cabeza.

–Es la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más práctico. La he tomado prestada de Milton Securuty.

Abrió una cremallera que había en la parte inferior.

–Esto es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. –Cerró la cremallera­–. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y se oculta en el cierre del asa. Quiza recuerdes que coloqué la mochila aquí en la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el objetivo apuntara hacia la cama.

Le mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó. Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. “¿Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio?”, saludó, irritado.

Le puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba apoyado contra el cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.

Apagó la tele y permaneció callada en la silla durante más de diez minutos sin mirarle. Bjurman ni siquiera se atrevió a moverse. Luego Lisbeth Salander se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Cuando volvió se sentó en la silla. Su voz resultaba tan áspera como el papel de lija.

–Cometí un error la semana pasada –dijo–. Creí que iba a tener que chupártela otra vez, lo cual, tratándose de ti, es de lo más asqueroso, pero no tanto como para no ser capaz de hacerlo. Creí que conseguiría fácilmente material con la suficiente calidad para demostrar que eres un asqueroso y baboso viejo. Te juzgué mal. No había entendido lo podidamente enfermo que estás.

”Te voy a hablar claramente –prosiguió­–. Esta película muestra claramente como violas a una retrasada mental de veinticuatro años de la que has sido nombrado administrador. Y no tienes ni idea de lo retrasada que puedo llegar a ser si hace falta. Cualquiera que vea esto descubrirá que no sólo eres una mierda sino también un loco sádico. Ésta es la segunda y última vez, espero, que veo esta película. Bastante instructiva, ¿a que sí? Yo creo que va a ser a ti a quien van a encerrar no a mí. ¿Estás de acuerdo?”

Lisbeth esperaba. Él no reaccionaba, pero ella pudo ver que estaba temblando. Agarró la fusta y le dio un latigazo en medio de sus órganos sexuales.

–¿Estás de acuerdo? –repitió con una voz considerablemente más alta. Él asintió con la cabeza–. Muy bien. Entonces, eso ha quedado claro.


Stieg Larsson. Los hombres que no amaban a las mujeres. Bogotá: Destino; 2008. Páginas 300 a 303.



La defensa

No sé cuántos millones de ventas tiene este libro y los otros dos volúmenes de la serie Millenium de Stieg Larsson. Dicen por ahí que además de ser un best seller ha sido bien recibido por la crítica, para algunos la obra de Larsson está revolucionando la novela negra.
La verdad a mí me encantó la novelita (novelota, más bien, tiene 672 páginas). La leí en Semana Santa y me divertí montones. Es como cuando Hollywood estrena algún éxito con todos los ingredientes que tiene que tener una película taquillera: un gran misterio, intriga, sexo, corrupción, multinacionales, informática, ternura, líos familiares, amor, violencia, mejor aún, violencia sexual, etc. Así es Los hombres que no amaban a las mujeres.
Todo el rollo comienza con la historia de un anciano, Henrik Vanger, gran industrial sueco, que recibe siempre para su cumpleaños una flor disecada enviada desde distintos lugares del mundo. Lo curioso es que ese regalo sólo se lo hacía Harriet, su sobrina desaparecida desde que era una adolescente y que él da por muerta.
Para resolver el misterio contrata a Mikael Blomkvist, un periodista económico venido a menos, quien termina aliándose con Lisbeth Salander, una punk medio freak y medio genio con cara de tarada que fue contratada para seguir a Blomkvist por Vanger. Bueno, el rollo es largo y suficientemente enredado para tenerlo a uno enganchado devorando páginas con avidez. Mejor dicho es una novela de fácil digestión, bien escrita y bien armada, que debería ser consumida con crispetas y Coca-Cola.


La fiscalía

Es carreta que Larsson está revolucionando la novela negra. Como ya dije es una buena novela, sobretodo, muy divertida. Pero lejos de ser una obra maestra que parta en dos la manera de escribir la literatura negro-criminal (como le dicen ahora). Es Harry Potter para adultos. Seguramente muchos lamentan que Larsson haya muerto dejando sólo tres novelas y no haber alcanzado los siete ladrillotes de la saga Potter. ¡Ah! El rollo de su muerte es otro culebrón: se infartó en un aeropuerto cuando acababa de entregar el tercer tomo de su serie al editor y sin haber visto, ni siquiera, su primer libro publicado... ¿Chévere, cierto?
Bueno, eso hace parte del gran mito "Larsson" que se está tejiendo en el mundo y obviamente sirve para vender más y más.


Veredicto

Léanla, vale la pena. Les aseguro que se van a divertir. Eso sí, no esperen que les ilumine el camino como escritores o como lectores. Simplemente van a pasar un buen rato. Yo por lo pronto me leeré La chica que soñaba con una cerrilla y bidón de gasolina en alguno de los puentes de junio. Ah, a propósito: los títulos son buenísimos.


Comuníquese y cúmplase

jueves, 7 de mayo de 2009

Puerca epidemia


Como epidemiólogo es mi deber decir algo sobre el performance global de la gripe de moda... ... ... ... mmm, más bien los invito a leer el especial que publicó hace unos días la maravillosa revista literaria (y de artes marciales) Hermano Cerdo: Puerca epidemia: breves reflexiones en medio del pánico.
Vale la pena que le den una mirada en medio de cada estornudo; bueno, al menos que lo hagan los pocos que queden poblando este planeta.

martes, 5 de mayo de 2009

Juan Marsé: Imaginación y memoria

Hasta hoy no he leído ninguna de las obras de Juan Marsé, el escritor que ganó el premio Cervantes 2008. Pero el discurso que pronunció cuando recibió el galardón me entusiasma para conocer más de este autor. Los dejo con algunos fragmentos que seleccioné para El cuaderno.


(…) No me siento a gusto manejando teorías acerca de la naturaleza o la finalidad de la ficción. Para la famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil respuestas, que nunca, a la hora de ponerme a trabajar, me han servido de gran cosa. No me considero un intelectual, solamente un narrador. Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en píe a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.

Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua, no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo. Ciertamente es un utilaje del que no puede uno presumir. Porque el oficio comporta, por supuesto, otras obligaciones y menesteres. Aguna vez he reflexionado sobre el asunto, pero no he llegado muy lejos; sobre la persistencia de la vocación, por ejemplo, en tiempos de silencio, o sobre el imperioso dictado de la memoria y sus laberintos.

Veamos si consigo explicarme.

En el origen de la vocación, allá por los años cuarenta del siglo pasado, habría en la imaginación del aprendiz de escritor un famoso esqueleto de leopardo sobre las nieves del Kilimanjaro, una imagen germinal que evoca una senda recorrida, de la cual, sin embargo, no queda ningún rastro, ninguna huella. Sería algo parecido al recorrido del Minotauro en su laberinto. Nadie sabe si el monstruo podrá salir, si recuerda el trazado de su propia obra, los oscuros motivos que le indujeron a su construcción, y los meandros y detalles de su intríngulis. Nadie sabe si, en realidad, es prisionero de su obra. Sabemos, eso sí, que Teseo ha sido lo bastante ingenioso para tender un hilo que le permite rehacer el camino y salir. Pues bien, ese hilo, ese ingenioso ardid, no sería otra cosa que el relato literario, la forma inteligible que desvela la personal arquitectura monstruosa, al fondo de la cual se esconde el terrible constructor, con sus sueños y obsesiones, su verdad y sus quimeras. El escritor, en fin. Él es, a la vez, los despojos del remoto leopardo y el urdidor del trazado inextricable que lo encierra herméticamente en su propia obra. Frente a ese misterio, o tal vez sería mejor decir frente a ese galimatías, a tenor de la confusa exposición que temo haber hecho, siempre me reconfortó recordar algo que dejó dicho el gran poeta, y controvertido ciudadano, Ezra Pound: El espero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor.

(…)

Yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo.

Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho o como yo. Se trataría de ser algo más lanzados en esta cuestión, un poco locos, y admitir la posibilidad de que lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida, más sentido, y en consecuencia, más posibilidades de pervivencia frente al olvido. Como nos enseñó don Quijote. Desde su primera salida al campo de Montiel, o desde la primera de sus famosas hazañas, él es el guardián del laberinto, el velador de lo más noble, bello y justo que alienta en el corazón humano, el que vela por el espíritu, la vigencia y el esplendor de los sueños.

Debo referirme también, como complemento importante a una formación muy precaria, al cine y a sus queridos fantasmas. (…) A lo largo de más de tres décadas, desde los años veinte del mudo hasta mediados los sesenta, antes del auge y el abuso de la tecnología, el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica, el potencial simbólico de las imágenes y su cadencia, y el deseo de hacerle ver al lector lo que lee, que yo comparto, propició en la ficción literaria nuevas formas y tendencias.

(…)

Sabemos que el olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir, tanto en la sociedad civil como en los estamentos del poder, sabemos que hablar de ello en nuestros días conlleva para muchos, todavía, una carga de dolor y resentimiento, suspicacias y malentendidos. “La memoria nos construye como seres morales”, escribe José-Carlos Mainer, y añade: “pero también sabemos que es un hecho privado y mudable, fantasioso y mendaz”. Hay una memoria compartida, que no debería arrogarse nadie, una memoria que fue durante años sojuzgada, esquilmada y manipulada. El lenguaje oficial había suplantado al lenguaje real. (…)

Y fue entonces, todavía en años de aprendizaje de quien les habla, cuando la imaginación echó una mirada sobre aquel expolio de la memoria y le tendió la mano. Era una labor complementaria, en todo caso, porque imaginación y memoria, para el escritor, son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo, resulta difícil separarlas. Ciertamente un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria, sea ésta personal o colectiva, este proyectada en la novela histórica de fecha más remota, o en la literatura de ficción científica más futurista y fantástica. No hay literatura sin memoria. Incluso la memoria trapacera puede hacer buena literatura. La tan reiterada advocación “hay que olvidar el pasado”, lógicamente no se aviene con la naturaleza y la función de la escritura. Hay que acotar nuevas parcelas de memoria, hacer más denso el laberinto, cuidando pues, de dejar una traza de hilo, como hizo Teseo aquella vez, para poder volver al exterior, y contarlo. Sobre todo, en lo que a mí respecta por lo menos, persistir en la búsqueda de algo, que nunca he sabido definir, pero que tiene que ver, por encima de cualquier otra finalidad, con alguna forma de belleza.


Fragmentos del discurso pronunciado por Juan Marsé al recibir el Premio Miguel de Cervantes de literatura 2008 el 23 de abril de 2009.


viernes, 1 de mayo de 2009

Empeliculado: Los viajes del viento


Me suele suceder cuando una película me gusta mucho: pienso que es la mejor que he visto. Y eso me está ocurriendo con Los viajes del viento de Ciro Guerra. Bueno, no la estoy comparando con Ciudadano Kane, El paciente inglés o Lo que el viento se llevó; pero sí es mucho mejor, y por mucho, que Condores no entierran todos los días, La estrategia del caracol, La vendedora de rosas, Perro come perro (que me gustó bastante y está reseñada aquí) o la más taquillera del cine nacional: El taxista millonario, o cualquier otra película de nuestro terruño. Ésta sí es MUY buena.
En esta road movie (en burro, claro está), el maestro Ignacio y su hijo y escudero, Fermín, hacen un largo viaje a través de toda la Costa Atlántica colombiana, desde la de "agua dulce" hasta el extremo norte de la Guajira para devolverle a su dueño, que lo espera aún después de muerto, su acordeón. En la travesía pasan por impresionantes hermosos lugares inéditos para la gran mayoría de colombianos.
El cuidado en cada detalle del guión, en la selección minuciosa de cada locación y la limpieza de la fotografía, el sonido impecable que revela la compañía del viento en cada escena, la música, la perfecta actuación del maestro Marciano Martínez y de Yull Núñez la convierten, para mí, en la mejor película colombiana hecha hasta hoy.
Aunque es probable que Ciro Guerra nunca llegue a leer este comentario, no puedo más que decirle: felicitaciones y gracias.
Eso sí, lástima la reaparición "mágica" del burro después de haber cruzado La cienága. Es la única inconsistencia, pero se perdona. Peores cosas se han visto en megaproducciones y a nadie le importan.
Échenle ojo a la escena del duelo sobre el puente. Me cuentan que les parece.

Trailer: Los viajes del viento de Ciro Guerra (2009)