jueves, 20 de agosto de 2009

Obsesiones compulsivas: La Apple del pecado


Todo comenzó hace un año cuando compré mi iphone. Iván, mi primo, ya tenía uno antes de que los proveedores de telefonía móvil lo trajeran al país. Sin mucho esfuerzo me dejé enamorar y cuando lo lanzaron en el país corrí a cambiar mi viejo, pequeño y feo celular por un iphone. Desde entonces llevo a todas partes el juguete que me desaburre en las filas, en el metro, en las reuniones, conferencias y clases tediosas. A finales de abril de este año "loleando" en una tienda electrónica en Bogotá me encontré un Macbook en promoción (bueno, eso es un decir). Fue amor a primera vista, yo parecía un perro ansioso rondando la casa de su pareja en celo alrededor del stand de Mac. Lina se dio cuenta que estaba a punto de sucumbir a la infidelidad y me lo acolitó (eso lo tolera a regañadientes con este aparato, pero con una hembra humana ni de vainas), a partir de ese momento vivimos juntos y nuestro amor cada día crece más y más. Claro, debo confesar que en un principio me sentía algo culpable... aquello que la plata no es que me sobre y yo comprando tonterías, algo así como cuando invito a mi mamá a comer y termina diciéndome con orgullo y recriminación: "mmm, estuvo bien, pero yo lo hubiese hecho mejor en la casa... y mucho más barato". Pero la culpa se diluyó porque esta vez nadie lo puede hacer mejor (nada de virus, mucho software libre y muy bueno, todo es muy, muy fácil y nunca se bloquea)... bueno sí, mucho he escuchado de que el futuro es Linux y todos terminaremos reverenciando al pinguino que nos ofrece un mundo virtual libre, pero por ahora yo me quedo saboreando cada mordisco que le doy a mi deliciosa manzana. Es más, no me quiero ni imaginar lo que pronto va a proponer Apple con todo este rollo de los dispositivos para leer libros digitales. Como buen adicto, te estoy esperando, Steve Jobs, te estoy esperando. Por ahora les dejo con algunos fragmentos de un texto de uno de los mejores escritores latinoamericanos actuales (para mí), otro Mac-vicioso: el mexicano Juan Villoro. Ah, y si están muy desocupados miren los comerciales donde Mac se compara con PC y que pongo al final de la entrada. Son muy divertidos.

La Apple del pecado


Juan Villoro



(...) En 1986 desempaqué un aparato gris perla con pantalla apenas más grande que una tarjeta postal. Para los criterios de aquel tiempo se trataba de un emblema de la ultramodernidad. Durante horas, contemplé mi primera Mac como un altar, sin atreverme a perturbar su insondable vida interior. Yo venía de lidiar con una computadora del tamaño de una sala de juntas; estudié sociología en los años setenta, cuando la estadística era una actividad tan artesanal como la talla de madera (perforabamos tarjetas a mano, con agujas para zurcir calcetines) y luego las introducíamos en una computadora que ocupaba tres paredes.
Después de encender mi primera computadora privada, consulté con un experto en Macintosh para saber porque esa máquina de escribir reaccionaba de modo tan hermético. Sus explicaciones técnicas fueron tan confusas que me concentré en sus arrebatos de religiosidad. Me dijo que pertenecíamos a una cofradía y los infieles estaban por todas partes. luego me convenció de asistir a un Club Mac, donde la mención de las siglas "PC" e "IBM" provocaba el abucheo que merecen los impíos.
En aquel tiempo de catacumbas, la PC no tenía ratón. Mac era la opción más práctica, mejor diseñada y mucho más cara. Las razones para escogela iban del exclusivismo fashion a la superioridad de un códice sobre un trabalenguas. Mientras Apple permitía activar un ícono, PC obligaba a teclear telegramas cifrados del tipo: "fantasma en la máquina y la electricidad accidental que le otorga autonomía. No preguntamos quien hizo las Macs de titanio o de burbujas de colores: las admiramos como si se clonaran a sí mismas con elegante concupiscencia. Cada tanto, esta metafísica pasión recibe un baño de realidad con los precios. El capricho de Mac es monetariamente absurdo, como todos los vicios. Por desgracia, no hay terapia de desintoxicación para ese hábito. En el planeta digital resulta imposible renunciar a la computación, y una vez probado el fruto de Apple no hay modo de tragar la mermelada de PC.
(...)
Poco después hablé con un amigo boliviano, que también vive en Barcelona. Me vio de frente y dijo en el tono de un chamán que pronuncia su palabra verdadera: "lo que pasa es que eres un yuppie; ¿cómo es posible que insistas en pagar tanto por algo que debería ser usado por el pueblo con paz y dignidad?" Luego describió las reivindicaciones indígenas de su país y los castigos ejemplares que mi frivolidad merecía. Sus irrefutables palabras me convencieron de que estaba ante una adicción, la única que he podido detectarme relacionada con marcas y franquicias. No sé si indagarla con sinceridad sea el primer paso hacia una terapia de desintoxicación; lo cierto es que eso ayuda a comprender ciertos patrones de comportamiento. El hombre es un animal de costumbres, lo cual significa que repite. ¿En qué medida la reiteración de un producto crea una conducta? ¿Cómo detectar el primer indicio de esta antropología? Quza el mejor momento que mejor define al usuario de Mac es el de desempacar un nuevo modelo. Quienes creen que el erotismo informático está en los sitios de internet ignoran el fetichismo de alta escuela de abrir con rudeza cajas magníficas par retirar fundas mullidas, respirar el aroma a laboratorio que se disipará entre los dedos, sentir el mecanismo que puede vibrar pero aún no lo hace, tocar la manzana irresistible.
(...)
Después de tantos alos de crisis de marxismo, no es fácil ni popular recordar el capítulo dedicado al fetichismo de la mercancía en El capital. Sin embargo, no hay duda de que el mercado sigue promoviendo aventuras de enajenación. Mezclemos por un instante experimental a Marx y Asimov: nuestra vida colectiva depende de la vida secreta de las mercancías que usamos; si no las entendemos, se rebelarán contra nosotros. Si a falta de mejores opciones o mejor voluntad no te has podido liberar de Apple, mas vale que analices su atracción y tus debilidades, al menos antes de que ella empiece a programarte.
Por el momento, toda explicación de mi parcialidad por el aparato con que he escrito este artículo es esotérica.
Tomado de: Juan Villoro. Safari Accidental. Joaquin Mortíz. México, 2005. Páginas 183-188.






jueves, 13 de agosto de 2009

10 años después de la desaparición del profeta

El cuento: ¿Saciedad o antojo?


No me aguanté las ganas de transcribirla. Es una de las muchas buenas entrevistas que hay en la publicación electrónica Aviondepapel.com . A pesar de su brevedad, estos dos escritores describen bien lo que es el cuento.

Fernando Iwasaki: Tú has hecho varias poéticas, Andrés. ¿Qué debe tener un buen cuento; cuál es la fórmula para lograr su eficacia?

Andrés Neuman: Las poéticas que he escrito no pretenden establecer una receta, sino debatir sobre los cuentos que más me interesan. De hecho, sigo sin saber si existe un buen cuento o la idea de buen cuento. Hay dos líneas, la esférica y fantástica de Julio Cortázar, por ejemplo, o la elíptica de Antón Chéjov, Ernest Hemingway o Raymond Carver.

Aunque hay cuentos muy orales que te dejan perplejos, como los de Arreola y Monterroso, que no tienen esas estructuras.

Cuentos de Juan Carlos Onetti, por ejemplo, que no entran en los recetarios habituales. Lo que está claro es que lo que tiene un buen cuento es una cierta radicalidad. El cuento para funcionar, sea del tipo que sea, debe tener una estética previa muy arriesgada.

Fernando Iwasaki: Volvemos a Cortázar: hay que ganar por knock-out y no por puntos.

Andrés Neuman: Ya, pero esa frase de Cortázar… ¿Después del knock-out qué hay? La inconsciencia. Y eso te deja incapaz de pensar en lo que has leído. Yo creo que Cortázar se refería al final del relato y no al relato en sí.

Fernando Iwasaki: Yo lo que prefiero es que el cuento me abra el apetito y no que me quite el hambre.

Andrés Neuman: Por eso, cuando te decía que tiene que existir una decisión narrativa drástica, ésta puede estar al principio y no al final. Es decir, un punto de vista muy extremado o un recurso lingüístico muy original o un argumento tremendamente reducido. Son decisiones drásticas que hacen que ese texto sea una pieza a punto de quebrarse.

Fernando Iwasaki: Y lo bueno es que seguiremos con la misma perplejidad sin saber qué es un buen cuento.

Tomado de Avióndepapel.com

sábado, 8 de agosto de 2009

A juicio: Los pasos de la furia, de Carlos Aguirre


La evidencia

Nunca hemos tenido suerte con las mascotas. Un día, cuando mi papá era vigilante en el cementerio (trabajaba de noche y nos decía que no le daba miedo porque todo era más tranquilo que en cualquier otra parte), llegó a la casa con una tortuga en el bolsillo. "Yo creí que era de juguete", nos dijo cuando la puso sobre la mesa y resultó que era una morrocoyita viva y le dimos tomate picado y le hicimos una cama y una caja de arena como si fuera un gato. Mi hermana la bautizó Democracia, como la tortuga de Mafalda, pero yo simplemente la llamaba "tortuga" o a veces le decía "Miguel Ángel", porque esa era mi tortuga ninja favorita. Tomó la costumbre de esconderse detrás de la nevera buscando el calor del motor y una tarde la encontramos dormida dentro del caparazón, seca como una uva pasa. Tuvimos varios periquitos australianos, pero siempre se escapaban de la jaula o se morían de depresión o los mataba el gato de la vecina. Yadira tuvo peces y hámsters a los que mi mamá tenía que cuidar para que no se murieran de hambre o suciedad, y hasta un pobre tamagochi que le regaló una tía rica murió calladoto en su pantalla digital. Mi papá nunca trajo gatos porque sabía que yo me enfermaba con los pelos y eso era muy triste, porque siempre quise tener uno como el de mi amiguito Mauro, que era negro y tenía una estrella en la frente. Pero cuando trajo a Pancha me puse muy contento, nos explicó que era un crice entre pit-bull y labrador y eso la hacía diferente: tenia unas patotas muy pesadas para ese cuerpo tan pequeño y era muy gracioso verla caminar porque se cansaba rápido o se tropezaba y daba vueltas por el suelo, y cuando andaba a mi lado se me enredaba entre los píes para que la cargara. A la gente le daba risa verme caminar con la perrita en la mano, pero yo sé que a ella le gustaba, aunque mi profesor de ciencias me dijera que los perros no sienten y no se ríen ni se ponen contentos, pendejo tan bobo: ella sentía los golpes que le daba mi papá cuando estaba enojado y no tenía con quien más desquitarse, o se escondía cuando Yadira llegaba con sus amiguitas tontas a jugar con ella como si no fuera de verdad y le jalaban la cola y le ponían moños, o se me arrimaba cuando estaba triste y me sentaba en el patio a pensar estupideces. Mi mamá nunca la quiso y nos regañaba por el olor o porque Pancha le dañaba las matas o porque dejaba todo ensangrentado cuando estaba en celo y los perros de la calle se iban detrás de ella cuando salía a trabajar. Creció tanto que ya casi no cabía en el patio, en la lista del mercado había que apuntar siempre las bolsas de comida para ella y a cada rato aparecían pelos negros en la cocina o en los rincones de las piezas. Mi papá nunca debió traer la choza de madera conseguida en quien-sabe-donde, una caja feísima de palos viejos y cartón donde Pancha nunca se sintió comoda porque todas las noches se movía ahí dentro como una loca y salía al patio a rascarse y no nos dejaba dormir.
–Mami, ve lo que le encontré a Pancha... ¿Será una...?
–Sí, eso es. Y vea, aquí tiene otra. Y aquí, otra, detrás de la oreja. Y aquí otra, y otra y...

Fragmento de Bichos In: Carlos Mario Aguirre Morales. Los pasos de la furia. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín, 2009. pp: 130-132.


La defensa

Lo primero que debo hacer es revelar mi "conflicto de intereses": Carlos Mario es mi amigo. A partir de ese hecho podría contarles de lo buena persona que es, de lo disciplinado, del buen lector, de su adicción por Cortázar, de las tantas charlas que hemos tenido mientras caminamos desde la Biblioteca Pública Piloto hasta la estación Suramericana del metro en Medellín; pero eso tendría más sentido para una entrada con una apología a la amistad, y ese no es mi interés hoy.
Sí, la amistad me sesga, pero por encima (o por debajo o por los laditos) de ese hecho debo decir que su primer libro de cuentos Los pasos de la furia, publicado por la Editorial Universidad de Antioquia, es muy bueno. Ya lo sospechaba cuando fui testigo de la construcción de algunos de esos relatos que llevaban más de un quinquenio gestándose, y se confirma con esta colección de nueve relatos divididos en tres secciones: Santacho, parte I: De cuadra en cuadra; Santacho, parte II: Entre hermanos y Santacho, parte 3: El padre y el hijo.
Mucho se ha escrito sobre las comunas, sobre la violencia en Medellín, muchos libros y peliculas sobre la ciudad gotean aún sangre. Los pasos de la furia no es la excepción, pero su sentido no está en el espectáculo sanguinario de la ciudad matona. No. Está en el drama humano y simple de la vida cotidiana, donde los elementos de violencia hacen parte de lo que pasa todos los días en Santacho, un barrio de la ciudad, apretado y aprtado, donde todos interactuan aparentemente: se ven, se escuchan, pero nadie se conoce.
Los pasos de la furia es una colección de cuentos, de obras independientes que, sin embargo, pueden leerse como una novela. Claro, los personajes de uno y otro cuento no se conocen y sus historias son distintas. Pero esa es la trama del libro en clave de novela: Los pasos de la furia muestra el aislamiento y la soledad concurrida de la vida urbana. Cada cuento es un capítulo de la novela donde los personajes están atrapados en su propio y doloroso (muy, muy doloroso) drama y en un espacio geográfico mítico y común: Santacho. Claro, por ahí rondan los susurros de Comala, Macondo, Yoknapatawpha y Santa María. ¡Mierda! Esas son palabras mayores, tal vez mi sesgo afectivo otra vez esté colándose en este juicio.
Ah, antes de cerrar esta defensa un último asunto formal: Hay en estos cuentos un curioso y habil manejo del paréntesis, más allá del estricto sentido de signo de puntuación. Mientras leía imaginaba el texto, con comas reemplazando los muchos paréntesis, y no, no funcionaría. De alguna forma, Carlos Mario presenta importantes acotaciones que no frenan el flujo de lectura. A veces pareciera que los paréntesis fueran el subsuelo que soporta lo que hay en la superficie de cada historia.


La fiscalía

Jairo Morales, director del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, en la contratapa del libro dice: "... este inagural y sólido resultado narrativo también debe lo suyo al tratamiento lingüistico, que ha obedecido no al afán del experimento por el experimento, sino a la compulsión de acercar la literatura a la vida...". No voy a hablar de la reseña de mi maestro Jairo a quien quiero y respeto muchísimo (el hombre es muy "bravo" y no le gustaría que yo dijése que la reseña no invita a leer el libro, más bien aburre, y la verdad... no dice mucho, ¡Ups! lo dije), voy a hablar de aquello del "experimento por el experimento". En ninguno de los textos es fortuito, es claro que algunos responden a una necesidad que el autor detectó y por eso decidió aplicarlos en los textos elegidos. Sin embargo, algunos de ellos me parecen muy atrevidos (ni buenos ni malos) para el espacio reducido de un cuento y le restan legibilidad, claridad. Claro, eso genera un esfuerzo mayor del lector, un compromiso absoluto con el texto que seguramente muchos lectores asumirán, pero que también, en muchos otros producirá cansancio y los sacará de lectura.


El veredicto

Tal vez por eso los cuentos que más disfrute son los de la tercera parte: El padre y el hijo. Son llanos en su estructura, sin pretensiones experimentales, con historias aparentemente simples pero con un impacto drámatico que lo dejan a uno turuleto (¿será aquello del nocaut que decía Cortázar?). En mi caso, Golpe bajo y Bichos me dejaron al borde de la lágrima.
No se lo pierdan, vale la pena leerlo. Ah, y me ratifico en mi sospecha sobre lo que está pasando con la literatura colombiana: la cosa se está moviendo por el lado del cuento, el barrio pobre (como Santacho) de la literatura; por el vecindario de la novela, aunque vendan y tengan plata, no está pasando mayor cosa.

Comuniquese y cúmplase

En la foto: mi amigo Carlos Mario Aguirre

lunes, 3 de agosto de 2009

Poeta: Pedro Salinas



Tal vez sea mi poeta favorito. Al menos los poemas de amor que más me gustan son de él. ¡Y vaya si me han servido! Son varias mis historias donde algún verso de Salinas fue cómplice. Por ahora, los dejo con uno de los poemas que más quiero:



¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.


Tomado de: Pedro Salinas. Razón de amor. Poesías Completas (3). Alianza Editorial, 1996. pp. 27-28.