Los zapatos cubiertos de barro se deslizan sobre la trocha durante el ascenso. Ligia, la pequeña mujer que los calza tiene algo más de cincuenta años. En su rostro casi no hay arrugas y sus ojos azules resaltan sobre la brillante piel blanca, pero el largo cabello entrecano y su frecuente expresión dolorosa la muestran mucho mayor. Su vestido negro, que estrenó hace tres años, en la última Semana Santa que pasó en el pueblo y que le quedaba ajustado, hoy está empapado y cuelga de sus huesos.
Se sigue resbalando, los tenis azules de tela se hunden en el lodo y con ellos las piernas ocres hinchadas por las dolorosas várices.
Con las manos empuñadas y pegadas sobre el pecho sostiene una bolsa negra y varias monedas que sobraron de la compra que hizo en la verdulería que queda junto al paradero de los buses. Arriba, en el horizonte deformado por la lluvia, se ve, junto a otros similares, el pequeño rancho: las tablas grises, amontonadas y húmedas que apilaron cuando llegaron a la ciudad. A la entrada, debajo de una teja oxidada de zinc que sobresale del techo a manera de alero, junto a la puerta abierta de maderas podridas, está el viejo sentado en una butaca, con la espalda curva y la mirada extinta puesta en el vacío.
Ligia se acerca despacio y le acaricia la oreja derecha con la mano mojada. El viejo no responde.
Continuar leyendo en Revista Cronopio
No hay comentarios:
Publicar un comentario