martes, 24 de noviembre de 2009

Un recuerdo de Alejandro Rossi para sus lectores... bárbaros

En junio pasado murió en México Alejandro Rossi. Junto con Carlos Monsivais y Juan Villoro son los ensayistas mexicanos que más disfruto. Si les queda tiempito lean el perfil que publicó Juan Villoro en Letras Libres en junio de 1999.
Por ahora, les traigo uno de los ensayos publicados en el clásico Manual del distraido. Ah, cuando lo leo me trae tan gratos recuerdos de mis talleres de narrativa, donde se encuentra con tanta frecuencia aspirantes a escritores enrranchaos en ser pésimos lectores.


La lectura bárbara

Alejandro Rossi

Leer mal un texto es la cosa más fácil del mundo; la condición indispensable es no ser analfabeto. Una vez superada esa etapa, más cívica que intelectual, las posibilidades que se ofrecen para desmantelar, tergiversar e interpretar erróneamente una frase, una página, un ensayo o un libro son, no diré infinitas, pero sí numerosísimas. No pretendo ni agotarlas ni clasificarlas, tareas destinadas a eruditos pacíficos o a hombres seguramente geniales. Me conformo con enumerar algunas variedades exponiéndolas no por su rareza sino por su recurrencia. Nada de cisnes negros o tréboles extraños; más bien perros callejeros que trotan en grupo.
Abundan, por ejemplo, quienes reducen la lectura a la búsqueda nerviosa de la "conclusión", único sitio en el que se detienen, señalándola, por lo general, con algunas rayas victoriosas. La idea subyacente debe ser sin duda la de que todo el resto es un simulacro de argumentaciones y pruebas, una hojarasca inútil sin ninguna conexión con el final. Como su fuésemos las víctimas de un ritual tedioso que obliga a escribir páginas y más páginas antes de llegar a las cinco o seis frases esenciales. por consiguiente, sólo los ingenuos o los primerizos pierden el tiempo leyendo cuidadosamente todas y cada una de las palabras, sólo ellos postulan la quimera de que la conclusión se apoya en alguna otra parte. Almas blancas que deletrean con cuidado, tenerosas de saltarse un renglón. El texto -déjense de cuentos- no es una estructura verbal compleja e interdependiente; es una mera excusa para introducir el parágrafo clave. Imagino que esta visión degradada de la lectura es la propia de quien está forzado a consumir la prosa burocrática, los innumerables informes, los proyectos, las disculpas, las peticiones. En ese remolino de letras quiza no haya otra manera de sobrevivir. Unos más, otros menos, todos hemos remado en esa galera y todos aprendimos a utilizar el famoso lápiz rojo. El desastre sobreviene cuando esos hábitos no son conscientes y actúan sobre un escrito que no se propone pedir un aumento o solicitar un préstamo o esbozar la solución de aquel problema tan espeluznante y tan urgente. Cuando eso sucede, se practica una lectura primitiva e injusta, disfrazada de eficacia y malicia y cuyo resultado es una triste comedia de equivocaciones, sorpresas y altanerías. Lectores mediocres para quienes el universo es una oficina y una página es un oficio.
También extiste el vicio contrario: leer las primeras seis o siete líneas y creerse autorizado a adivinar lo que sigue. Aquí opera de nuevo una imagen complaciente de sí mismo: la de una persona tan avezada en el mundo de las ideas que las primeras dispocisiones tácticas son suficientes para prever todas las etapas sucesivas. Como un matemático que frente a unos axiomas supiera instantáneamente cuáles son los teoremas que pueden derivarse. Esa vanidad, en el fondo, se mezcla con una actitud pasiva y escéptica ante la labor cultural, una actitud que goza la posibilidad de que no haya nada nuevo bajo el sol. Segrega su egoísta y minúscula profecia amparado en la ilusión de que ya ha visto ése y cualquier otro espectáculo.
Muchas veces, sin mebargo, la mala lectura es la consecuencia de la popularidad que alcanzan ciertos géneros. Cada cultura tiene sus preferidos. Entre nosotros se reparten los favores -apenas exagero- el libro de texto y el testimonio. Los dos contribuyen a configurar lo que podríamos llamar la "retórico del texto valioso", la cual codifica las propiedades que debe reunir un trabajo para que sea considerado importante, significativo, comprensible.
El libro de texto, desde el manualito sombrío hasta el vademecum oleoso, se beneficia de la convicción generalizada de que hay que comprender y, sobre todo, aprender rápido. La pedagogía lo redime y lo presenta como un instrumento necesario e indispensable en la lucha por la educación; si agregamos la creencia de que la educación conduce a un estadio superior -sea éste el que fuere-, estaremos a un paso de elevar el libro de texto a los altares ideológicos. Una vez allí, no hay quien lo empañe. Como por definición se dirige a un público ignorante, es natural que sean simples, poco matizados y frecuentemente dogmáticos. Que en ocasiones sea difícil distinguirlos de un catecismo o de un recetario es algo que sólo asustará a los beatos de la cultura. Quien escribe un libro de texto se convierte en un misionero, un hombre que ha entendido que no es el caso -ahora- de cavilar sobre los misterios de la Trinidad. En cuanto al testimonio conviene, naturalmente, que sea político o, por lo menos, sociologizante, con una cierta profusión de palabras sagradas -dependencia, explotación, gorilas, tercer mundo, subdesarrollo, producto nacional bruto, etc.- y que además esté redactado en una forma tal que no quede la menor duda acerca de la indignación del autor. Es imprescindible que sea una denuncia, un alegato. su aparente urgencia puede pasar por una explicación, una tautología por un pensamiento sintético, una generalización vacua por una predicción, una correlación elemental se verá como un ejemplo de dialéctica viva y palpitante, la historia trasnformándose ante nuestros ojos. La relevancia, por otra parte, será mayor si se describe no una calamidad antigua o constante, sino un acontecimiento efímero, pasajero, volátil. Lo que se vio, lo que se escucho, lo que se vivió entr el 14 y el 25 de noviembre o durante la noche fatal del 13 de abril. Libros que, en la mayoría de los casos, magnifican sucesos mínimos, aportan datos triviales, nos quieren imponer conversaciones de sobremesa y ejercen el terrorismo de la espontaneidad. Género híbrido que participa del noticiero cinematográfico, la grabadora y el sermón.
El lector aturdido por esos testigos y educado en esos compendios, se acostumbra a asociar ciertos temas con unos procedimientos estilísticos definidos. Así, los problemas políticos deben tratarse con una prosa didáctica, aséptica e informativa; la virtud suprema es la leteralidad y el único adorno tolerado son las citas de los clásicos, esos beneméritos nunca fueron leídos. La repetición no es un defecto sino una vieja sabiduría del aula. Para evitar confusiones es aconsejable no escribir a secas norteamericano; es mucho más claro decir "los imperalistas norteamericanos". También ayuda cuando se nombra a la unión Soviética, añadir "la patria del socialismo" o "revisionista" al hablar de Trotsky o "lacayo" si el tema es un presidente bananero. El otro tono admitido para las cuestiones políticas es la página violenta, pero siempre que se sujete -esto es lo esencial- a los adjetivos y a las figuras retóricas establecidas. La sátira y la ironía, esas armas tradicionales, suelen estar excluidas del arsenal local porque las confunden con la ambigüedad y la indefinición. Para esos despistados habría que escribir como en un pentagrama, indicando con un garabato los momentos paródicos o los pasajes donde se intenta la burla; y quiza habría que utilizar dos garabatos para hacerles entrar en la cabeza que la "posición" del autor puede expresarse al través de la elección de un verbo, mediante recursos lingüisticos cuyo fin es ridiculizar o desnudar la tesis contraria. Habría que inventar más garabatos aún para recordarles que la estructura de un parágrafo y el tono de la voz son a veces equivalentes a una opinión. Incluso el humorismo es sospechoso y sólo se le reconoce en los dibujos de las tiras cómicas o en sus presentaciones más primarias: la descripción de un banquete donde los ricos llevan monóculo, lucen calvas crueles, cuellos carnosos, mientras las mujeres, no obstante la abundancia de sillas, se empeñan en sentarse sobre las rodillas esos tiburones.
El lenguaje no es la única víctima. La principal es el lector que ha sido adiestrado en el reconocimiento de unas cuantas fórmulas pobretonas y monótonas. Le han enseñado una retórica escuálida que lo separa a la vez de la estética y de la crítica. Un lector que cae en un mar de perplejidades si el ensayo o el libro se apartan un milímetro del sonsonete habitual; un lector, por consiguiente que se escandaliza con demasiada facilidad. Un lector a quien le han cerrado muchas puertas. La lectura bárbara a la que está encadenado es, en definitiva, la reducción del lenguaje a registros mínimos y clasificados. Pero un lenguaje amputado corresponde siempre a un pensamiento trunco.

Tomado de: Alejandro Rossi. Manual del distraído. De Bols!llo. Barcelona 2007. Páginas 125-129.

martes, 10 de noviembre de 2009

Lorrie Moore y los gringos después del S-11

Lorrie Moore es una de las cuentistas gringas contemporáneas que más me gusta. Pájaros de América y Autoayuda son dos maravillosas colecciones de cuentos llenos de tristeza, desazón y un extraño sentido del humor.
En febrero de este año pegué en este blog un maravilloso y mordaz cuento suyo. Hoy traigo la entrevista publicada en Babelia a propósito de su última novela Al pie de la escalera que edita en español Seix Barral y que, según cuentan, busca reflejar la transformación de la cultura gringa luego del 11 de septiembre.
Esperemos que Planeta se conduela y traiga pronto la novela a Colombia, ah, y a un precio razonable.


ESPEJO ROTO DE AMÉRICA

Winston Manrique Sabogal

Bajo una parrita, el sol todavía alcanza a filtrar varios haces de luz que bailan al ritmo de la brisa. Vestida de negro, Lorrie Moore está sentada en esa terraza de un bar-restaurante, con una tira de zanahoria entre los dedos como si fuera un largo cigarrillo que se lleva a los labios, al mejor estilo de las antiguas estrellas del cine. Mira a los ojos, y suelta el humo invisible para reconocer: "Sí, en esta novela he tratado de reflejar el mundo surgido en mi país después de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Es un pequeño golpe bajo a la vida estadounidense", y cierra su actuación hollywoodesca dando un mordisco a su colorido cigarrillo.

Trazos claros y fuertes, con los cuales Lorrie Moore describe Al pie de la escalera (Seix Barral). Un gran retrato-mosaico de los Estados Unidos de comienzos del siglo XXI donde desenmascara a su sociedad. Hace once años que se esperaba un libro de ella. Desde 1998, cuando publicó Pájaros de América, una colección de cuentos que la convirtió en una de las narradoras actuales más prestigiosas por su estilo directo, musical y sobrio lirismo esparcido de humor, ironía y sarcasmo como armas para confrontar de manera incisiva la sociedad, la cotidianidad familiar y laboral y los sentimientos.

Todo eso sigue inalterable en su nueva novela. Y magnificado, porque ha creado un jardín sobre un campo minado. Humor preñado de crítica y tragedia, y tragedia envuelta en humor.

Esto es en lo que se ha convertido Lorena Marie Moore, aquella niña asustadiza que aprendió a escuchar a los adultos contar sus historias personales y cotidianas. Testigo de las diversas verdades en que se fragmenta una sola verdad. De la diferencia entre los hechos reales, la versión o versiones que se daba de ellos y las interpretaciones que otros hacían de los mismos.

Y aquí está ahora, serena y expectante ante lo que opinen sus lectores de Al pie de la escalera. Lo confiesa en Tornado Club, uno de los bares y restaurantes más populares de Madison (Wisconsin), donde vive desde hace más de una década con su hijo adoptado de 15 años y dando clases de escritura creativa en la universidad. Ella misma eligió el sitio para esta entrevista organizada por su editorial española, Seix Barral, el pasado 12 de julio, mes y medio antes de la salida de su novela en Estados Unidos.

Lorrie Moore es de Glens Falls (Nueva York), alta, blanca, de cabello negro y sin apenas maquillaje, con un aire fresco que desmienten sus 52 años. Sin anillos en sus cuidadas manos, sólo adorna su cuerpo un pendiente con tres gotas de plata. Bajo la parrita donde ahora el sol aún muestra su poderío, pero luego se verán pasar las luces del crepúsculo, la escritora será tal cual como en sus libros: una mirada seria y reflexiva de la vida y del mundo, salpicada de ironía, bromas, risas, sarcasmos y preguntas.

Será alrededor de una pequeña mesa redonda adornada con un florero a lo Manet, pero comestible, llamado Rilish. Un vaso alto de cristal que, en lugar de claveles y climátides, conserva en hielo un manojo de tiras de zanahoria, una cebolleta, un par de ramitas de apio, medio pepino partido por la mitad y un pincho de aceitunas verdes y negras, cohombro y tomate cherry. ¡Ah! Y una copa de vino tinto.

En su crujiente compañía, Moore recuerda que ganó a los 19 años un concurso de cuentos en la revista Seventeen. Y cómo ahora, 33 años después, ha publicado tres libros de relatos, acaba de editar su tercera novela y es miembro de la Academia de las Artes y las Letras de América desde 2006. No sabe muy bien qué ha cambiado en la literatura, ni en la suya en particular, en todo este tiempo. Lo único claro es que ahora tiene un hijo adolescente, se ha divorciado y se han mudado del Este al Oeste, a la mitad de Estados Unidos. "Aquí hay un muy buen resumen de la sociedad estadounidense. Al principio no era consciente de eso, de todo lo que había aquí, y ahora estoy tratando de reflejarlo. Éste es un micromundo del país con todos sus microambientes políticos, culturales, sociales y de sueños". Calla un instante y su voz pausada encuentra un punto de cambio como narradora: "Antes, cuando era más joven, escribí mis dos novelas, Anagramas y El hospital de ranas, sobre mujeres mayores, y ahora que ya soy mayor escribo sobre una mujer joven", y se interrumpe con una risa clara y dosificada. "Eso quería hacer en esta novela. Quería contar estas cosas como un resumen de Estados Unidos".

¿Acaso la tan mentada y esperada gran novela de la sociedad estadounidense del siglo XXI?

Silencio...

Al pie de la escalera tiene más dosis de su humor envenenado, a veces usado por sus personajes como escape al dolor, mientras se explaya en las descripciones del ambiente y las psicológicas de personas puestas en un cruce de caminos frente a temas como los prejuicios en torno al racismo, la inmigración, la adopción, las nuevas familias, la religión, los miedos modernos, la guerra, la desolación de ciertas pasiones y la culpa y la expiación. Un paisaje devastador que descubre Tassie Keltjin, una joven universitaria, en su travesía hacia la vida de verdad, teniendo como fondo la larga y oscura estela del 11-S y la guerra de Irak.

A Moore no le queda la menor duda de que no somos impermeables al tiempo. A su arte para moldear las vidas solapadamente, y a pesar de quien sea. "Las cosas cambian, las ideas cambian, las familias cambian. Las cosas que importan en el mundo. Y ahora resulta que ese paradigma que teníamos en Estados Unidos de la sociedad inmigrante se ha roto. Eso me ha llevado a abordar este tema que es fundamental. Antes, mis dos primeros libros hablaban de la familia. Cada libro es diferente".

Su aproximación y percepción de la gente y la manera como refleja sus relaciones personales y sentimentales en sus libros ha variado. Y para demostrarlo toma prestada una frase de unos amigos que le han dicho: "Lorrie, tú escribes todo el tiempo sobre los sentimientos mutuos entre hombres y mujeres; pero ahora te preocupas de cómo las mujeres fracasan unas con otras", y termina subiendo las cejas.

Cuando la luz empieza a tornarse bronceada, y a regalar los últimos haces de sol danzarines, Lorrie Moore, con el cigarrillo-zanahoria entre los dedos, reconoce el alcance que quiere darle a su novela; la de una obra que represente y retrate el mosaico de la sociedad estadounidense del nuevo siglo XXI, engendrada súbitamente tras los atentados terroristas de Al Qaeda en 2001 en Nueva York y Washington. Le gustaría que Al pie de la escalera fuera una especie de espejo en el cual se pudieran mirar sus compatriotas. Porque de ese suceso procede la nueva sociedad que ella describe. De ahí que defina la novela como "un pequeño golpe bajo a la vida estadounidense", tras lo cual suelta el humo invisible de su cigarrillo-zanahoria.

Una prueba de que su propuesta no es sólo artística y literaria. También da un salto contundente en lo temático y una declaración de principios sobre temas cruciales, que van desde las relaciones actuales de pareja y los asuntos religiosos hasta la situación del racismo y las culpas para afrontar los caminos del mundo contemporáneo. Y fiel a su estilo políticamente incorrecto al mostrar el abismo que hay entre lo que se piensa y lo que se dice y cómo se actúa. "La novela es un micromundo que refleja a la sociedad norteamericana actual. Aquí, en Madison y en el Medio Oeste, confluyen los dos mundos, se mezclan lo urbano y lo rural, y conviven lo moderno y lo tradicional".

Presta una atención especial al racismo. La novela cuenta la vida de Tassie que es contratada como canguro de una niña afroamericana. "El racismo existe, no se puede ocultar. Los privilegios de los blancos continúan, aunque van disminuyendo lentamente. He escrito la novela antes del triunfo de Barack Obama e incluso hice campaña por él", y hace una mueca al bromear diciendo que pensaba que si él ganaba no iba a ser bueno para su libro.

La guinda que faltaba para comprobar que su novela es como el Rilish, al que no deja de echarle mano entre sorbo y sorbo de vino. Una mezcla armoniosa y natural de formas, colores, sabores, efectos y sonidos. De contrastes y contradicciones. Junto al racismo, la novela afronta la religión, el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Una cuestión interesante para ella que fue criada por un padre que no fue educado religiosamente, aunque ella no ve nada malo en la religión. "Estados Unidos es un país muy curioso, ¡muy curioso! Es una contradicción porque fue fundado por ateos que se hicieron cristianos y la fundaron en nombre de la libertad religiosa. Pero se ha ido convirtiendo en un país de múltiples religiones".

Es una mixtura que no siempre se refleja en las instituciones, afirma la escritora y académica. Y cita el ejemplo de la Corte Suprema de Justicia donde la tercera parte de sus miembros son católicos mientras la sociedad a la que representan sólo cuenta con la quinta parte de estos fieles. "Ahora la gente está pensando en la diferencia de estos porcentajes. ¿Qué significa eso para la sociedad estadounidense? Todavía no hay una respuesta".

Como tampoco la encuentra en el porqué de la intolerancia de algunos creyentes de las tres religiones monoteístas, y de que cada vez la gente se hace más religiosa, especialmente en Estados Unidos. "La creencia es una cuestión cultural. La religión en sí misma no es intolerante, el problema es la gente. Pero la tendencia en mi país hacia cualquier tipo de religión es sorprendente". ¿Por qué? "Porque la gente busca en ella una solución, una respuesta. Son cosas de la mente. No lo sé muy bien, no soy filósofa, pero, cuando en mi libro los niños mueren, la gente busca la religión como un consuelo al dolor, a la pérdida, como una manera de paliar la tristeza...".

...Y Lorrie Moore estira la mano hasta el centro de la mesa donde está el Rilish para coger otra tira de zanahoria y volver a jugar, entre risas, a la fumadora glamourosa de los años treinta. Ya no hay sol. Sólo una luz cobriza que lo baña todo bajo el susurro de la parra movida por la brisa como preámbulo a sus ideas sobre los miedos contemporáneos que palpitan en Al pie de la escalera.

Insiste en el temor ante la desconfianza o descalificación que ahora se da a alguna persona según su credo. Miedos individuales y miedos colectivos que parecen acorralar a la gente en su novela. "Cada generación tiene su colección de nuevos miedos", reconoce resignada. "Es también una forma de confrontar el mundo. De cómo tú miras ese mundo y cómo tú sacas lo que tienes para salir adelante en la vida. Cada uno de nosotros asumimos unos temores, es interesante, y son diferentes sus grados en cada persona".

Aunque en el camino se han perdido cosas que no comparte, como cambiar privacidad por seguridad. "Cuando John Kerry dijo que se debía tratar como una cosa más, yo estaba de acuerdo, pero cuando lo pusieron más grande y lo exageraron lo convirtieron en un problema. El terrorismo es una manera de manipular a la gente".

Y sus palabras recorren durante unos minutos la naturaleza del miedo a bifurcarse.

Recuerda que los más recientes tienen que ver con el cambio climático, la calidad del aire o el agua que se dejará para los hijos o nietos. "Otros miedos que laten son el racismo, las clases sociales, y eso se ve claramente en Estados Unidos". Pero es curioso que el temor medioambiental acose a los estadounidenses y su Gobierno no se lo tome muy en serio, ante lo cual atina a comentar un poco burlona: "Es terrible. Obama debió llegar 20 años atrás, esperemos que no sea tarde".

Cuando la oscuridad empieza a puntearse en la atmósfera, Moore pasa de los miedos contemporáneos a desvelar parte del secreto de la sonoridad de su escritura y otros recursos de estilo. En sus narraciones parece jugar con el sonido de las palabras en busca de un efecto evocador y de creación de frases llenas de imágenes o metáforas. O sarcasmos e ironías. Un aprendizaje que le viene de prestar mucha atención a la manera en que habla la gente, a su capacidad de observación. "Pero sólo escuchar a los demás, porque no me gusta nada mi voz, soy terrible hablando. Otra cuestión es cuando empiezo a escribir porque entonces todas las cosas aparecen naturalmente", y abre sus brazos como si acabara de terminar un truco de magia.

Tiene mucho que ver aquí el teatro. Además de haber escuchado de pequeña las conversaciones de los adultos y sus formas de contar sus cosas. "Me gusta sentarme y escuchar los diálogos entre los personajes. La tradición oral es más cuestión de concentración. Insisto mucho a mis alumnos en esto, porque cuando tú te concentras luego en el papel se revela todo, y lo demás viene naturalmente".

Y para que todo encaje, Lorrie Moore tiene que inventarse un mundo perfecto para su obra, acorde a lo que va a contar. Sin olvidar, recuerda, que también tiene que traer a él cosas del mundo real, que es lo que al final contribuye a hacerlo creíble y verosímil. Reconocible para el lector. En su caso, con temas cotidianos poblados de personajes cuyos mundos interiores ella muestra como seres a veces inconformes o amordazados o devastados por frustraciones, desencuentros o sueños.

Sus manos, que a veces acompañan a sus palabras, aquí ganan protagonismo. Confiesa que no piensa en el humor cuando escribe. "Las cosas tienen humor en sí mismas. Es cuestión de saber verlo. En esta novela creo que no hay mucho, pero mi editor me dijo que era muy graciosa", y sonríe perpleja porque no termina de entenderlo.

Cuando intenta explicar la procedencia de su ironía y de aquello que parece políticamente incorrecto, manda atrás su brazo izquierdo, que se topa con una ramita de parra descolgada como una serpiente que le hace girar rápidamente la cabeza. Se percata de lo que es, sonríe y sube las cejas mientras dice que "es importante la interacción que tienen las personas, mostrar el mundo interior y exterior del individuo. Arrostrar dichos mundos. En el cine es difícil hacer esto, pero en la literatura se puede hacer con tres o cuatro frases".

El resultado es una obra a la cual le atribuyen resonancias kafkianas y una protagonista veinteañera a quien ya le han encontrado un parentesco con el adolescente Holden Caulfield, de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.

La noche ya está ahí a la luz de la vela. Y la escritora habla de su labor como profesora y de la manera en que su vida ha ido cambiando a medida que su hijo crecía. Para escribir prefiere las mañanas con la complicidad de una taza de café, que al evocarla hace aparecer su aroma en la mesa; luego cuenta que por las noches también escribe para aprovechar su magia.

Así, entre la crianza, la mudanza, las clases y la adaptación a la nueva vida en Madison, a finales de los noventa, empezó a concebir Al pie de la escalera con algún rasgo autobiográfico. La escritura llegó después del 11-S. Luego tardó un año en arreglar lo escrito porque lo que pretendía era que la novela reflejara el mundo surgido de allí. Mientras tanto la gente se preguntaba dónde estaba la autora de Pájaros de América. Y ahora que ha vuelto, después de once años sin publicar, lo dice: "Me he repartido entre varios quehaceres. En un año pensé que ya tenía toda la novela en la cabeza, pero resultó que eran únicamente 50 páginas. Y, encima, la historia era muy triste, así que tuve que rehacerla. Además he publicado cuentos en revistas como The New Yorker y en The Guardian".

Una hora después, dentro del restaurante, al final de la cena, Lorrie Moore lee el comienzo de su novela en inglés como en un recital secreto... Luego pregunta cómo suena en su traducción al español. Se recuesta en la silla, y escucha atenta: "El frío llegó aquel otoño y a los pájaros cantores los cogió desprevenidos. Cuando la nieve y el viento empezaron a ser intensos, demasiados habían sido engañados para quedarse, y en vez de partir hacia el sur, en vez de haber volado ya hacia el sur, estaban acurrucados en los jardines de las casas, con las alas ahuecadas para conseguir un poco de calor...". Sonríe... Le gusta lo que ha escuchado en un idioma ajeno al suyo. El sonido de ese comienzo cuya imagen presagia la historia por venir.


sábado, 7 de noviembre de 2009

Poeta: Frank Baez

En el número 100 de El Malpensante salen varios poemas de este dominicano ganador del Premio Nacional de Poesía de su país 2009. Sus poesías me gustaron, y mucho. Lo busqué en Internet y encontré la revista de poesía Ping Pong, de la que es editor, una buena entrevista que le hizo la revista El puro cuento y su blog.
No me aguanté las ganas de robarme uno de sus poemas para transcribirlo en El cuaderno. Aquí va:


Los Beach Poets

Frank Baez

Ahora aprovecho para contarles la leyenda
de los Beach Poets.
Un puñado de genios que viven en las playas
haciendo poesía con las olas:
escribiendo odas, sonetos y elegías en las páginas del mar.
Los beach poets no necesitan ir a la universidad,
ni trabajar, ni pertenecer
a la federación nacional de Surfistas.
Les basta con tener oído para el océano.

Los beach poets reman y se suben
en las tablas con disciplina espartana,
dispuestos a domar la manada de salvajes y estruendosas olas.
Cuando meteorología anuncia un huracán
son los primeros que llegan a las playas.
Los bomberos y la defensa civil con megáfonos
les ruegan que salgan.

A los treinta, al igual que los poetas románticos, se retiran.
Algunos mueren ahogados.
Otros son atacados por tiburones y pierden
sus piernas o sus brazos.
Otros se hacen abogados.
Pero créase o no sus obras perduran.
Y noche y día, si uno se acerca lo suficiente al mar
puede escuchar como este ola tras ola las recita.