miércoles, 28 de enero de 2009

Vargas Llosa en El Congo

A Mario Vargas Llosa lo quiero mucho como novelista, poco como periodista y nada como político. El 11 de enero pasado, el País de España publicó el reportaje que el autor preparó a propósito de su viaje por África. Cualquier coincidencia con nuestra realidad... ¿es o no coincidencia? Recordemos que Colombia compite con Sudán y El Congo por los primeros vergonzosos puestos en desplazamiento forzado. Hace un par de años publiqué una crónica en El Malpensante, un claro ejemplo que la realidad que describe Vargas Llosa no nos es tan ajena.

Fotografía de Juan Carlos Tomasi

Viaje al corazón de las tinieblas
Mario Vargas Llosa

I - EL MÉDICO. "El problema número uno del Congo son las violaciones", dice el doctor Tharcisse. "Matan a más mujeres que el cólera, la fiebre amarilla y la malaria. Cada bando, facción, grupo rebelde, incluido el Ejército, donde encuentra una mujer procedente del enemigo, la viola. Mejor dicho, la violan. Dos, cinco, diez, los que sean. Aquí, el sexo no tiene nada que ver con el placer, sólo con el odio. Es una manera de humillar y desmoralizar al adversario. Aunque hay a veces violaciones de niños, el 99% de las víctimas de abuso sexual son mujeres. A los niños prefieren raptarlos para enseñarles a matar. Hay muchos miles de niños soldado por todo el Congo".

Estamos en el hospital de Minova, una aldea en la orilla occidental del lago Kivu, un rincón de gran belleza natural -había nenúfares de flores malvas en la playita en la que desembarcamos- y de indescriptibles horrores humanos. Según el doctor Tharcisse, director del centro, el terror que las violaciones han inoculado en las mujeres explica los desplazamientos frenéticos de poblaciones en todo el Congo oriental. "Apenas oyen un tiro o ven hombres armados salen despavoridas, con sus niños a cuestas, abandonando casas, animales, sembríos". El doctor es experto en el tema, Minova está cercada por campos que albergan decenas de miles de refugiados. "Las violaciones son todavía peor de lo que la palabra sugiere", dice bajando la voz. "A este consultorio llegan a diario mujeres, niñas, violadas con bastones, ramas, cuchillos, bayonetas. El terror colectivo es perfectamente explicable".

Ejemplos recientes. El más notable, una mujer de 87 años, violada por 10 hombres. Ha sobrevivido. Otra, de 69, estuprada por tres militares, tenía en la vagina un pedazo de sable. Lleva dos meses a su cuidado y sus heridas aún no cicatrizan. Casi se le va la voz cuando me cuenta de una chiquilla de 15 años a la que cinco "interahamwe" (milicia hutu que perpetró el genocidio de tutsis en Ruanda, en 1994, y luego huyó al Congo, donde ahora apoya al Ejército del Gobierno del presidente Kabila) raptaron y tuvieron en el bosque cinco meses, de mujer y esclava. Cuando la vieron embarazada la echaron. Ella volvió donde su familia, que la echó también porque no quería que naciera en la casa un "enemigo". Desde entonces vive en un refugio de mujeres y ha rechazado la propuesta de un pariente de matar a su futuro hijo para que así la familia pueda recibirla. La letanía de historias del doctor Tharcisse me produce un vértigo cuando me refiere el caso de una madre y sus dos hijas violadas hace pocos días en la misma aldea por un puñado de milicianos. La niña mayor, de 10 años, murió. La menor, de 5, ha sobrevivido, pero tiene las caderas aplastadas por el peso de sus violadores. El doctor Tharcisse rompe en llanto.

Es un hombre todavía joven, de familia humilde, que se costeó sus estudios de medicina trabajando como ayudante de un pesquero y en una oficina comercial en Kitangani. Lleva dos años sin ver a su familia, que está a miles de kilómetros, en Kinshasa. El hospital, de 50 camas y 8 enfermeras, moderno y bien equipado, recibe medicinas de Médicos Sin Fronteras, la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias, pero es insuficiente para la abrumadora demanda que tiene al doctor Tharcisse y a sus ayudantes trabajando 12 y hasta 14 horas diarias, 7 días por semana. Fue construido por Cáritas. La Iglesia católica y el Gobierno llegaron a un acuerdo para que formara parte de la Sanidad Pública. No se aceptan polígamos, ni homosexuales, ni se practican abortos. El salario del doctor Tharcisse es de 400 dólares al mes, lo que gana un médico adscrito a la Sanidad Pública. Pero como el Gobierno carece de medios para pagar a sus médicos, la medicina pública se ha discretamente privatizado en el Congo, y los hospitales, consultorios y centros de salud públicos en verdad no lo son, y sus doctores, enfermeros y administradores cobran a los pacientes. De este modo violan la ley, pero si no lo hicieran, se morirían de hambre. Lo mismo ocurre con los profesores, los funcionarios, los policías, los soldados, y, en general, con todos aquellos que dependen del Presupuesto Nacional, una entelequia que existe en la teoría, no en el mundo real.

Cuando el doctor Tharcisse se repone me explica que, después de las violaciones, la malaria es la causa principal de la mortandad. Muchos desplazados vienen de la altura, donde no hay mosquitos. Cuando bajan a estas tierras, sus organismos, que no han generado anticuerpos, son víctimas de las picaduras, y las fiebres palúdicas los diezman. También el cólera, la fiebre amarilla, las infecciones. "Son organismos débiles, desnutridos, sin defensas". Vivir día y noche en el corazón del horror no ha resecado el corazón de este congoleño. Es sensible, generoso y sufre con el piélago de desesperación que lo rodea. Desde la pequeña explanada de las afueras del hospital divisamos el horizonte de chozas donde se apiñan decenas de miles de refugiados condenados a una muerte lenta. "La medicina que todo el Congo necesita tomar es la tolerancia", murmura. Me estira la mano. No puede perder más tiempo. La lucha contra la barbarie no le da tregua.

El resto del reportaje lo pueden leer en El país de España.

sábado, 24 de enero de 2009

Más sobre el cuento


Aprovechando la celebración del bicentenario de Edgar Allan Poe, la revista Babelia de El País de España ha pubicado en su última edición un muy buen especial sobre el cuento con artículos de Cristina Fernández Cubas, Alberto Manguel y Fernando Savater, entre otros. También le preguntó a varios de sus colaboradores sobre sus cuentos prefereridos de todos los tiempos.
A continuación van los enlaces que recomienda Babelia sobre el cuento:

El síndrome Chéjov
La nave de los locos
El hueco del viernes
Coffee & Garamond

Bitácora de Sergi Bellver
Vivir del cuento
Literatura en breve
Relataduras

El tacto de un billete falso

El ladrón de Shady Hill (John Cheever blog)


Una ñapa interesante es el texto de Justo Navarro sobre el género negro, que tanto le gusta a algunos de los lectores de este blog y a su autor.
Transcribo en esta entrada, para antojarlos, el texto de Cristina Fernández Cubas (quien estará la próxima semana en el Hay Festival de Cartagena). A propósito si alguno de ustedes sabe dónde consigo su libro Todos los cuentos en Bogotá, por favor avíseme.


Cuentos infinitos
Cristina Fernández Cubas

Hace unos días, desayunando en el café de costumbre, me hice con el único periódico libre que quedaba en la barra. Eran ya casi las once y me sorprendió encontrarlo en buen estado. Empecé por el final, una entrevista. O, mejor, por una de las respuestas que un lector anónimo se había molestado en destacar envolviéndola en un trazo verde que recordaba a una nube. Hay gente que tiene la manía de garabatear en periódicos ajenos, y otra, entre la que me cuento, que no puede resistirse a mirar sus dibujos, subrayados o signos. El entrevistado era John Michael Bishop, rector de la Universidad de California, premio Nobel y autor de notables descubrimientos en el campo de la investigación médica. Me llamó la atención que, hablando de sus hallazgos, insistiera en la importancia de "seguir la nariz", algo que, en principio, no me pareció demasiado científico. Continué leyendo. "La nariz", en efecto, era una forma de nombrar la intuición, pero -como aclaraba enseguida- una intuición "que se alimenta de conocimientos racionales: de tantas cosas que no sabes que sabes. Y de repente... ¡conexión! ¡Los conectas! Te puede pasar en la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sueños...". El lector anónimo había subrayado en sueños. Miré alrededor. Dos oficinistas, el peluquero del barrio y un grupo de estudiantes extranjeros. Cualquiera de ellos, además de un bolígrafo verde, podía haber tenido un sueño revelador aquella noche. Y volví a la nube. A la respuesta de J. M. Bishop, la frase que, entonces me di cuenta, iba mucho más allá del campo de la investigación científica. Pensé en el cuento. Y pensé también que aquella frase me había gustado, mucho antes de saber que me había gustado.

En el territorio del cuento suelen concurrir un montón de factores a menudo absurdos; por lo menos, contradictorios. El cuento no goza de la misma aceptación en todos los países, cosa sabida, ni tampoco del mismo respeto. A veces, incluso, en casos extremos, cuentistas y lectores -el lector juega un papel importante en lo que estamos hablando- tienen la sensación de pertenecer a una secta, una singular hermandad de iniciados protegida por infatigables estudiosos que desenvainan la espada a la menor ocasión en defensa del género. Aunque ¿quién lo ataca? Nadie, que yo sepa. Por lo menos abiertamente. Se trata, a lo sumo, de un silencio, de un "pasar por alto", de situar el género-cuento en un lugar más que discreto de unas hipotéticas estanterías. Y sin embargo ¡cuántas veces se rompe este silencio! A los novelistas se les pregunta por sus novelas. A los cuentistas por el cuento. Algo misterioso debe de tener el género para que haya dado lugar a tantas y tantas páginas sobre sí mismo. Y en los intentos de aproximación, en las numerosas "poéticas" -que, otra curiosidad, además de a los poetas, únicamente se nos pide a los cuentistas- encontramos una serie de premisas en la que casi todos los autores estamos de acuerdo. Hablamos así de esfericidad, del valor de la mirada, de la importancia de "lo que no se dice", de concisión, de intensidad, de economía, de equilibrio, o de que, posiblemente y a la postre, un buen relato es el que va más allá de la palabra "Fin" y persigue al lector hasta mucho después de haberlo concluido. Pero ahí empieza y acaba la concordia. Porque hay más. Y en esas tentativas de aproximación -palabra que prefiero a "definición", por lo que esta última pueda tener de carcelaria- siempre asoma algo que, de repente, nos aleja. No sabemos lo que es. ¿Y para qué saberlo? Tal vez en eso estribe la esencia secreta de un buen cuento. Un soplo, una presencia ausente que felizmente se resiste a ser encasillada. Algo muy semejante a una chispa, un fogonazo, la "conexión" de la que hablaba Bishop, y que puede ocurrir en cualquier momento. "En la ducha, en la carretera, o en el laboratorio, o en sueños...".

Es posible que tampoco en este punto estemos todos completamente de acuerdo. Existen casi tantos cuentistas como maneras de afrontar un cuento, e, incluso, si un autor nos abre su trastienda, nos percataremos enseguida de que cada relato ha obedecido a un impulso diferente. Sería absurdo pretender encorsetarlos. Hay cuentos que se escriben de un tirón, con una facilidad pasmosa, como si estuvieran dormitando en un lugar recóndito del cerebro y el autor, en funciones de amanuense de sí mismo, no tuviera más misión que arrancarlos de su letargo y transcribirlos. Otros, en cambio, actúan como auténticos secuestradores. Surgen de pronto, se instalan en nuestra cabeza, en el papel, en nuestra vida, malogrando el menor intento de deserción, conminándonos a entregarnos en cuerpo y alma, y dejándonos prácticamente sin aliento. Sólo al final, al término del cautiverio, volvemos a ser lo que fuimos y respiramos liberados. Cortázar, que conocía de sobra estos arrebatos, los llamó "cuentos contra el reloj", apreciación únicamente aplicable al género, porque parece más que improbable que, en ese especial estado de posesión, se pueda empezar y acabar una novela sin que el autor perezca en el intento. Pero no siempre la creación resulta tan rápida o compulsiva. Muy a menudo -y apelo ahora sobre todo a mi experiencia- el proceso de escritura se asemeja a un largo pasillo en el que nos adentramos con cierta tranquilidad y paso firme. Tenemos un objetivo en la mente y un itinerario en la mano. Creemos -de ahí nuestra aparente decisión- saber adónde vamos. Pero no está tan claro que así sea. Porque aunque, como dijo Borges, resulta "un gran alivio conocer el final", eso no implica que, forzosamente, lleguemos a donde nos habíamos propuesto. En el largo pasillo, a derecha e izquierda, en el techo o bajo nuestras pisadas, se abren puertas, se adivinan ventanas, se dibujan altillos, o se presienten sótanos o pozos profundos. Y el autor, muy dueño de seguir implacable el trayecto previsto, puede, al contrario, ceder a la tentación de curiosear, traspasar puertas, asomarse a ventanas, o preguntarse qué es lo que se oculta bajo sus pies o se esconde en el interior de los altillos. Corre el riesgo de perder el rumbo, cierto. O de perderse, en todos los sentidos. Aunque también es posible que, después de sus pequeñas incursiones, vuelva al plan originario y termine arribando a puerto enriquecido. O quizás el puerto -el "alivio" de Borges- no sea, como creíamos, el destino final, sino tan sólo una escala que deje entrever otro puerto. O una sucesión de puertos. Cuando esto ocurre -así, de pronto, sin previo aviso- el autor se siente como un mago que acaba de sacar un animal vivo de la chistera. Una paloma o un conejo que no recordaba haber escondido en el forro de la levita o en sus enormes bolsillos de doble fondo. Y se asombra, claro está. No podría ser de otra manera.

Pero no estoy hablando de magia ni de milagros, sino de algo tan simple como la chispa, el fogonazo; la súbita conexión con esas "cosas que no sabemos que sabemos". Y, sin embargo, allí están. Como en los bolsillos del prestidigitador olvidadizo, o como en la vieja e inhóspita posada española, minuciosamente descrita por Richard Ford, entre otros viajeros de talento, y rescatada por Jünger en las últimas líneas de su Visita a Godenholm. Nuestra posada es un cruce de caminos, un intercambio de historias y vivencias. Pero también un lugar de desabastecidas alacenas en el que los huéspedes, en definitiva, no encuentran "más que lo que traen consigo en su equipaje". Palabras que en su día me impresionaron, y que, si alguien husmeara en mis estanterías, descubriría todavía hoy subrayadas en rojo. En un tímido, respetuoso y cada vez más desvaído trazo de lápiz rojo.


jueves, 22 de enero de 2009

El cuento y los editores

Imagen: Jonhatan Keegan (http://jonkeegan.com/images/alter_ego_editor.jpg )

En octubre del año pasado se realizó en Medellín el evento "Contar el cuento". Lecturas y conversaciones. Las principales conferencias del encuentro fueron publicadas en el número 12 de la revista Odradek, el cuento (reseñada en este blog), que, a propósito, al fin ya tiene una buena página Web donde se pueden consultar en texto completo todos los cuentos publicados desde su nacimiento hace seis años.
Una de las charlas más interesantes fue la de Conrado Zuluaga. Antes, en el Taller de novela de Nahum ya lo había escuchado hablando de algunos de los temas que plantea en el artículo que transcribo. Decidí postearlo porque considero que da pistas interesantes del por qué casi no se publican cuentos y la confusa relación de este género literario con los lectores, los editores y las editoriales.
Como sé que algunos de los lectores del Cuaderno son editores ¿qué opinan al respecto?


Antes que la escritura
Conrado Zuluaga


Antes que la escritura fue el cuento. El asunto podría quedar zanjado con esa afirmación, pero es de suponer que más de uno desea un comentario más amplio y menos fundamentalista. De modo que la frase que podría dar por concluida cualquier discusión, en esta ocasión sólo sirve para sentar una premisa: el hombre es un ser narrativo por excelencia, narra en todo momento y pretende hacer partícipe de sus experiencias e ilusiones, o de su imaginación y sus pesadillas, a quienes lo rodean. Y, en ese sentido, entonces, también podría afirmarse que los escritores son apenas una variable del contador de cuentos. El ejemplo de Nabokov para ilustrar la diferencia entre ficción y realidad, al recordar al pastorcito mentiroso que regresaba al campamento gritando “¡El lobo, el lobo!”, sin que lo persiguiera ningún lobo, sirve también en esta ocasión. Para el autor de Lolita, ese pequeño mentiroso, que acabará siendo castigado por la maniática deformación pedagógica, fue el mago.
No es ésta la ocasión, ni tampoco el propósito, para adelantar aquí una disección pormenorizada de las características estructurales del cuento, pues aquí no se trata del gusto de los lectores, sino de lo que buscan los editores, arrastrados por una corriente resultado de las circunstancias actuales y del imperio mediático. Los gustos de los lectores pueden oscilar entre el relato de largo aliento, pormenorizado, con pretensiones universales, propias de un deicida,—como diría Vargas Llosa— y el relato corto, incisivo, concreto, preciso como un escalpelo, en donde predomina la economía de recursos y lenguaje. Pero esos gustos no inquietan a los editores. O mejor aún, sólo interesan si pueden traducirse en ventas de miles, ojalá de cientos de miles de ejemplares.
Esta es una de las principales razones por las cuales los editores privilegian la novela sobre el cuento hasta el extremo de rechazar, incluso sin mirar —es decir, como política editorial— el volumen de cuentos del mismo escritor de quien publican una novela sin ningún reparo. Esta conducta obedece a que cifran sus esperanzas en que la novela puede vender cuatrocientos mil ejemplares en unos cuantos meses, más de un millón antes de los tres años y, por qué no, convertirse en guión de una película cinematográfica De ese modo, un sello editorial y su autor pueden alcanzar la cresta de la ola y luego sostenerse allí un buen tiempo gracias a la magra labor de los medios de comunicación.
Aunque parezca alarmista, la descripción no está lejos de la realidad. Si se observa con cierto detenimiento, resulta fácil constatar que el último de los clásicos fue un escritor de otros tiempos anterior al imperio de los medios y a la derrota del estilo. Si se mira con atención, no es difícil darse cuenta de que la foto del escritor que no aparecía en los libros en los primeros años del siglo pasado, empezó a ocupar un lugar en la solapa a mediados del siglo XX y, antes de concluir la centuria, invadió toda la contratapa. Poco falta para que, a imitación de una cualquiera de las revistas semanales, el perfil del autor ocupe la totalidad de la tapa de su última novedad. Y también resulta fácil cerciorarse de que cada vez que las editoriales tienen la fortuna de contar con un nuevo libro de uno cualquiera de sus autores preferidos, el mayor esfuerzo de la publicidad, el más fuerte reclamo de atención a los medios, recae sobre el autor, convertido en personaje, y no sobre el nuevo título.
Pero volviendo a la cuestión editorial, es decir, al porqué se rechaza la eventual edición del libro de cuentos, en la mayoría de las ocasiones la respuesta es que el cuento no vende. Extraña paradoja, que el hombre acostumbrado desde antes de la cuna a oír cuentos, a leerlos debajo de las cobijas mientras los demás duermen, a tener por compañía los relatos anónimos de Las mil y una noches o el volumen de los hermanos Grimm, a contarle a los amigos o compañeros de colegio durante la pausa del mediodía su último descubrimiento, ahora haya resuelto —al llegar a la adolescencia o a la madurez, según los editores— no leer cuentos. Como si leer a los grandes cuentistas o, mejor aún, a los inigualables volúmenes de Poe, Melville, Hawthorne, Chejov, James, Rulfo, García Márquez, Cortázar, Borges, Buzzati, Quiroga, Schnitzler, Voltaire o Kipling, fuera sólo un asunto de niños. Como si al hablar de cuentos se hablara de una obra menor, de un entretenimiento pasajero por parte de los escritores. Lo que ocurre, se señaló desde un principio es que, y esto los editores lo saben muy bien, son muy escasos los libros de cuentos —por no caer en la exageración de decir que ninguno— que alcanzan ventas de cientos de miles. En ningún caso de millones de ejemplares vendidos, como sí puede decirse en cambio de novelas de la más variada índole y condición.
Pero no es ésa la única amenaza que se cierne hoy en día sobre la literatura en general y sobre el cuento en particular. El signo más amenazante de todos podría ser el de la aparición de un público desorientado que no lee y tan sólo busca estar informado. Es el clic de la actualidad. Esta peculiar actitud lesiona la conducta reflexiva —lo dice la red y eso es suficiente— y conduce al avasallamiento de los espíritus, a la nivelación por lo bajo.
Otro hecho singular en lo concerniente a “gustos y/o preferencias” de los consumidores en este país, consiste en que se cambió la novela social por la novela criminal. Los rating de televisión que exhiben orgullosas las programadoras y la lista de los libros más vendidos que envanece a otros, así lo demuestran.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente, una corriente soterrada pretende hacer del libro el campo de exhibición del diseño editorial, olvidando así el fin forzoso que persigue: exhibir la escritura, las ideas del autor, el relato, no al diseñador.
Hace varios años, uno de esos agudos caricaturistas españoles mostraba un cochecito de bebé empujado por una matrona monumental que en un gesto —es de suponer— de buena voluntad le extendía al pequeño un grueso volumen con la novela de Cervantes. Nadie ha empezado por Guerra y paz o El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aunque esa sea una secreta aspiración de algunos editores. Todos, en mayor o menor medida, lo hemos hecho por esos relatos breves y deslumbrantes, sobrecogedores y maravillosamente escritos —como mecanismos exactos de relojería— que son los cuentos. Esos relatos demoledores que encierran una brutal y temeraria revelación. Textos que buscan, como la luz cegadora del relámpago, darle al lector la otra mirada.
Hemingway lo expresó muy bien hace más de cincuenta años al referirse al grupo de escritores de su generación: todos empezamos escribiendo poesía, cuando tropezamos con sus exigencias, nos pasamos al cuento y al descubrir las dificultades de este, terminamos escribiendo novelas.
Una aclaración para terminar. En un país como este, en donde se ha impuesto como norma de conducta “piensa al contrario y acertarás”, más de uno debe estar convencido de que las opiniones anteriores, dichas por alguien que se desempeña en el mundo de la edición, están dictadas por la envidia. Es bueno dejar sentado que si bien están escritas por alguien que cumple funciones de director editorial, están dictadas desde la perspectiva que le brinda ser un “desocupado lector”.
Conrado Zuluaga. Antes que la escritura. In: Odradek, el cuento. 2008 6(12) http://www.odradekelcuento.com/ .

lunes, 19 de enero de 2009

Literatura felina: Edgar Allan Poe


Hoy, 19 de enero, se celebran 200 años del nacimiento de Edgar Allan Poe. Que mejor manera de decirle Feliz Cumpleaños que pegando
en este cuaderno su perfecto cuento en la versión de Julio Cortázar . ¡Happy Birthday, Mr. Poe!


EL GATO NEGRO

Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

Edgar Allan Poe. El gato negro. In: Cuentos completos. Bogotá: Círculo de Lectores; 1983. p. 92-101.






domingo, 18 de enero de 2009

A juicio: La maravillosa vida breve de Óscar Wao de Junot Díaz


La evidencia


Entonces, ¿qué ocurrió a principios de octubre? Lo que siempre les pasa a los playboys como yo.

Me agarraron.

No fue una sorpresa alguna, dada la vida tan disipada que llevaba. Ni tampoco fue una cosa sin importancia. Mi novia, Suriyan, se enteró que andaba con una de sus hermanas. Socios: nunca, nunca, nunca se metan con una perra llamada Awilda. Porque cuando se ponga a awildar, van a saber lo que es dolor de verdad. La Awilda de marras me jodió por no sé qué fokin razón, grabó una de las llamadas y antes de que se pudiera decir ¡Mierda! ya todo el mundo estaba enterado. La tipa debe de haber pasado la grabación como quinientas veces. Era la segunda vez que me pillaban en dos años, un record incluso para mí. Suriyan se volvió loca y me atacó en la guagua E. Los muchachos se reían y corrían y yo me hacía el que no había hecho na. De repente, empecé a pasar cantidad de tiempo en el dormitorio. Probando la mano en uno o dos cuentos. Viendo películas con Óscar. Regreso a la tierra, Appleseed, Proyecto A. Estaba desesperado por encontrar una cuerda de salvamento.

Debí haber tratado de ingresar en algún programa de rehabilitación de chochacólicos. Pero si piensan que eso es posible, entonces no saben nada de los hombres dominicanos. En vez de centrarme en algún difícil pero útil, como, digamos, mis propios líos, me centré en algo difícil y redentor.

De la nada, y nada influido por mi propio estado mental ­-¡Claro que no!-, decidí que iba a arreglarle la vida a Óscar. Una noche mientras lamentaba su triste existencia, le pregunté: ¿De verdad quieres cambiar?

Por supuesto que sí, dijo, pero nada de lo que he intentado ha podido aliviar mi situación.

Te voy a cambiar la vida.

¿De verdad? La mirada que me echó… después de todos estos años, todavía me parte el corazón.

De verdad. Pero me tienes que hacer caso.

Óscar se levantó con dificultad. Se llevó la mano al corazón. Juro obediencia, mi señor. ¿Cuándo comenzamos?

Ya verás.

A las seis de la mañana del día siguiente, le di una patada a su cama.

¿Qué pasa?, se quejó.

Na, dije, lanzándome las zapatillas de deporte a la barriga. Solo que es el primer día del resto de tu vida.

La verdad que debía de estar muy jodido por lo de Suriyan… y fue por eso que me lancé con toda seriedad al Proyecto Óscar. Esas primeras semanas, mientras esperaba que Suriyan me perdonara, tenía a ese gordo como el Asesino Principal del Templo Shaolin. Estaba arriba de él 24/ 7. Lo convencí que dejara la locura de parar a jevitas que no conocía en la calle para decirles te-amo. (Lo único que estás logrando es asustar a esas pobres muchachas, Ó.) Lo convencí que empezara a cuidar su dieta y dejara de hablar de modo tan negativo —Soy un malhadado, pereceré virgen, carezco de pulcritud­—, por lo menos mientras yo estuviera presente. (¡Pensamientos positivos, le grité, pensamientos positivos, hijoeputa!) Hasta lo invité a salir conmigo y mis panas. Nada serio: solo a un trago cuando íbamos en grupete y su monstruosidad no se notaba tanto. (Los panas lo odiaron: ¿Y ahora qué? ¿Vamos a empezar a invitar a los homeless?)

¿Pero mi mayor éxito? Logré que el tipo hiciera ejercicio conmigo. Lo puse a fokin correr.

Esos es para que vean: Ó. me respetaba de verdad. Ningún otro lo hubiera convencido. La última vez que había intentado correr había sido en el primer año, cuando pesaba cincuenta libras menos. No puedo mentir: el primer par de veces casi reí viéndolo jadear por George Street, sus negras y cenicientas rodillas temblando. La cabeza baja, para no tener que oír o ver las reacciones. Casi siempre solo algunas risitas y algún Hey, gordo. ¿Lo mejor que oí? Mira, mamá, ese ha sacado su planeta a correr.

No le pongas atención a esos comemierdas, le dije.

No worry, jadeó, muriéndose.

Junot Díaz. La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Barcelona: Mondadori; 2008.


La defensa


¿Cómo fusionar el mundo y la historia de República Dominicana (en representación de Latinoamérica) con el mundo y la historia de Nueva York en una sola obra? Eso es lo que logra Junot Díaz en esta maravillosa novela. Y lo hace a través de un héroe latino, nerd, obeso, vírgen y perdedor: Óscar Wao.

El inglés y el español danzan en armonía en toda la historia. Yo leí la traducción en español, pero dicen, quienes la leyeron en inglés, que se percibe igual de natural y espontáneo el uso del español y de tantos modismos dominicanos. En una entrevista Junot Diaz menciona que para él es más fácil y mejor incluir que excluir. Por eso cede ante la mezcla de los idiomas, ante las referencias del Señor de los anillos, las películas de ciencia ficción, la política y la lírica en muchos fragmentos.

En La maravillosa vida breve de Óscar Wao, como en las grandes obras, lo trascendental, la gran historia convive con lo cotidiano. Aquí la dictadura de Trujillo infiltra, de la manera más natural, la vida de la familia León, y por supuesto de Óscar; además con la impronta trágica que siempre será mejor explicada, para nosotros los latinos, con la magia y las maldiciones que con la razón: el Fukú. Cuando la lean ya entenderán.

Para completar mi defensa, presentó, señor Juez, la reseña que Camilo Jiménez escribió hace un par de meses al respecto en su blog El ojo en la paja. Lo que queda por decir está allí.



La fiscalía


¡Qué portada tan asquerosa la que trajo Mondadori para la edición en Colombia!

Lo segundo no tiene nada que ver con Junot y su novela, es culpa de mi bolsillo. ¡Cómo me duele no poder ir al Hay Festival en Cartagena para conocerlo la próxima semana. Me toca conformarme con YouTube. Para los demás resentidos como yo que no pueden viajar les dejó (ver al final de esta entrada) la primera parte de una entrevista que le hacen a propósito de su libro.


Veredicto


Algo está pasando en los Estados Unidos, algunas de las mejores novelas recientes, según dicen las malas lenguas: Granta, The New Yorker, el mismo Pulitzer, son de autores gringos y latinos a la vez:

Escritas en inglés, pero enriquecidas con el español o con la cultura latinoamericana: Daniel Alarcón, Francisco Goldman y Junot Díaz (también puede entrar Edwidge Dandicat y su amado y odiado Haití)... ¡Un fantasma está recorriendo los Estados Unidos! Al parecer muy poco sirve el muro que han construido en la frontera con México. Demasiado tarde, esa cosa latina, que algunos gringos tanto temen, la tienen bien metida en las entrañas. Ya era hora que todas las culturas de las repúblicas banana de las Américas comenzaran a fundirse, eso es lo que mejor demuestra la novela de Junot Díaz.


Comuniquese y cúmplase



lunes, 12 de enero de 2009

Mis cinco favoritos de 2008

Es posible que algunos de ustedes me hayan visto, escuchado o leído quejarme en el 2008; pero a pesar de todo fue un buen año: tres artículos científicos , dos crónicas, un reportaje y un cuento publicados y una novela casi, casi terminada. A pesar de tanto chillar, no estuvo mal.

En el otro lado de la “productividad” están los consumos, lo improductivo pero lo más divertido, en lo que invierto buena parte de mi tiempo, y muchas veces, el menguado dinero que “produzco”.

A continuación va el Top 5, arbitrario, personal y poco novedoso, de mis lecturas y películas favoritas del 2008:


Libros


1. Junot Díaz. La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Barcelona: Mondadori; 2008.


2. Corman McCarthy. La carretera. Barcelona: Mondadori; 2007.

3. Thomas Lynch. El enterrador. Bogotá: Alfaguara; 2004.

4. Roberto Bolaño. Estrella distante. Barcelona: Ana grama; 2000.

5. Andrea Cote. Puerto Calcinado. Bogotá: Universidad Externado de Colombia - El Malpensante; 2003.



Películas


1. Ethan y Joel Coen. No country for old men. EEUU. 2007


2. Andrew Stanton. Wall-e. EEUU. 2008


3. Christopher Nolan. El caballero oscuro. EEUU. 2008


4. Paul Thomas Anderson. There Will Be Blood. EEUU. 2007


5. Jason Reitman. Juno. EEUU. 2007



Artículos

(Crónicas, reportajes, perfiles y ensayos publicados en revistas)


1. Marcela Tuarati. 100 maneras de perder una carrera. Gatopardo 2008(92):106-117.

2. José Alejandro Castaño. ¿Adónde van dos hipopótamos tristes? Etiqueta Negra 2008(61):36-42.

3. Fernando Mora Meléndez. Retrato de dama con bandido. El Malpensante 2008(92):21-23.

4. Erik Hedegaard. Ida y vuelta al infierno. Rolling Stone 2008(56):74-78.

5. Gloria Fisk. Orhan Pamuk y los turcos. El Malpensante 2008(88):44-53.




¿Cuál es su selección?

jueves, 8 de enero de 2009

Obsesiones compulsivas: ¡Habemus Novela!


No les había deseado un feliz año porque andaba embolatado terminando La decisión de Homero. La meta era tener la primera versión de la novela lista el 31 de diciembre, pero claro, se atravesó el Niño Dios con toda su alegría, el viaje a Medellín, el carro se tenía que estrellar (el carro, no el bobazo del conductor, entiéndase Samuel), la lechona del año nuevo y no sé que otras excusas más. El caso es que el año cambió y Homero andaba cojo todavía, faltaba poco, muy poco, pero no estaba completo. No imaginan lo que eso significa para alguien con rasgos obsesivo – compulsivos como yo: ¡Una tragedia!

Solución: clavarme a trabajar estos primeros días de enero, olvidarme de todo, trastearme a vivir con Homero, hasta lograr dejarlo caminando. Bueno, el tipo todavía anda medio chueco, pero se mantiene en píe, marcha y hasta trota. En las próximas semanas ¿o meses? será afinarle el paso hasta encontrarle su tumbao definitivo. Espero que pronto, algunos buenos amigos lectores, o mejor (porque son más útiles) buenos lectores amigos me cuenten cuáles son los malos pasos del muchacho y poder tener pronto la versión definitiva, con la esperanza de que alguna editorial se enamore del muchacho y decida casarse con él. Espero que traigan, sí, una buena dote.

Ojalá, ojalá.

A propósito: ¡Feliz año nuevo!