domingo, 29 de junio de 2008

Literatura felina: Osvaldo Soriano

El día que nací había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre fumaba en Mar del Plata, en el patio. Mi madre dice que fue un parto difícil, a las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol rajaba la tierra. Los jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca de ahí, en Los Troncos alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los gatos. En una de sus fotos más hermosas está junto a María Kodama, que tiene uno en brazos; Borges lo acaricia como a un amigo.
A mi un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Veni, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un León. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos. En París, mientras trabajaba en El ojo de la patria, en un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato equilibrista caminando por la canaleta del desagüe. Para sentirme más seguro de mi mismo puse un gato negro al comienzo y uno colorado al final de Una sombra ya pronto serás.
Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis gatas se lava la manos acostada sobre el teclado y tengo que apartarla con suavidad para seguir escribiendo. Hace cinco meses que no prendemos un cigarrillo. Juntos sufrimos el vejamen de la abstinencia y la vida limpia. Hace unos meses esta habitación era un quemadero de fragancias maravillosas. Tabacos de la Argentina, de Cuba y de Holanda, ya no; resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero, impermeable, el revolver de juguete. Los fantásticos vampiros de Matheson; entre los que estaban Laurel y Hardy y el realismo romántico de Chandler, sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en sangre de papel. Necesita leer sus miedos. Con eso Stephen King escribe ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los escalofriantes efectos de H.P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. Y ahí fue el director de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con el ritual de todos los demonios.
Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. No es posible usar al gato para nada personal, no hay manera de privatizarlos. En La noche americana, Francois Truffaut aconseja a las realizadores de cine no meterse jamás con un gato en acción. También me lo dijo Hector Olivera a la hora de escribir el guión de Una sombra ya pronto serás. ¿Cómo hacer para que dos gatos de cine interpreten disciplinadamente a los que aparecen en la novela? Yo los puse en el libreto nada más que para aplacar mis miedos. Con una sonrisa; Olivera me dijo que estaba loco: un gato actor, el negro, tendría que seguir al personaje de Miguel Angel Solá, lavarse a su lado comerse una laucha y echarse a dormir. El otro un colorado, aparece al final, poco después que Pepe Soriano, el Coluccini de la película, haya tenido una charla con Dios. Olivera decidió que no hubiera gatos, pero creo que estoy a tiempo de convencerlo de que ponga al menos una silueta. Cuando hablábamos de eso, todavía Gibbins no se había arrojado al incendio. Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.
Cuando yo era chico mi gato Pulqui era mono, león, pirata y bandolero. Yo lo acechaba entre las plantas del jardín y me le tiraba encima con el cuchillo de madera entre los dientes. Ahora mi hijo combate contra la gata Virgula que le devuelve los golpes. Son arañazos de mentira, en un revoltijo de sillas volteadas y malvones floridos. Las suyas, como las mías antes, son fantasías de selvas y mares, de castillos y mosqueteros. Esos años felices e irrecuperables en los que uno aprende, si aprende algo, que los gatos nos traen a domicilio el misterio de la creación. Chandler les atribuía toda la sabiduría y creía que provocaban la explosión creadora. Un día le pidieron que hablara de Philip Marlowe y prefirió que fuera Taki la que la hiciera por él. Pretendía que era la gata quien escribía sus novelas bien entrada la noche: A mí suele pasarme algo parecido.
Richard Matheson perdió todo; la casa los muebles y los premios, pero alcanzó a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón, ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.
Poe, Lovecraft y Matheson asociaron los gatos al horror; en los dibujos animados Willam Hanna y Joe Barbera le dieron a Tom El papel de víctima y al ratón Jerry el de la picardía. El gato Félix fue un gran héroe yanqui de los año treinta, puritano y travieso. El Fritz the Cat, de Ralph Baskhi y Robert Crumb, sintetizó los eróticos y crueles años de mi juventud; apareciendo en 1968, Fritz es el primer gato de dibujo que vuelve de Vietnam, se droga, callejea de un prostíbulo a otro, fuma como un escuerzo, duerme con las mejores chicas, incluida su hermana, y termina asesinado por una gata vieja a la que había abandonado en tiempos mejores.
En cambio, Walt Disney detestaba a los gatos. Recién en 1970 se decidió a crear un personaje que, por supuesto, no le dejó éxito ni plata. Disney era uno de esos tipos que nunca se hacen querer por los gatos. Creo que fue Chandler quien lo dijo. No se si en la biografía del detective Marlowe o en la propia. Hace unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a escritores argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada uno una breve autobiografía. ¿Como hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quienes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna.

Publicado en Página /12 el 28 de noviembre de 1993

sábado, 21 de junio de 2008

A juicio: Esperando a los bárbaros

El acusado

Ella se va, casi se ha ido. Es la última oportunidad de mirarla directamente a los ojos, de examinar a fondo mis emociones, de tratar de comprender quien es verdaderamente: de ahora en adelante, lo sé, empezaré a reformarla según mi repertorio de recuerdos y de acuerdo con mis dudosos deseos. Le acaricio la mejilla, le cojo la mano. En esta colina desolada a media mañana no puedo descubrir en mí ni rastro de ese lánguido erotismo que me arrastró a su cuerpo noche tras noche, ni siquiera de la cariñosa camaradería del viaje. Solo existe un vacío, y la desolación producida por ese vacío. Cuando le estrecho la mano más fuerte no recibo respuesta. Solo veo demasiado claro lo que veo: una muchacha robusta de boca ancha y un flequillo sobre la frente que mira hacia el cielo por encima de mi hombro, una desconocida; una visitante de otros lugares que ahora vuelve a casa después de una estancia bastante desagradable.
—Adiós, le digo.
—Adiós, me dice.


J.M. Coetzee. Esperando a los bárbaros. Debolsillo, 2004. p. 110


La defensa

Esta es la tercera novela que leo de Coetzee. Las dos anteriores fueron Desgracia y Diario de un mal año. Ninguna me ha defraudado. Tal vez, la que menos me gustó (y me gustó mucho) fue Diario de un mal año, aquello de usar la novela de parapeto para opinar de la actualidad en la voz de un personaje, no me dejó muy satisfecho.
Pero este juicio es a Esperando a los bárbaros.
Un magistrado en un pueblo de la frontera de un imperio. El tiempo lo ha llevado a comprender que sus vecinos no son sus enemigos, que son bárbaros por el sólo hecho de no ser parte del imperio; pero él es el único que lo entiende así y eso le costará.
Sin caer en facilismos ni clichés es magistral la metáfora moral y política que plantea Coetzee. Fue publicada en 1980, pero siempre será contemporánea, porque siempre tendremos, en algún lugar del mundo, un “imperio” invasor y unos nativos “bárbaros”. Nunca dejará de pasar y siempre terminará el cuento como esta novela. A pesar de eso lo olvidamos y lo repetimos una y otra vez. ¿O cuantas veces en la historia reciente hemos escuchado de parte de líderes políticos la sentencia: “o están conmigo o están contra mí”?
Por otra parte, me gusta mucho la estructura sencilla que plantea el autor. Es una historia lineal, sin saltos abruptos. También el lenguaje es tremendamente simple. Coetzee utiliza al magistrado, un tipo sencillo, para conducir la narración. El hombre, incluso cuando se enfrenta a situaciones altamente dramáticas, mantiene el mismo tono simple, tranquilo y pausado. Eso facilita meter una inmensa historia en algo más de doscientas paginitas. Otro, con más artilugios, de pronto innecesarios, las hubiese duplicado o triplicado. Esa sencillez es una de las cosas que más admiro de Coetzee en las escasas tres novelas que he leído de él.


La fiscalía

Me da vergüenza, señor juez, pero no tengo nada que decir, excepto que me retiro del caso y no es porque el señor Coetzee sea un premio Nobel, no -Jelinek y Cela también lo son y no me los trago-; es que la novelita me gusto mucho, de verdad. No tengo más que decir.


Veredicto

Como todo lo de Coetzee, hay que leerla.
Comuniquese y cúmplase

viernes, 13 de junio de 2008

El lector que lee


Uno de los autores que más amo, al que siempre vuelvo, sobretodo a sus cuentos y, por supuesto, a Lolita, es Vladimir Nabokov.
En la introducción de su libro Curso de literatura europea escribió unas interesantes notas sobre la lectura, los lectores y los escritores.
A continuación algunos fragmentos interesantes para quienes sufrimos de esta terrible adicción a la literatura.
¡Ah! Eso sí, perdonareís la versión chapetona de la traducción, ¡tío!


Al leer, debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos. Nada tienen de malo las lunáticas sandeces de la generalización cuando se hacen después de reunir con amor las soleadas insignificancias del libro. Si uno empieza con una generalización prefabricada, lo que hace es empezar desde el otro extremo, alejándose del libro antes de haber empezado a comprenderlo. Nada más molesto e injusto para con el autor que empezar a leer, supongamos, Madame Bovary, con la idea preconcebida de que es una denuncia de la burguesía. Debemos tener siempre presente que la obra de arte es, invariablemente, la creación de un mundo nuevo, de manera que la primera tarea consiste en estudiar ese mundo nuevo con la mayor atención, abordándolo como algo absolutamente desconocido, sin conexión evidente con los mundos que ya conocemos. Una vez estudiado con atención este mundo nuevo, entonces y sólo entonces estaremos en condiciones de examinar sus relaciones con otros mundos, con otras ramas del saber.

El arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción. Puede que la materia de este mundo sea bastante real (dentro de las limitaciones de la realidad), pero no existe en absoluto como un todo fijo y aceptado: es el caos; y a este caos le dice el autor: «¡Anda !», dejando que el mundo vibre y se funda. Entonces, los átomos de este mundo, y no sus partes visibles y superficiales, entran en nuevas combinaciones. El escritor es el primero en trazar su mapa y- poner nombre a los objetos naturales que contiene. (…) El artista maestro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente.

Los libros no se deben leer: se deben releer. Un buen lector, un lector de primera, un lector activo y creador, es un «relector». Y os diré por qué. Cuando leemos un libro por primera vez, la operación de mover laboriosamente los ojos de izquierda a derecha, línea tras línea, página tras página, actividad que supone un complicado trabajo físico con el libro, el proceso mismo de averiguar en el espacio y en el tiempo de qué trata, todo esto se interpone entre nosotros y la apreciación artística. Cuando miramos un cuadro, no movemos los ojos de manera especial; ni siquiera cuando, como en el caso del libro, el cuadro contiene ciertos elementos de profundidad y desarrollo. El factor tiempo no interviene realmente en un primer contacto con el cuadro. Al leer un libro, en cambio, necesitamos tiempo para familiarizarnos con él. No poseemos ningún órgano físico (como los ojos respecto a la pintura) que abarque el conjunto entero y pueda apreciar luego los detalles. Pero en una segunda, o tercera, o cuarta lectura, nos comportamos con respecto al libro, en cierto modo, de la misma manera que ante un cuadro.

La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando «el lobo, el lobo», con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando «el lobo, el lobo», sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura.
La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La Naturaleza siempre nos engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza.

Hay tres puntos de vista desde los que podemos considerar a un escritor: como narrador, como maestro, y como encantador. Un buen escritor combina las tres facetas; pero es la de encantador la que predomina y la que le hace ser un gran escritor. Al narrador acudimos en busca del entretenimiento, de la excitación mental pura y simple, de la participación emocional, del placer de viajar a alguna región remota del espacio o del tiempo. Una mentalidad algo distinta, aunque no necesariamente más elevada, busca al maestro en el escritor. Propagandista, moralista, profeta: ésta es la secuencia ascendente. Podemos acudir al maestro no sólo en busca de una formación moral sino también de conocimientos directos, de simples datos. (…) Por último, y sobre todo, un gran escritor es siempre un gran encantador, y aquí es donde llegamos a la parte verdaderamente emocionante: cuando tratamos de captar la magia individual de su genio, y estudiar el estilo, las imágenes, y el esquema de sus novelas o de sus poemas.

Las tres facetas del gran escritor -magia, narración, lección- tienden a mezclarse en una impresión de único y unificado resplandor, ya que la magia del arte puede estar presente en el mismo esqueleto del relato, en el tuétano del pensamiento. Hay obras maestras con un pensamiento seco, limpio, organizado, que provocan en nosotros un estremecimiento artístico tan fuerte como puede provocarlo una novela como Mansfretd Park o cualquier torrente dickensiano de imaginación sensual. Creo que una buena fórmula para comprobar la calidad de una novela es, en el fondo, una combinación de precisión poética y de intuición científica. Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Aquí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco distantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal.

Vladimir Nabokov. Curso de literatura europea. Bruguera, 1983



jueves, 5 de junio de 2008

Dos mujeres y una enfermedad


De la tercera habitación del cuarto piso del ala occidental del Instituto Nacional de Cancerología en Bogotá, sale un hedor fétido.
—Ese es el olor característico del cáncer de cuello uterino —explica Lina Trujillo, ginecóloga oncóloga.
Allí están hospitalizadas dos mujeres: una pequeña anciana con cáncer pulmonar que pelea con la máscara de oxígeno mientras respira con dificultad y Lucelly, quien emana el nauseabundo aroma. Tiene el rostro pálido y permanece conectada a una bolsa de líquidos endovenosos que gotea despacio. Al lado está su madre, Aleida, una señora de 47 años que aparenta 60 y viste una raída polera azul celeste.
—Lo que estoy viviendo no se lo deseo a nadie —dice Lucelly y comienza a llorar despacio—. A veces me enojo. Pierdo la esperanza. De por sí es duro saber que uno se está muriendo, pero lo es mucho más cuando una se está pudriendo por dentro.
Lucelly tiene 27 años y pronto será una de las 250 mil mujeres que mueren anualmente en el mundo con cáncer al cuello uterino, el segundo tumor maligno más frecuente y la segunda causa de mortalidad por cáncer en las mujeres del planeta. Nueve mujeres mueren cada día por esta enfermedad en Colombia. En su mayoría, suelen tener un perfil similar a Lucelly: escasos recursos, viven en zonas con deficientes condiciones sanitarias, tienen baja escolaridad, han tenido varios compañeros sexuales y han parido muchos hijos.
Se podría pensar que el cáncer de cuello uterino es una enfermedad exclusiva de la pobreza; pero no es cierto. Eso lo sabe muy bien la doctora Nubia Muñoz.

El reportaje completo en el Centro de Investigación e Información Periodística de Chile -CIPER-: http://ciperchile.cl/