sábado, 29 de noviembre de 2008

Escribir cada día

Este texto me gusta mucho. Lo tengo pegado en el corcho de mi estudio y cada vez que lo vuelvo a leer me estimula. Fue escrito por Xavier Velasco en su blog en febrero de este año. Para quienes no lo conocen, este tipo es mexicano, para más señas, recontra chilango. Su novela Diablo guardián ganó el premio Alfaguara en 2003 (muy buena, a propósito).
De paso los invito a que lean una serie de entradas
recientes que publicó en su blog tituladas Del verbo novelar, también son muy buenos textos.


Xavier Velasco

Escribir cada día, y hasta a cada rato. Escribir y escribirse, explicarse, comprenderse, contrastarse, cambiarse, complicarse, cosificarse. Escribir como apuesta contra todo, y todavía más que eso contra la nada (que como siempre acecha como nadie). Escribir por tristeza, por saudade, por miedo, por deseo, por fe ciega y por eso luminosa. Escribir porque es hora ya de enviar el escrito y no se sabe aún por dónde comenzar. Escribir en la cama, la mesa, la playa, el taxi, el baño, la carretera. Escribir a mitad del escenario de una mesa redonda sobre algún tema serio, con dos dedos discretos sobre el teléfono, esperando que nadie se dé cuenta. Escribir lo que duele y fingir que no duele, que se es duro y mundano y capaz de mirarlo todo desde arriba, desde lejos, desde otro que no es uno y jamás tiembla ni acredita el ardor. Escribir con sarcasmo, jugando a que ese látigo truena sobre los otros y no sobre la espalda del mismo que lo empuña. Escribir un insulto, un requiebro, una frase inconexa que se quiere ingeniosa sólo por inconexa. Escribir lo que pasa y aclarar que no pasa, que sólo es ocurrencia y no escurrencia, que no hay sangre a la vista y todo está en su sitio. Escribir con los pies en el aire, ingenuamente, como otros van y cazan mariposas. Escribir una carta plena de languidez, leerla y caer víctima de su hechicería y contemplarse lánguido en sus párrafos. Escribir con las ganas de abrirse las entrañas y que así nadie dude que en lugar de escribir se está gritando y ya no importa más que escuche quien escuche. Escribir cautamente y jamás darse cuenta que se hace exactamente lo contrario y no hay siquiera forma de prevenirlo. Escribir tan contento que ya no se concibe un estado distinto, y luego hacerlo en medio de tal desolación que ya no se recuerda que se estuvo contento. Escribir nombres, fechas, llenar hojas y hojas de datos bien precisos, creer que ya por eso se ha edificado alguna cosa sólida. Escribir con medida arquitectura, calculando los ritmos hasta irlos respirando, encontrando colores entre las vocales y una rara lujuria en las consonantes. Escribir con triptongos y darse a pronunciarlos en voz alta por una mera súplica de los sentidos. Escribir como el niño que juega a las mentiras y hacer la travesura de que absolutamente todo sea verdad. Escribir en un sitio de internet lo que nunca se escribiría en otra parte y agazaparse entonces tras el monitor. Escribir en paredes, como un paria, pero cuidar celosamente la ortografía. Escribir y borrar, tachar, romper, quemar, que no quede ni el rabo de una coma porque igual hasta eso podría delatarnos. Escribir chistes malos y creerlos buenos; o tal vez al revés, cómo saberlo. Escribir el recuerdo de lo que uno juró que olvidaría. Escribir porque sí, para nada ni nadie, como si por ahí se respirase. Escribir con calor en medio de una helada. Escribir el amor, si eso es posible, y suponer que así se entrará en sus secretos, como lo haría algún bisturí apasionado. Escribir describiendo lo que nunca existió y descubrir que existe sólo por eso. Escribir cada sueño que no se tuvo para ver si ahora sí llegamos a tenerlo. Escribir cada cosa, cada detalle, cada ángulo y arista. Escribir cada día, y hasta a cada rato.

martes, 25 de noviembre de 2008

Poeta: Andrea Cote

Este año me he reconciliado con la poesía. Hacía mucho rato que no leía un poemario completo. Leer más de un poema me saturaba, me producía algo de hostigamiento, casi de nausea. Además, preciso caían en mis manos algunos de esos libros tóxicos de adolescentes tardíos, que me causaban fuertes dolores de estómago.
Pero desde hace varios meses, nuevamente, el gusto ha renacido.
Desde hoy inaguro una nueva sección en este blog, donde invitaré periodicamente algún poeta con uno de sus poemas... con solo uno, por si alguien sufre la rara enfermedad que hasta hace poco yo padecía.
Hoy: Andrea Cote, excelente (y muy bella) poeta de Barrancabermeja, Colombia.



Llanto

Andrea Cote

María,
hablo de las montañas en que la vida crece lenta
aquellas que no existen en mi puerto de luz,
donde todo es desierto y ceniza
y es tu sonrisa gesto deslucido.

Allí es Enero el mes de los muertos insepultos
y la tierra es el primer cadáver.
María, ¿No recuerdas?,
¿No ves nada?
Allí nuestras voces son desecas
como nuestra piel
y se nos queman los talones
por no querer saber
de las casas incendiadas.

Hablo María
de esta tierra que es la sed que vivo
y el lecho en que la vida está enterrada.

Piensa niña,
en que esto no es vivir
y la vida es cualquier otra cosa que existe
húmeda en los puertos donde el agua sí florece,
y no es hoguera cada piedra.

Acuérdate, María,
que somos
pasto de perros y de aves,
hombres calcinados,
cortezas vacías
de lo que éramos antes.
¿De qué estás hecha? niña mía,
por qué crees que puedes coserle la grieta al paisaje
con el hilo de tu voz,
cuando esta tierra es una herida que sangra
en ti y en mí
y en todas las cosas
hechas de ceniza.
En nuestra tierra,
los cuervos lo miran a uno con tus ojos
y las flores se marchitan
por odio hacia nosotros
y la tierra abre agujeros
para obligarnos a morir.

Fotografia de Manuel Saldarriaga

viernes, 21 de noviembre de 2008

Vida y destino y el cine

Aunque algún furibundo léctor de este blog ya me regaño por hacer estas comparaciones tan heréticas, cuando leí el maravilloso capítulo que transcribo hoy de Vida y Destino de Grossman, me fue inevitable evocar de inmediato dos películas: la primera, Rescatando al soldado Ryan, sus impactantes primeras secuencias, sobretodo cuando el capitán John Miller (Tom Hanks) acaba de desembarcar en la costa de Normandía y en medio de la soledad concurrida del combate queda aturdido ante la presencia del monstruo que debe enfrentar; la segunda, Enemigo al acecho, cuando Vassili Zaitsev (Jude Law), el famoso francotirador ruso, logra detener el tiempo cuando va a disparar su rifle.
Mejor no digo nada más. Si no lo han hecho, comiencen a leer Vida y destino y vean las películas. Mientras tanto les traje un bocado de Grossman y de la película de Spilberg; y para que se antojen de Enemigo al acecho vean al menos el trailer y lean esta reseña publicada en Cinéfagos.net.

Dado que he desplazado mi vida real por vivir metido en esta novela, esperen más visitas de esta obra al Cuaderno en futuras entradas.



La percepción del resultado global de un combate que experimenta un soldado aislado de los otros por el humo, el fuego, el aturdimiento, a menudo resulta más justa que los juicios formulados por los oficiales del Estado mayor mientras estudian un mapa.

En el momento decisivo de la batalla se produce un cambio asombroso cuando el soldado que toma la ofensiva y cree que está próximo a lograr el objetivo mira alrededor, confuso, sin ver a los compañeros con los que había iniciado la acción, mientras que el enemigo, que todo el tiempo le había parecido singular, débil y estúpido, de repente se convierte en plural y, por ello, invencible. En ese momento decisivo de la batalla ­—claro para aquellos que lo viven; misterioso e inexplicable para quienes tratan de adivinarlo y comprenderlo desde fuera— se produce un cambio de percepción: el intrépido e inteligente nosotros se transforma en un tímido y frágil «yo», mientras el desventurado adversario, que se percibía como única presa de caza, se convierte en un compacto, temible y amenazador «ellos».

Mientras rompe la resistencia del enemigo, el soldado que avanza, percibe todo por separado: la explosión de una granada; las ráfagas de ametralladora; el soldado enemigo allí, tirando a resguardo, que ahora se hecha a correr, porque está solo, aislado de su cañon, a su vez aislado… de su ametralladora, igualmente aislada, del tirador vecino, igualmente aislado que yo, yo soy «nosotros», yo soy toda la enorme infantería que marcha al ataque, yo soy esta artillería que me cubre, yo soy estos tanques que me apoyan, yo soy esta bengala que ilumina nuestro combate común. Pero he aquí que, de repente, yo me quedo solo, y todo aquello que me parecía débil y aislado se funde en un todo terrible de disparos enemigos de fusiles, de ametralladoras, de artillería, y la fuerza que me había ayudado a vencer aquella unidad se desvanece. Mi salvación está en la huida, consiste en esconder la cabeza, poner a cubierto el pecho, la frente, la mandíbula.

Y en la oscuridad de la noche aquellos que se han enfrentado a un ataque repentino y que, al principio, se sentían débiles y aislados comienzan a desmantelar la unidad del enemigo que se ha abatido contra ellos, comienzan a sentir su propia unidad, donde se encierra la fuerza de la victoria.

En la comprensión de esta transición es donde reside lo que a menudo permite hablar de la guerra como un arte.

En esa sensación de unicidad y pluralidad, en la alternancia que va de la conciencia de la noción de unicidad a la de pluralidad se encuentra no solo la relación entre los acontecimientos durante los ataques nocturnos de las compañías y los batallones, sino también el signo de la batalla que libran ejércitos y pueblos enteros.

Hay una sensación que los participantes en un combate pierden casi por completo: la sensación del tiempo. La chica que ha bailado hasta la madrugada en una fiesta de fin de año no puede decir cual ha sido su sensación del tiempo, si ha sido larga o, por el contrario corta.

De la misma manera, un recluso que haya pasado veinticinco años en cautiverio en la prisión de Schlisselburg dira: «Tengo la impresión de haber pasado una eternidad en esta fortaleza, pero al mismo tiempo me parece que sólo llevo en ella unas pocas semanas».

La noche del baile estará llena de acontecimientos efímeros: miradas, fragmentos de música, sonrisas, roces, y cada uno de ellos pasará tan rápido que no dejará en la mente de la chica la sensación de duración en el tiempo.

Sin embargo, la suma de estos breves acontecimientos engendra la sensación de un largo intervalo de tiempo que parece abarcar toda la felicidad de la vida humana.

Al prisionero de Schlisselburg le ocurre lo contrario: sus veinticinco años de cautiverio están formados de intervalos de tiempo separados, penosos y largos, desde el toque de diana hasta la retreta, desde el desayuno a la cena. Pero la suma de esos hechos pobres logran generar una nueva sensación: en aquella lúgubre uniformidad del paso de los meses y los años el tiempo se encoge, se contrae… Así nace una impresión simultánea de brevedad e infinito, así nace una proximidad de percepción entre los concurrentes del baile de fin de año y los que llevan reclusos decenas de años. En ambos casos, la suma de acontecimientos engendra el sentimiento simultáneo de duración y brevedad.

Más complejo es el proceso de deformación del tiempo referente a la percepción de la brevedad del mismo y su duración que se da en el hombre que vive un combate. Allí las cosas van más lejos, allí son incluso las primeras sensaciones individuales las que se ven deformadas, alteradas. Durante el combate los segundos se dilatan, pero las horas se aplastan. La sensación de larga duración se relaciona con acontecimientos fulminantes: el silbido de los proyectiles y las bombas aéreas, las llamaradas de los disparos y las explosiones.

La sensación de brevedad se relaciona con acontecimientos prolongados: cruzar un campo arado bajo el fuego, arrastrarse de una guarida a otra. En cuanto al combate cuerpo a cuerpo, éste tiene lugar fuera del tiempo. Aquí la indeterminación se manifiesta tanto en los diferentes componentes como en el resultado, la deformación afecta tanto a la suma como a los sumandos.

Y de sumandos hay una cantidad infinita.

La sensación de duración de la batalla está en conjunto tan profundamente deformada que se manifiesta con una total indeterminación, desconectada tanto de la duración como de la brevedad.

En el caos donde se confunde la luz cegadora y la oscuridad ciega, los gritos, el estruendo de las explosiones, el crepitar de las metralletas; en el caos que hace añicos la percepción del tiempo Krímov tuvo una nitidez asombrosa: los alemanes han sido arrollados, los alemanes estaban vencidos. Lo comprendió él, lo comprendieron los secretarios y los agentes de enlace que disparaban junto a él, por una sutil percepción interna. ­­­­­­­

Vasili Grossman. Vida y destino (Capítulo 11). Galaxia Gutemberg – Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. pp. 50-53.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Lectores antisociales

Ya sé que hace un tiempo dije que las columnas de Juan Gabriel Vásquez no me convencían (ver aquí), pero ésta, publicada el pasado 8 de noviembre en El Espectador es muy buena; en general, cuando hablan de literatura valen la pena, por eso me atreví a transcribirla en el cuaderno. Que la disfruten queridos Lectores antisociales.


Juan Gabriel Vásquez

Yo nunca he pensado que leer literatura sea “bueno” en el sentido en que son buenas las verduras, por ejemplo, y no creo que la lectura de novelas, que para mí es un vicio y por lo tanto tiene algo de irracional, deba ser obligatoria para nadie; y sin embargo, sí creo que un lector, alguien que dedica su atención con cierta constancia a los buenos libros, tiene mejores posibilidades de entender el mundo y por lo tanto de vivir un poco mejor en él. Por eso no puedo tomarme esas iniciativas con cinismo: está muy bien que se hagan, y está muy bien que el dinero público se gaste en poner a cuanta gente sea posible en contacto con cuantos libros sea posible. Pero nunca dejará de parecerme raro, o por lo menos paradójico, que la lectura sea tema de preocupación institucional o estatal, porque para mí un lector de verdad, un lector enviciado, guarda en el fondo a un antisocial.

El lector de ficciones ya es en sí mismo un inconforme y un rebelde, creo yo, alguien que no se siente satisfecho con el mundo o con la vida que le han tocado en suerte, y busca en las novelas vivir otras vidas, estar en otros mundos. Luego, en función del grado de sofisticación, cada uno perseguirá otros placeres, hasta llegar a lo que Nabokov llamaba dicha estética; pero la experiencia indirecta y vicaria de vidas que no son las nuestras sigue siendo y será siempre la principal razón por la cual la gran mayoría de la gente lee novelas. Es por eso que las religiones han desconfiado siempre de las novelas: las religiones ofrecen la respuesta para todo, quieren ofrecer una vida plena y perfecta, y un lector de ficciones es un escéptico. Y hay sobre todo una prueba incontrovertible de su escepticismo social: el lector moderno es, casi por definición, alguien que está solo.

Eso, por supuesto, no está bien visto, nunca lo ha estado. La lectura en soledad llevó a Alonso Quijano a la locura y a Emma Bovary a la infidelidad y a la deuda y al suicidio, y cuando Hamlet aparece fingiendo locura por primera vez, lo que hace es pasearse solo con un libro, y su madre exclama al verlo: “El pobre infeliz viene leyendo”. El lector es alguien que declara con culpa o sin ella que prefiere la soledad a la compañía, por lo menos durante una buena parte de su tiempo, y no sólo la soledad, sino el silencio; y nuestras sociedades, aparte de mirar al solitario con desconfianza, son enemigas a muerte del silencio, tratan de eliminarlo de todas partes, y ya es virtualmente imposible encontrar un espacio público donde no esté sonando a todas horas una música imbécil que no existe para ser escuchada sino, precisamente, para que no nos incomode su ausencia.

Creo que fue Pascal quien dijo que la felicidad de las personas importantes se debe a contar siempre con una multitud que los entretenga: quienes rodean a un rey se preocupan de que no esté nunca solo, no vaya a ser que se ponga a pensar sobre sí mismo. En las sociedades contemporáneas, empeñadas en tratar a cada ciudadano como uno de esos reyes, la lectura es un acto de disidencia. Y la disidencia, en estos días que nos han tocado, no tiene buena prensa.

Juan Gabriel Vásquez. El Espectador. Domingo 8 de noviembre de 2008.

domingo, 9 de noviembre de 2008

A juicio: Era lunes cuando cayó del cielo


La evidencia

“Una mujer tan linda es una tentación para pensar en ella y eso fue lo que yo hice durante varios años, desde que fuimos a buscarla al barrio Las Violetas para conocer la oficina de Marcelo, hasta hoy, pasando por esa noche cuando la vi envuelta en una sábana del hotel Dann, acostada en una camilla, entrando en la oscuridad de la ambulancia, sacando su brazo izquierdo para despedirse de nosotros. Por eso me atrevo a decir cosas de su vida. Por ejemplo, podría apostar a que Lucía y su mamá peleaban. Cómo iba a mantenerse tranquila y serena una mujer que cosía todo el día hasta tarde en la noche para darles gusto a las señoras ricas de Laureles y El Poblado que le decían, Margot, ¿qué es esta falda tan ancha?, ¿me estás viendo deforme o qué? Margot, ¿creés que te voy a esperar toda la vida? Margot, ¿mi plata es que no vale o qué? Margot, Margot, Margot. Y Lucía asomada por la ventana dándoles miraditas a los de la esquina. Y Lucía con ese cuerpazo que podría enloquecer a cualquier hombre. Y Lucía creciendo. Y Lucía sin futuro. Y Lucía en medio de hilos y cortes de tela. Y Lucía tan linda. Apuesto mi vida a que ellas peleaban a menudo. También apuesto a que durante esas peleas ella la acusaba por la ida de su papá. Y después lloraba por ser como muchas otras muchachas del barrio que crecían sin papá”.

Juan Diego Mejía. Era lunes cuando cayó del cielo. Bogotá: Alfaguara, 2008.

 


La defensa

He leído dos novelas anteriores de Juan Diego Mejía: El cine era mejor que la vida (Premio Nacional de Colcultura 1996) y El dedo índice de Mao. Las dos me parecieron muy buenas. Mientras muchos escritores colombianos contemporáneos buscan (buscamos) historias en el río de cadáveres de todos los días en nuestro país, Juan Diego se encierra con sus personajes familiares y narra en un tono íntimo. La grandilocuencia no es lo suyo, su mérito está en las epopeyas de la vida simple y cotidiana. Como no recordar con afecto a Mejía, el padre fracasado de El cine era mejor que la vida o la entrañable relación del narrador con su hermano con síndrome de Down en El dedo índice de Mao. La búsqueda de esa prosa sencilla y esas sensaciones nostálgicas me llevaron a leer con urgencia Era lunes cuando cayó del cielo, su más reciente novela.  


La fiscalía

¡Qué decepción! Si leyeron el fragmento que transcribí arriba se darán cuenta que Juan Diego Mejía pasó de la prosa simple y cargada de sentimiento a una escritura fácil, trillada e inundada de lugares comunes. Mejía, ya no el padre, el maravilloso personaje de la primera novela, sino un productor de documentales, narra la relación de Marcelo, un yuppie director de comerciales con Lucía, una bella modelo depresiva de clase media en el Medellín de comienzos de los noventa. El tipo huye de una relación formal con ella aunque la ama y ella huye de su propia vida y se suicida. Mejía trata de comprender por qué, pero el tipo es medio sonso, un convidado de piedra, un personaje desdibujado que es incapaz de comprenderlo y transmitirlo a los lectores. De tal manera que muchas de las anécdotas que sustentan la novela son despachadas con ligereza, con tal superficialidad que es imposible lograr la comprensión del conflicto de Lucía y su suicido, el inexplicable temor de Marcelo para establecer relaciones duraderas, la doble vida entre “el miedo y la esperanza” (diría Sergio Fajardo) en que vivían los habitantes de Medellín en esa época.Me molestó además el tufito a Rosario Tijeras que tiene la novela, pretende ser su versión light, su versión no-violencia, su versión íntima. Tan es así que el mismo narrador hace un par de referencias explícitas ¿o descaradas? a su parecido.


Veredicto

Exonero a Juan Diego Mejía, pero la novela no merece el perdón. Me niego a creer que este excelente escritor se haya extraviado. Bueno, todos tenemos derecho a tener malos días y… malas novelas. Espero que en su próxima obra vuelva por el buen camino, de lo contrario la televisión puede seguir siendo una muy buena alternativa para él.


Comuníquese y cúmplase

sábado, 1 de noviembre de 2008

El día de todos los muertos

Una de las lecturas que más he disfrutado este año ha sido El enterrador de Thomas Lynch. Para hoy, día de todos los muertos, les traje el último capítulo del libro. Que lo disfruten.


Tratado breve

Thomas Lynch


Preferiría que fuera en febrero. No es que me importe mucho. Ni que sea propenso a los detalles. Pero si me preguntan, febrero. El mes en que me convertí en padre por primera vez, el mes en que murió mi padre. Sí. Incluso mejor que noviembre.

Quiero que sea frío. Quiero que el gris habite el aire como la madera habita los árboles: como una esencia, no una coincidencia. Y que la esperanza de primavera, jardines y romance esté adormecida por la esterilidad del invierno de Michigan.

Sí, febrero. Con el frío detrás y el frío delante de ustedes y la oscuridad aferrada a los bordes del día. Y un viento que haga el frío más penetrante. Para que después puedan decir: «Fue un día triste hace mucho tiempo cunado lo hicimos después de todo».

Y que haya escarcha adherida a la tierra para que durante varias noches antes de excavar, el sacristán haya tenido que ir a encender un fuego bajo el toldo que habrá cubriendo el espacio, para ablandar la tierra que moverá la pala dentada de la excavadora.

Vélenme. Permitan que los que quieran vengan y miren. Tendrán sus razones. Ustedes tendrán las suyas. Y si alguien dice: «¡Se ve muy natural”», no se ofendan. Tienen razón. Porque siempre estuvo en mi naturaleza. Está en la de ustedes.

Y dejen que los clérigos hagan su parte. Déjenlos hacer su mejor esfuerzo. Si alguna vez habrán de tener sentido para ustedes, ése será el momento. Ellos miran, igual que nosotros. Las preguntas son más aleccionadoras que las respuestas. Desconfíen de cualquiera que sepa que decir.

En cuanto a la música, háganlo a su gusto. Yo no podré escuchar, estaré sordo de muerte. Se pueden decir muchas cosas sobre los gaiterios y los flautistas. Pero tengan en cuenta la diferencia entre un funeral con unas cuantas melodías y un concierto con un cadáver al frente. Eviten, por su propio bien, cualquier cosa que hayan escuchado en la oficina del dentista o en la pista de patinaje.

Pueden haber poemas. He tenido amigos poetas. Pero tengan cuidado, tienden a extenderse un poco. En especial cuando están cerca de cuerpos horizontales. El sexo y la muerte son su principal tema de estudio. Aquí es cuando los servicios de un director de funeraria con experiencia son más apreciados. Acostumbrados a ser persona non grata, pueden hacer el papel de valiosos editores y decirles a los bardos cuando sea hora de cerrar el pico.

En el tema de dinero, obtienen lo que pagan. Negocien con una persona en cuyos instintos confíen. Si alguien opina que no han gastado suficiente, díganle que vaya al diablo. Díganle lo mismo al que opine que han gastado demasiado. Díganles que se vayan al diablo. Es su dinero. Hagan con él lo que les plazca. Pero permítanme dejar una cosa muy clara. ¿Conocen al tipo de persona que siempre está diciendo «Cuando me muera, ahórrense el dinero, inviértanlo en algo realmente útil, salgan de mí de manera barata»? No soy uno de esos. Nunca lo he sido. Siempre he pensado que los funerales son útiles. De manera que hagan lo que les parezca bien. Tienen derecho a precios de venta al por mayor en casi todo.

En cuanto a la culpa, está sobrevalorada. Aquí están los hechos del caso a la mano: he conocido el amor de quienes me han amado. Y sé que ellos saben que también los he amado. Todo lo demás al final, parece irrelevante. Pero si la culpa es un tema, perdónense, perdónenme. Y si darle más pompa y solemnidad los hace sentir mejor, considérenlo dinero sabiamente invertido. Comparado con los psiquiatras y los farmacéuticos, con los que sirven en el bar o los homeópatas, con las curas geográficas o eclesiásticas, aún el funeral más caro es una ganga.

Quiero nieve revuelta para que la tierra se vea herida, abierta a la fuerza, sin disposición a participar. Prescindan del toldo. Expónganse al clima. Quiten de la vista la maquinaria más grande. Es una distracción. Pero que el sacristán, lleno de mugre y de indiferencia, esté a mano. Él y el conductor del coche fúnebre pueden hablar de póquer o intercambiar chistes en susurros y con caras serias mientras los clérigos hacen las recomendaciones finales. Los que se apoyan en palas y llenan huecos, así como los que se apoyan en la costumbre y en las viejas oraciones, son, cada uno, expertos en un área.

Y deben quedarse hasta el final. Eviten la tentación de una despedida cómoda en un salón, en la capilla del cementerio, al pie del altar. Nada de eso. No la eludan por el clima. Hemos ido a pescar y a partidos de fútbol en peores condiciones. No tomará mucho tiempo. Vayan hasta el hueco en la tierra. Quédense al lado. Miren dentro. Pregúntense. Y sientan frío. Pero quédense hasta que haya acabado. Hasta que esté hecho.

Sobre el tema de quienes cargan el féretro: mis queridos hijos, mi valiente hija, mis nietos y mis nietas, si es que tengo alguno. Los músculos más grandes deben estar involucrados. Los que usamos para las verdaderas cargas. Si los hombres y sus músculos son mejores para levantar, las mujeres y los músculos de ellas son mejores para soportar.

Es un trabajo para el que se requieren ambos. Así que trabajen juntos. Aligerará el peso.

Miren a mi amada como el mejor ejemplo. Tiene un corazón enorme, una vida muy rica y medicinas poderosas.

Cuando se hayan dicho todas las palabras, bájenlo. Abandonen los lazos. Dejen caer los guantes grises sobre la tapa. Empujen la tierra y terminen. Observen los tobillos de los otros, golpeen el frío con los píes, dejen que la cabeza se hunda entre los hombros, sigan mirando abajo. Allá pasará lo que va a pasar. Y cuando terminen, levanten la mirada y partan. Pero no antes de terminar.

Y si optan por la incineración, quédense y observen. Si no pueden mirar, quizás deben reconsiderarlo. Pónganse donde puedan oír la crepitación y el chisporroteo. Traten de percibir el olorcillo de los sucesos. Caliéntense las manos en el fuego. Ése puede ser un buen momento para una canción. Entierren las cenizas, la escoria y los huesos. Los pedazos del cajón que no se quemaron.

Pónganlos dentro de algo.

Marquen el lugar.

Sientan el hambre. Es de buena educación. Aliméntenlos bien. Este trabajo abre el apetito, como ir a la orilla del mar o recorrer el camino que bordea el acantilado. Después de eso, permanezcan sobrios.

Nada de esto me incumbe. No estaré ahí. Pero si me preguntan, éste es un consejo gratis. ¿Conocen la parte en la que todo el mundo dice que es hora de hacer una fiesta? ¿Qué el muerto siempre insistía en que todos lo pasaran bien, que se tomaran unos cuantos tragos, que rieran y fueran felices? No soy uno de ellos. Creo que el viejo maestro tenía razón en esto. Hay un tiempo para bailar. Y puede ser que éste no sea uno de ellos. Los muertos no les pueden decir a los vivos que deben sentir.

Se acostumbraba guardar un año de luto. La gente usaba brazaletes, ropa negra, no ponía música en la casa. Colgaban guirnaldas negras sobre la entrada. Los deudos eran identificables. Se permitía la pena durante un año, los sueños y la vigilia, la tristeza y la rabia. Llorar y reír en lugares equivocados. Contener la respiración al oír el nombre. Al cabo de un año, la gente volvía a la vida normal. «El tiempo cura» era lo que se decía para explicar esto. Si no era así, naturalmente, se declaraba alguna versión de «locura» y la necesidad de ayuda profesional.

Lo que sea que tengan que sentir, siéntanlo: la liberación, el alivio, el temor y la libertad, el miedo a olvidar, el dolor sin brillo de su propia mortalidad. Vayan a casa en pareja. Busquen la tibieza de la piel que todavía los calienta. Vayan con alguien a quien puedan confiar sus lágrimas, su rabia, su asombro y su silencio absoluto. Hagan esa parte; cuanto más pronto mejor. La única manera de sortear estas cosas es pasando por ellas.

Sé que no debo seguir con esto.

He tenido este problema toda la vida. El de dirigir funerales.

A ustedes les corresponde —mi funeral—, no a mí. La muerte es de ustedes y tendrán que vivir con ella cuando yo muera.

Así que aquí tienen un cupón válido para Desconocer. Y otro que dice Aprobado. Ignoren, con mi bendición, todo lo que he dicho distinto de Ámense los Unos a los Otros.

Vivan para siempre.

Lo que en realidad quería era un testigo. Para que diga que fui. Para que diga, aunque suene tonto, quizás soy.

Para que digan, si les preguntan, fue un día triste después de todo. Fue un día frío y gris.

Febrero.

Desde luego que en cualquier otro mes estarán por su propia cuenta. No teman, sabrán que hacer. Váyanse ahora, creo que están listos.


Tomado de: Thomas Lynch. El enterrador. Alfaguara. Madrid, 2004.