lunes, 28 de septiembre de 2009
La zafra del dolor profundo, de Gabriel García Márquez
El ataúd llega antes del amanecer. Entonces se transforma el ambiente, porque algo parece indicar a la gente de La Sierpe que lo que proporciona a la muerte una dimensión de pavor, no es propiamente el cadáver, sino la caja mortuoria que el carpintero de La Guarida fabrica a la carrera, con tablas mal claveteadas y sin cepillar, cada vez que de los pantanos surge un hombre con una soga cortada a medida del muerto. A cualquier hora del día o de la noche en que un mensajero de La Sierpe toque a la puerta del carpintero de La Guarida, el hombre se levanta dispuesto a trabajar, pues sabe que por muy diligente que sea el mensajero quien está necesitando el ataúd tiene por lo menos seis horas de estar tirado en un rincón, pudriéndose entre los cerdos y las gallinas.No siempre ha sido un hombre que viene por el ataúd lo suficientemente veloz como para no cruzarse en el camino con otros mensajeros que viajan a La Guarida en busca de más ataúdes. El aguardiente que se consume en La Sierpe produce una embriaguez de mala índole, cuyas consecuencias no son en todos los casos el convencional dolor de cabeza y el malestar al día siguiente. La intoxicación y la reyerta pueden poner también sus velas en el entierro, si la tardanza del ataúd prolonga los festejos hasta las horas de la mañana. Sólo una vez colocado el muerto dentro de la caja, la gente recoge sus mesas de juego y sus ventorrillos y regresa a sus casas, para volver a la de los dolientes nueve noches después, a repetir la fiesta
El cementerio de La Guarida
Por tradición, los muertos de La Sierpe son enterrados en La Guarida. No es preciso llenar los formulismos del registro civil, ni solicitar permiso para ocupar el cementerio. Allí están apiñados e indiscriminados bajo un montón de cruces, hombres, mujeres y niños anónimos, víctimas de la malaria y la disentería. O los cuerpos hinchados y deformes de uno de cada diez mordidos de serpiente. Sólo los cadáveres de los ahogados o los muertos por machetazos no reposan en el húmedo y estrecho cementerio de La Guarida. A los primeros se les deja insepultos, para solaz de los gallinazos, porque la del ahogado es muerte impura en el extraño código moral de La Sierpe. A los segundos los sepulta quien los encuentre en el camino, después de cavar un hueco donde pueda reposar el cuerpo
"El largo viaje de regreso"
El cadáver es acompañado hasta La Guarida por hombres y mujeres voluntarios, que lo hacen por afecto al muerto, por consideración a los dolientes o, simplemente, por seguir adelante con la fiesta. El ataúd es amarrado a cuatro palos y transportado en hombros a través de los pantanos, por los senderos menos profundos, de manera que el agua no le cvaya a los conductores más arriba de la cintura. Al cuerpo lo sigue un cortejo de hombres cargados con calabazos de aguardiente y de mujeres con niños y animales, que aprovechan la compañía para hacer compras en La Guarida. Pero el viaje dura el doble que uno normal, pues es viaje con prolongadas estaciones, en el que vuelve a ser el muerto la cosa menos importante.
Donde encuentran una casa, la comitiva fúnebre se detiene a conversar, a beber café y aguardiente. Si a más de sed hay hambre, los propietarios de la casa improvisan un almuerzo con el sacrificio de un cerdo o varias gallinas, como contribución al duelo. Pero el motivo del viaje no penetra a la casa. El muerto es abandonado en un lugar distante de la vereda, desde donde no llegue el acre testimonio de que tiene más de veinticuatro horas.
Del lugar menos distante de La Sierpe a las primeras casas de La Guarida los dolientes más urgidos no transportan un muerto en un día. La carga es demasiado incómoda de llevar a través del pantano y a esa circunstancia se recargan la parsimonia y la indiferencia de quienes convierten el viaje en una bulliciosa y pintoresca travesía. Generalmente, un cadáver que abandona su casa acompañado por media docena de personas, llega a La Guarida seguido por un grupo de más de veinte , pues a lo largo del camino se incorpora a la comitiva todo aquel que tiene un viaje aplazado por falta de buena compañía. O una juerga aplazada por falta de oportunidad. Durante un día y media noche, cuando menos, el grupo chapalea en el pantano, abriendo trochas, bebiendo, conversando, conduciendo una caja por cuyas junturas se escapa el espeso tufo del muerto. Sólo cuando llegan a las tierras secas de La Guarida los dolientes procuran recuperar el tiempo perdido y se echan a trotar.
El muerto alegre
Aquello no es un capricho. Es una ceremonia. Quien ha oído hablar de La Sierpe, también tiene noticia de una de sus más patéticas prácticas: el muerto alegre. Es la dramática ceremonia a través de la cual el cadáver informa a quienes lo llevan a la sepultura, si está conforme o insatisfecho con su estado.
Como el cadáver no es amortajado, sino colocado en una caja hecha sobre medidas imprecisas, el cuerpo no ajusta siempre en el ataúd. Cuando el cortejo se echa a trotar en los terrenos secos de La Guarida, el cadáver desajustado golpea contra las tablas, al compás del trotecillo alegre de quien lo conducen. En determinadas circunstancias el cuerpo no da tumbos dentro de la caja y sus conductores consideran su silencio como una confesión de su incomodidad en la muerte. Pero en la mayoría de los casos el cadáver golpea, adquiere y conserva el ritmo del trote. Esa señal precipita el regocijo de la comitiva y estimula la juerga.
"Va alegre el muerto. Va alegre el muerto", gritan entonces los sencillos habitantes de La Sierpe, que irrumpen jadeantes y dichosos en la calle de La Guarida, donde viene a sepultar un cuerpo maltratado y descompuesto. El cadáver de un hombre que fue justo, y pregona, con fuertes y acompasados golpes de su cabeza contra las tablas, que se siente feliz en el paraíso.
Final en "Zafra"
En dos casos se cantan la "zafra" en los campos del departamento de Bolívar: en la recolección de las cosechas y durante la cavación de las sepulturas. En La Sierpe se conserva esta práctica, sólo para el último de los casos. Así que cuando el cortejo llega al cementerio con el muerto alegre, el sepulturero está aguardándolo al borde de la fosa y lo saluda con una tonada afilada y vibrante, original de la región, cuya extraña belleza y cuya desconcertante sabiduría recuerdan por algún motivo las coplas de Jorge Manrique. La tonada tiene un nombre sencillo: "La zafra del dolor profundo"
La zafra del dolor profundo
El ataúd es una nave
que el que se embarca no vuelve.
Es un sueño para siempre
que tan sólo Dios lo sabe.
Este mundo es una bola
que en sus vueltas nunca para,
lo que no es hoy es mañana
si no en esta misma hora.
Pero se creen muchas personas
que la plata en todo vale;
Dios es un ser muy notable,
da lo bueno y da lo malo.
Hecho del cedro que es palo
el ataúd es una nave.
Las torres más elevadas
de aquel verdadero templo,
se han de caer con el tiempo,
más tarde , y nunca se paran.
Porque es una verdad probada,
dicen los inteligentes,
que el que tiene es el que pierde:
el pobre no pierde nada.
Esto es un mar que no para,
que el que embarca no vuelve.
Es muy cierto que la plata
infunde mucho respeto,
pero en llegándose el tiempo
la muerte a todos nos mata.
Quien creyera que se salva
con plata y sin tener suerte
no sabiendo que la muerte
mata al pobre y mata al rico.
Que por disposición de Cristo
Es un sueño para siempre.
La memoria no me da
para explicarme más claro,
pero Dios en realidad
da lo bueno y da lo malo.
Esto pronuncian mis labios:
el hombre debe ser suave,
tener buenas amistades
y no hacer mal a ninguno.
Tantas vueltas que da el mundo
que tan sólo Dios lo sabe.
Tomado de Gabriel García Márquez. Crónicas y reportajes. Instituto Colombiano de Cultura. 1976. Páginas 43 a 50
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Obsesiones compulsivas: Cuando los derechos de las mujeres poco importan
Por supuesto que el tema del aborto es un tema trascendental y la clínica de la mujer no le puede dar la espalda, más hoy cuando hay un respaldo constitucional al asunto y está de por medio miles de muertes injustas por malas prácticas o por circunstancias asociadas como la historia de Martha Zulia González, la héroe anónima que retrata Salud Hernández-Mora en esta columna publicada en El Mundo de España en 2007 (supongo que en este mojigato país ningún medio estuvo dispuesto a hacerlo).
De paso los invito a leer también un par de textos míos para que pensemos qué tanto nos importan los derechos y la salud de las mujeres:
Dos mujeres y una enfermedad
Nacida para parir
Salud Hernández-Mora
Martha Zulia González no había pensado nunca en el aborto, incluso lo reprobaba, hasta que vivió en propia carne el drama de decidir entre acabar con una vida en ciernes o salvar la suya. Hace tres años, cuando tenía 35, quedó embarazada contra todo pronóstico, puesto que se había ligado las trompas. Ocho semanas más tarde, le diagnosticaban un cáncer de cuello uterino.
Nadie quiso entonces someterla a sesiones de quimioterapia, porque pondría en riesgo la vida del feto. La mujer, angustiada porque era cabeza de hogar y madre de otras tres chicas, propuso abortar a fin de superar la enfermedad y encargarse de las niñas. Pero ningún médico quiso practicarle una cirugía que era ilegal y podría costarles la cárcel, a pesar de ser conscientes del grave riesgo que corría la paciente.
A los cinco meses, cuando nació el bebé con cesárea, los galenos descubrieron que el pequeño tumor de 0,5 centímetros, que un tratamiento regular hubiera eliminado, se había convertido en una masa de ocho centímetros. Le dijeron a Martha Zulia que la enfermedad había hecho metástasis y que no podían hacer nada para ayudarle. Estaba desahuciada.
«El obispo de Pereira me dijo que el aborto es un pecado muy grande, pero yo le contesté: póngase en los zapatos míos y hablamos», contaba Martha a EL MUNDO hace un año, cuando aún soñaba con tener tiempo suficiente para conseguir un techo para su familia. Vivía sola con sus hijas y se ganaba la vida vendiendo las arepas que amasaba en su casa cada madrugada, antes de ir a trabajar como asistenta.
Su caso llegó a oídos de una organización que trabaja a favor de la despenalización del aborto, entraron en contacto y Martha se convirtió en su mejor cruzada. «Por mí ya nada se puede hacer, pero sí por muchas mujeres que hay en el país en las mismas condiciones», decía.
Gracias a una donación, recibió un tratamiento de medicina alternativa, que le aliviaba algo sus dolores. También con otra ayuda, Martha ingresó en la Universidad pública para estudiar Literatura. Pero los últimos dos meses de su vida los pasó en cama, muy enferma. Al verse obligada a dejar de trabajar, ya no tuvo cómo pagar el alquiler de su modesta vivienda, por lo que se vio obligada a hacer en vida lo que quiso evitar tras su muerte: repartió a las hijas entre familiares. La pequeña, de tres años, la dejó al cuidado de una tía; las dos de en medio, de siete y seis, quedaron con el padre, un hombre que se había desentendido de las niñas tiempo atrás, y Martha se fue con la mayor a casa de otra pariente.
Murió el lunes pasado. Al día siguiente, la cremaron como había dispuesto, gracias a que durante meses pagó a plazos a una funeraria para que le prestara ese servicio. No quiso funerales ni demostraciones públicas. La única razón para estirar una existencia muy dura, su único deseo, no lo pudo ver cumplido. Sus hijas viven separadas y con un futuro incierto.
Para honrar su memoria y sus sueños, Women's Link Worldwide, la ONG que le ayudó y que lideró la ley que permite el aborto en unos pocos casos en Colombia, promueve una campaña para conseguir fondos que permitan adquirir una casa para las hijas de Martha.
Martha Zulia González, luchadora por la despenalización del aborto, nació en Pereira (Colombia), localidad en la que murió el 11 de junio de 2007 a los 37 años de edad.
Publicado en el periódico El Mundo de España el día 19 de junio de 2007
martes, 22 de septiembre de 2009
Con el pucho de la vida...
Ayer, 21 de septiembre de 2009, fue sansionada la Ley 1335 para el control del tabaco en Colombia. El asunto me alegra. Una de cada tres muertes en el mundo están relacionadas con el consumo de tabaco y no es justo que un fumador invierta en es-fumar su vida mientras las compañías tabacaleras (las mafias tabacaleras) son cada día más y más ricas. Sin embargo, la forma como se ha comenzado a divulgar la Ley en los medios y, quien sabe, la forma como va a ser reglamentada podría llevarnos a situaciones que podrían vulnerar los derechos fundamentales.
Constitucionalmente en Colombia, cada quien debería tener el derecho a envenenarse con lo que le de la gana... eso sí, que sea un suicidio informado, que la gente sepa lo que se está metiendo: tabaco, trago, perico, cilantro, antidepresivos, sexo, juego, internet, lo que le de la gana.
No sé, el tema tiene tanto de ancho como de largo y con la creciente y perversa tendencia a recortar libertades por estos lares, me da sustico de lo que pueda suscitar la Ley. Una medida de salud pública puede transformarse en una punitiva y discriminatoria. Como decía un grafitti que veía mucho en Bogotá: "el presidente me da miedo".
Por ahora les dejo este ensayito polémico relacionado con el tema de la genial Leila Guerriero y que fue publicado en El Malpensante en 2005.
Leila Guerriero
Soy predadora.
Tomado de El malpensante Nº 65 (Septiembre - octubre de 2005)
jueves, 17 de septiembre de 2009
Empeliculado: La clase (Entre les murs)
Reconozco que me gustan las películas de maestros: Descubriendo a Forrester, La sociedad de los poetas muertos, La profesora de piano (medio porn pero bacana), Cadena de favores, Billy Elliot, Saint Ralph, Los coristas, Elephant y, no puede faltar, el Karate kid: "wax on, wax off". Pero en todos hay heroes o antiheroes: el maestro redentor, el alumno suicida o el que va y mata a todos los compañeros de la escuela. En La clase no. Aquí no hay heroes. La historia transcurre en una escuela en algún lugar de Paris, un salón de clases, un maestro y un grupo de alumnos, de adolescentes de hoy, que a veces son crueles, a veces amorosos. Un profesor que intenta hacer bien su trabajo, pero que no es un martir de la educación, que no rehabilita a nadie, que no da la vida por sus alumnos. No. Es un profesor de la vida real, son estudiantes de la vida real, con problemas reales y sin soluciones heróicas, en ocasiones, más bien, sin chance de solución.
Es una muy buena película, todos los elogios y premios recibidos son bien merecidos. Vale la pena.
domingo, 13 de septiembre de 2009
La voz de Dios
Suele repetirse que la música es la voz de Dios. Anoche la escuche, pero además se me cumplió un deseo con el que he soñado muchas veces: que Dios no sea la imagen cristiana del macho barbado sino una dulce mujer que me mima y me arrulla. Ella lo hizo. Omara Portuondo cantó en el Teatro Metropolitano de Medellín, y me mimo, y me arrulló, y me sentí en el seno de Dios, mejor, de una Diosa única onmipotente y bella; llena de la sabiduría que le otorgan sus 79 años en esta tierra. Cantó y nos llevó, con cada gesto, con cada sútil y lento movimiento, con cada nota del potente instrumento que es su voz, al extasis. Ascendí por varios minutos al cielo, para luego descender a esta tierra donde sólo me queda el eco de sus canciones en varios CD que me recordarán que Dios existe y es mujer.
¡Gracias, Omara!
jueves, 10 de septiembre de 2009
Poeta: Alejandra Pizarnik
La enamorada
ante la lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.
hoy te miraste en el espejo
y te fuiste triste estabas sola
y la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió
enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado
oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!
domingo, 6 de septiembre de 2009
Literatura felina: de nuevo Hemingway
Ernest Hemingway
Sólo dos americanos paraban en el hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar. Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario. La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás.
–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.
–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.
–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito! El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.
–No te mojes –le advirtió.
La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.
–Il piove –expresó la americana. El dueño del hotel le resultaba simpático.
–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero. –No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.
Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.
–¿Ha perduto qualque cosa, signora?
–Había un gato aquí –contestó la americana.
–¿Un gato?
–Sí il gatto. –¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír
–¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?
–Sí; se había refugiado en el banco –y después– ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito. Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.
–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.
–Me lo imagino –dijo la extranjera.
Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. El padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.
–¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.
–Se ha ido.
–¿Y donde puede haberse ido? –dijo él, descansando un poco la vista. La mujer se sentó en la cama.
–¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba ese pobre gatito. No debe resultar agradable ser un pobre minino bajo la lluvia.
George se puso a leer de nuevo. Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.
–¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.
George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rapada como la de un muchacho.
–A mí me gusta como está.
–¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho. George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.
–¡Caramba! Si estas muy bonita –dijo.
La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.
–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.
–¿Sí? –dijo George.
–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.
–¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.
Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras. –De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.
George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.
Alguien llamó a la puerta –Avanti –dijo George, mirando por encima del libro. En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato de color de carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.
–Con permiso –dijo la muchacha– el padrone me encargó que trajera esto para la signora.
Tomado de: Cuentos de Ernest Hemingway. Editorial Lumen. Bogotá, 2007. pp. 205-211.
miércoles, 2 de septiembre de 2009
A juicio: Voces del desierto, de Nélida Piñon
Sale de excursión con el pensamiento por Bagdad. Se traslada igualmente por el mundo sin que sofrenen su ímpeti. De vuelta a los aposentos, Scherezade sigue la regla básica de no distanciarse un solo momento de sus historias.
Yendo con Fátima al mercado, había aprendido que, para seducir al oyente, convenía obedecer a pautas respiratorias, dar a las palabras dosis de pecado. Hasta para vender una granada, de esplendor dorado, era menester teatralizar lo cotidiano, hacer ver al comprador que, originaria de Asia, se le atribuía a la fruta el milagro de aumentar los senos de las favoritas del Califa, escasas en volúmenes físicos.
Muy pronto, había creado expectativas en torno a cualquier tema. Desde las lámparas de Aladino hasta el mástil del barco de Simbad. Iba fácilmente encaminándose por la colmena de las abejas del huerto de su padre, que le ofrecía la arquitectura ideal donde encontrar las llaves embadurnadas de miel con las cuáles abrir una historia.
Sherezade había aceptado a Jasmine a sus pies como a un mastín que disimula la ferocidad a cambio de su devoción. No le hace amonestaciones cuando la esclava desvía la atención de su trabajo, no controla su deseo de sustituir la memoria de Fátima en la intimidad de la princesa, atropellando las palabras que le salen al borbotones por las comisuras de los labios, la sofrena de repente, en pro de la anhelada armonía del conjunto.
Dinazarda interrumpe las divagaciones de la esclava. Entra y sale de los aposentos escondiendi de su hermana lo que lleva a las lágrimas y contribuye a revelarle una realidad cruenta, en la inminencia de abatirse sobre ellas. Reproduce, a lo sumo, siempre en proporciones reducidas, el remedo del drama. Ya le basta con vivir bajo la constante amenaza de muerte desatada por un Califa qu, enredado en los ardides y en las traiciones, se mantiene indiferente al empeño de Scherezade en dar veracidad a las diversas voces de sus criaturas, en imprimir disimulación a sus relatos.
Exhausta, Scherezade aparta a Jasmine con un gesto. La empobrece el esfuerzo de afrontar dilemas y conflictos venidos de todas partes, a los que se añaden los dolores particulares. Recostada en los cojines, sola finalmente, busca significado en lo que había contado en la víspera. Le parece que sólo induciría a Aladino a centellear aquella noche si lo hiciese adoptar otro papel, además del de vendedor de lámparas. Tal vez debería convertirlo en príncipe, a pesar del contraste de sus modales rústicos. Bajo su batuta, enseñándole a guiñar los ojos, a contraer los músculos de su fisonomía, traduciendo de esta forma una astucia convincente.
Sherezade reconoce a su actividad de contadora de historias como improductiva. Un oficio hace mucho relegado a la oscuridad, rindiendo a sus practicantes escasas monedas. Por eso mismo ejercido en el bazar por los desvalidos de la suerte, los alcanzados por una invencible melancolía. No pasando ella, pues, de mera contadora, lleva en sus alforjas un puñado de enredos que exhalan un aroma popular. Es ella una anónima que, si no hubiese nacido princesa, estaría hoy en la miseria.
Ve, con los años, que forma parte de una raza que, aunque despreciada por los doctos maestros de las escuelas coránicas, osa hospedar sus historias en las callejuelas de la medina, atraída por el olor de las frituras, de los cuerpos sudorosos, por la promesa de la inmortalidad. Ganando a cambio, gracias a su fidelidad, la regalía de ser mujer, hombre, roca, cordero, menta, genio de la botella, todos, todos los estados al mismo tiempo, sintiendo cada cual con igual intensidad.
Siempre había amado el silencio imperecedero de aquellos seres del desierto que, al loar al Profeta, suspendían la respiración, por resultarles fácil renunciar a la vida si fuera necesario. Scherezade, sin embargo, no vive en la esfera de la fe. Para su naturaleza disconforme, la religión no constituye una vocación. Al contrario, centrada en la trivialidad de lo cotidiano, hace mucho se había alejado del plano divino, a fin de lanzarse a la furia de los personajes que desgobiernan su imaginación. Ante la simple idea de que nada le apacigua el espiritú fuera de sus criaturas, ella sonríe, consiente que Jasmine se acerque de nuevo, le haga compañía.
Tomado de: Voces del desierto de Nélida Piñon. Alfaguara. Bogotá, 2006. Páginas 85 a 87.
Todavía recuerdo cuando en 1995 Isaías Peña nos dijo en alguna sesión del Taller de Escritores de la Universidad Central que si le preguntaban sobre qué autor latinoamericano merecía el Nobel, no dudaría en plantear que Nélida Piñon. Hasta entonces no tenía idea de su existencia. Es más, Brasil era un país literariamente inexistente para mí. Pero en la siguiente feria del libro de Bogotá, con mi casi inexistente sueldo de interno compré La república de los sueños. La leí, me enamoré de sus personajes, de su historia y de la magistral forma de narrar de Nélida Piñon. Ella fue mi puerta de entrada (un inmenso portón) al Brasil, luego vino Rubem Fonseca, Jorge Amado, Joao Guimaraes Rosa, Euclides da Cunha y Clarice Lispector. No entiendo muy bien porque estando tan cerca estamos tan lejos de Brasil.
Pero volvamos a Nélida Piñon y Voces del desierto. Todos conocemos la historia de Sherezade y las mil y una noches. Muchos de nosotros jugamos a ser Simbad o nos dormíamos en la noche soñando que al día siguiente en un rincón del patio del colegio nos encontraríamos un genio atrapado en una botella de gaseosa que nos cumpliría todos nuestros deseos. ¿Pero qué sabemos de Sherezade, de la mujer que se supone inventó aquellas historias? ¿Cuáles fueron sus angustias al tener que inventar noche a noche una nueva historia para sobrevir ella y salvar la vida de las mujeres de su reino? Esa es la búsqueda que propone Nélida Piñon en esta novela.
Voces del desierto hubiese podido ser un gran ensayo sobre Las mil y una noches, pero la autora eligió hacerlo desde la ficción; recrear el palacio y permitirnos acompañar a Sherezade en su cotidianidad y en su proceso creativo, aderezado, además, con una prosa musical sin par. Pueden pasar páginas sin que suceda nada en la historia, pero uno siente que la novela lo está arrullando, aunque nada pase... Sí, como en un buen poema.
Pero ese es su principal pecado, también. En realidad, en la novela nada pasa. Claro, pero qué más quería que pasara, si esta mujer está atrapada en el palacio y el día se le va en imaginar que cuento le va a echar al sultán y la noche en follarselo (más sufrimiento que placer) y en contar sus historias.
La historia se centra en Sherezade. Si bien está Dinazarda, su hermana, el visir, su padre, y Jasmine, su esclava, son subsidiarios y dependientes de ella como personaje principal.
No sé... ¿qué tal si mejor hubiese sido un ensayo, si despojamos la obra de la pretención metaliteraria de crear ficción sobre la ficción? No sé... No me convence del todo la vida inventada por Nélida Piñon para Sherezade, me quedó con mi versión original de Las mil y una noches y de la autora prefiero sus otras novelas y cuentos.
Si deciden leerlo no se van a arrepentir; es un bello libro. Pero si espera "Las aventuras de Scherezade" en el mismo tono épico de Las mil y una noches, no lo van a encontrar. Es una reflexión íntima (y no del todo convincente) del conflicto que debió vivir Sherezade entre el placer de tejer sus muchas historias y la obligatoriedad de hacerlo.