domingo, 31 de agosto de 2008

La realidad es una novelista pésima

El 17 de junio de este año se reunieron Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Arturo Pérez Reverte en Santillana del Mar, España, para hablar de su proceso creativo como escritores. Los videos se pueden ver completos en El Boomeran(g).

Aquí les traigo la transcripción de un fragmento del discurso de Javier Marías, donde afirma que la realidad es artera a la hora de crear textos literarios. Si le siguen la pista al texto o ven el video completo, se darán cuenta, que de alguna forma, aunque sin mencionarlo, sale mal librado el periodismo narrativo… ¿Será demasiada pretensión? ¿Sólo la ficción es la llamada a recrear la realidad? ¿Todo texto literario es por obligación ficción?

¿Qué dicen ustedes? ¿Qué opinan los cronistas y los lectores de “no ficción” que visitan este blog?


¿Qué tendrá de peregrino o inverosímil, de excesivamente azaroso, de arbitrario y barato esta historia para que habiendo sucedido en la realidad me la quieran contar, y además me avisen que debo creérmela, en todo caso, me la crea de hecho o no, por que efectivamente se dio así o así tuvo lugar, tanto si me gusta como si no?

Soy de los que opinan, me doy cuenta, en contra de lo que opina mi época y tanto los escritores y críticos fascinados por términos vacuos y algo pedestres como auto ficción o faction, la combinación inglesa entre Fact y fiction, entre realidad y ficción, que la única manera de contar algo verdadero es mediante el elegante y pudoroso disfraz de una invención, precisamente porque el que inventa o fabula, si lo hace bien y con consideración, o por lo menos no es mastuerzo, nunca va a plegarse a las groseras y rocambolescas imposiciones de la realidad.

Recuerdo haber dicho hace un par de años en una entrevista para The Paris Review que la realidad era una novelista pésima, porque ni elije, ni ordena ni dosifica; porque admite todas las casualidades sin rechistar, que otra cosa puede hacer si se dan en ella, porque traba con todas las inverosimilitudes, hasta en las que en una novela o en una película nos llevarían a exclamar con irritación: ¡venga ya, cómo se atreven, como pretenden que me crea esto! Porque no selecciona, ni oculta, ni aplaza cuando le tocaría seleccionar u ocultar o aplazar, porque es perfectamente capaz de arruinar un misterio o una incertidumbre y echar por tierra una zozobra, porque carece de intención y lo que es más grave, de estilo; porque a veces desconoce las pausas y otras, las prolonga en exceso, hasta hacernos perder el hilo y desinteresarnos, porque está llena de personajes planos y de situaciones sin tensión y nos informa sin cesar de detalles superfluos cuando no tediosos como el menú completo de cada comensal en el transcurso de un almuerzo, porque en ocasiones arroja tanta luz y en ocasiones tanta tiniebla que lo que parecía una historia acaba por no poder serlo, pues se sabe todo de golpe o no hay forma de averiguar nada respectivamente, porque a menudo le falta ritmo o está llena de tiempos muertos o bien se le agolpan los acontecimientos. Lo cierto es que intuitivamente casi todo el mundo está al tanto de eso y quienes cuentan historias reales incurren con demasiada frecuencia en una contradicción, por un lado, recurren a la veracidad de los hechos como aval para lo que están relatando. “Miren que esto pasó, que no me lo estoy inventando a mi conveniencia ni a mi comodidad, que por increíble que parezca las cosas sucedieron así”, y por otro, procuran que lo que es una ración de lo acaecido se parezca a una ficción, porque lo que nunca hacen es contarlo todo, contarlo tal como ocurrió, sin dejar por fuera un minuto, un detalle, una pausa, ni una espera, ni un diálogo insignificante. Por el contrario, omiten todo eso y hacerlo intentan que en su relato la realidad se aproxime o se asimile a la invención: “miren, esto pasó, pero tal cual como ustedes lo oyen o leen y como yo se los cuento, parece que no hubiera pasado, mi historia es tan perfecta que sería imposible que se hubiera desarrollado así por azar, sin la intervención de alguien, que mediara una voluntad, un ingenio, una ardid, una maquinación o un plan”.

lunes, 25 de agosto de 2008

Nacida para parir en CIPER


En mayo pasado publiqué la crónica Nacida para parir en este blog. Invito a quienes no la leyeron en esa ocasión a que le den una mirada en la página Web del Centro de Investigación e Información Periodística -CIPER- de Chile.
Son bienvenidos todos los comentarios.

domingo, 24 de agosto de 2008

Una hamburguesa de McDonald's

Cuando iban a disparar, el condenado cayó al suelo. Después de un instante de silencio, un cabo, que hacía parte del pelotón, se acercó, lo ayudó a levantar y le preguntó desconcertado:
─¿Qué te pasa? ¿Qué tú quieres chico?
─Una hamburguesa de McDonald’s ─respondió suplicante y empapado en sudor, bajo el inclemente sol tropical del mediodía─. Con papas fritas y Coca-cola.
El cabo, confundido, lo dejó de nuevo contra el muro de fusilamiento y le comunicó la petición al sargento, quien de inmediato se lo dijo al capitán y éste al coronel y éste al general, quien, con el rostro constreñido, subió al balcón presidencial y se lo susurró al oído al comandante en jefe:
─El tipo quiere una hamburguesa de McDonald’s.
El viejo líder no respondió. Con su mano, arrugada y tersa, le hizo una seña al ministro de relaciones exteriores. Éste se acercó, lo escuchó y salió del lugar. La gente del común, el equipo de gobierno, el pelotón de fusilamiento y el prisionero tuvieron que esperar varias horas mientras el ministro se reunía con el encargado de la oficina de intereses norteamericanos y le hacía la solicitud. Tuvo que negociar arduamente para que el gobierno de los Estados Unidos aceptara exportar una hamburguesa para cumplir el último deseo de un condenado a muerte. Finalmente, un vuelo expreso, procedente de Miami, condujo hasta la vieja ciudad el encargo en una caja refractaria.
Al caer la tarde, apareció en el sitio de la ejecución un grupo de soldados con una mesa pequeña de madera, un taburete y un paquete amarillo que contenía una Big Mac, una porción de papas a la francesa y una Coca-cola dietética.
Le soltaron las manos. Se sentó y sin ninguna premura sacó los alimentos, los organizó en la mesa y dio el primer mordisco a la hamburguesa. Se tomó su tiempo con cada bocado, creyó percibir los esteroides suministrados al ganado en la delgada porción de carne y los preservantes de los pepinillos fermentados, todo apretado entre dos tajadas de pan hechas, ciento por ciento, con trigo transgénico. Tragó con dificultad las papas elásticas y disfrutó, a pesar del Nutrasweet, el suave escozor que las burbujas de Coca Cola hacían en su boca. Al terminar pensó satisfecho que ese era el sabor de la libertad por la que se hizo condenar. Tomó la servilleta marcada con dos arcos amarillos, se limpió los labios, se levantó y le dijo con una sonrisa complacida al viejo comandante que lo miraba desde la sombra de su balcón:
─Estoy listo.
Aunque eran ocho sus verdugos, sólo recibió tres impactos, uno en el pulmón derecho, otro en el muslo izquierdo y otro, el que lo liberó, en el ventrículo izquierdo del corazón.

Cuento publicado el domingo 9 de enero de 2005 en la revista Generación del periódico El Colombiano

miércoles, 20 de agosto de 2008

Que no le pase a usted... ni a mí

Esta caricatura de Quino la recorté del periódico y la tengo guardada desde hace varios años como un amuleto que me recuerda todos los días que tengo que pasar del primer capítulo.

Transcribo el texto abajo.



Capítulo primero:

Una idea, una única idea le había martillado la mente durante toda su vida: ser escritor.
La lucha por subsistir lo arrastró a otros oficios. Pero finalmente el gran momento había llegado. Tembló su mano de emoción al escribir:


Capítulo primero:

Una idea, una única idea le había martillado la mente durante toda su vida: ser escritor.
La lucha por subsistir lo arrastró a otros oficios. Pero finalmente el gran momento había llegado. Tembló su mano de emoción al escribir:


Capítulo primero:

Una idea, una única idea le había martillado la mente durante toda su vida: ser escritor...

sábado, 16 de agosto de 2008

Karadzic y Pinochet: ¿personajes de Bolaño?

En el mes de julio de 2008 sucedieron tres hechos aparentemente no relacionados, pero que guardan una interesante conexión literaria: la captura de Karadzic, el fallo del Premio de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano (FNPI) y los cinco años de la muerte del escritor Roberto Bolaño.

¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?


Caso uno

Radovan Karadzic, médico psiquiatra y expresidente serbiobosnio, fue uno de los grandes genocidas de nuestra vergonzosa historia reciente, lo que le confirió el título de El Carnicero de Sarajevo. Tras once años como prófugo lo encontraron haciéndose pasar por un bondadoso médico alternativo.

Un pequeño detalle, resulta que el hombrecito también era poeta:


Convertíos a mi nueva fe, muchedumbre.

Os ofrezco lo que nadie ha ofrecido antes.

Os ofrezco inclemencia y vino

El que no tenga pan se alimentará con la luz de mi sol

Pueblo, nada está prohibido en mi fe

Se ama y se bebe

Y se mira al Sol todo lo que uno quiera.

Y este dios no os prohíbe nada.

Oh, obedeced mi llamada, hermanos, pueblo, muchedumbre.


Esta mezcla entre guerra y poesía es lo que el filósofo Slavoj Zizek llama el complejo poético – militar. Nefasta combinación para incitar al pueblo a la barbarie como lo hizo también Hassan Ngeze en Ruanda para exterminar a los tutsis.


Caso dos


La crónica ganadora de esta versión del Premio FNPI titula Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet del periodista Cristobal Peña del equipo de CIPER en Chile. Pues resulta que nuestro dictador criollo sentía una fascinación especial por los libros, no importaba que no los leyera:


Dos años y medio antes de ser objeto del primer peritaje bibliográfico, cuando las millonarias cuentas del banco Riggs aún permanecían secretas, Augusto Pinochet apareció sorpresivamente por una antigua galería comercial de calle San Diego, en el centro de Santiago. Sin previo aviso, acompañado de su escolta, llegó a visitar a su más fiel y entrañable librero.

En ese entonces Juan Saadé tenía tantos años como Pinochet, que iba para los 90, y aún estaba al frente de la librería de viejos que había fundado en 1941 con el nombre de La Oportunidad. Decía conocer a su cliente predilecto desde que éste era subteniente y solía comprarle libros de historia y geografía de Chile con cheques a plazo. Una vez que quedó instalado en el gobierno, el general de Ejército comenzó a pagar con cheques al día a nombre de la Presidencia de la República.

La afición a los libros fue creciente y antecede a la toma del poder. (…)

Desde joven fue aficionado a los libros, en particular a los de historia, guerra y geografía. De eso no parece haber dudas. Pero lo que resulta irrebatible, porque las cifras son demoledoras, es que a contar del Golpe de Estado, su biblioteca personal experimentó un sorprendente y sostenido incremento, producto no sólo de regalos propios del cargo.

Luis Rivano es vecino de la librería de Juan Saadé y aún guarda cientos de fotocopias con portadas de libros usados que ofrecía con sostenida regularidad al general Pinochet. En su mayoría son textos de ciencias sociales, muchos de ellos de marxismo y política de las décadas de los ‘60 y ‘70, que se salvaron de la hoguera en los días posteriores al Golpe de Estado.

Cuando el general se interesaba por algún título, cosa bastante frecuente, marcaba con un visto bueno la fotocopia de la portada para que Rivano se lo hiciera llegar a través de algún oficial encargado especialmente del tema. De esta forma llegaron a sus manos títulos como Si Yo Fuera Presidente, de Tancredo Pinochet; El Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, de Hernán Vidal; El Gran Culpable, de José Suárez Núñez; El Guerrillero, de Chelén Rojas; Teoría Secreta de la Democracia Invisible, de José Rodríguez Elizondo; y El Mercurio y su Lucha contra el Marxismo, de René Silva Espejo.

El procedimiento fue el mismo con otros libreros de viejos de las Torres de Tajamar, en Providencia. Uno de ellos, que pide guardar reserva de su nombre, recuerda que el general era un comprador compulsivo y de gustos muy definidos. Pedía todo lo que hubiese de Napoleón Bonaparte. Absolutamente todo. Era su gran obsesión. Casi tanto como Ortega y Gasset. (…)

“Era ratón para pagar”, refrenda Octavio, hijo de Luis Rivano, que trabaja en Providencia y tuvo la osadía de devolver a La Moneda un cheque por $80.000 que el general había cancelado a cambio de un ejemplar de La Independencia de Chile, editado por Santos Tornero. “Yo sabía que el libro era bueno y que a él le servía, entonces por una cuestión de prestigio de librero insistí en que me pagara lo que valía”.

Al poco tiempo Octavio Rivano recibió un sobre con el mismo cheque por $80.000 y un adicional en dinero en efectivo. No se habló más del asunto.


Bolaño

Estoy seguro que, de haber estado vivo, Roberto Bolaño hubiera gozado con estos dos casos; pues aunque son dolorosamente reales, los dos parecen personajes suyos. Esa alianza entre el poder, el mal y la literatura, en especial la poesía, fascinaba a Bolaño, y de alguna forma es una constante y una obsesión en toda su obra.

Karadzic y Pinochet están muy cerca de personajes como Carlos Wieder, el teniente Ramírez Hoffman, Amado Couto o Silvio Salvático. Si no los conocen, den un paseo por La literatura nazi en América o por Estrella distante.

Para rematar va un pedacito de Estrella distante que pueda que tenga que ver con el asunto o no (yo creo que sí y mucho), pero que a mí me encanta:

Érase una vez un niño pobre de Chile... El niño se llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan fuerte que perdió los dos brazos. Se los tuvieron que amputar casi hasta la altura de los hombros. Así que Lorenzo creció en Chile y sin brazos, lo que de por sí hacía su situación bastante desventajosa, pero encima creció en el Chile de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada, pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable.

Con todos esos condicionantes no fue raro que Lorenzo se hiciera artista. (¿Qué otra cosa podía ser?) Pero es difícil ser artista en el Tercer Mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica. Así que Lorenzo se dedicó por un tiempo a hacer otras cosas. Estudiaba y aprendía. Cantaba en las calles. Y se enamoraba, pues era un romántico impenitente. Sus desilusiones (para no hablar de humillaciones, desprecios, ninguneos) fueron terribles y un día —día marcado con piedra blanca- decidió suicidarse. Una tarde de verano particularmente triste, cuando el sol se ocultaba en el océano Pacífico, Lorenzo saltó al mar desde una roca usada exclusivamente por suicidas (y que no falta en cada trozo de litoral chileno que se precie). Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo las rocas y a lo lejos los mástiles de unas embarcaciones de recreo o de pesca. Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final. Pero la negrura velaba cualquier objeto que bajara con él hacia las profundidades y nada vio. Su vida entonces, tal cual enseña la leyenda, desfiló por delante de sus ojos como una película. Algunos trozos eran en blanco y negro y otros a colores. El amor de su pobre madre, el orgullo de su pobre madre, las fatigas de su pobre madre abrazándolo por la noche cuando todo en las poblaciones pobres de Chile parece pender de un hilo (en blanco y negro), los temblores, las noches en que se orinaba en la cama, los hospitales, las miradas, el zoológico de las miradas (a colores), los amigos que comparten lo poco que tienen, la música que nos consuela, la marihuana, la belleza revelada en sitios inverosímiles (en blanco y negro), el amor perfecto y breve como un soneto de Góngora, la certeza fatal (pero rabiosa dentro de la fatalidad) de que sólo se vive una vez. Con repentino valor decidió que no iba a morir. Dice que dijo ahora o nunca y volvió a la superficie. El ascenso le pareció interminable; mantenerse a flote, casi insoportable, pero lo consiguió. Esa tarde aprendió a nadar sin brazos, como una anguila o como una serpiente. Matarse, dijo, en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta secreto.

sábado, 9 de agosto de 2008

Obsesiones compulsivas: La pereza

Mañana se celebrará la versión 24 del Día Mundial de la Pereza en Itaguí. Mientras viví en Medellín quise asistir a la fiesta, pero la verdad… me aguante las ganas. En esencia, los ágapes populares me dan pereza.

Eso no excluye que me sienta cómplice de quienes celebran el día de mi pecado capital favorito; por eso les regalo este breve ensayo del extinto Jaime Alberto Vélez publicado hace nueve años en el Magazín Dominical de El Espectador (quiera Dios que pronto resucite… el Magazín, porque el maestro, ni modos).



OCUPARSE DE NADA


Jaime Alberto Vélez


De los siete pecados capitales, el de la pereza es, sin duda, el más difamado de todos. Sobre la pereza suele afirmarse, por ejemplo, que es «la madre de todos los vicios». Pero, en sentido estricto, ¿no ocurre al revés? ¿No constituye la virtud que se le opone, esto es, la diligencia, el origen de todos los males? Nadie más peligroso que un sujeto activo y cumplidor estricto de sus funciones. Por un exceso de diligencia en el actuar se han arrasado montes, se han explotado hasta la fatiga las profundidades del mar, se han mancillado las entrañas de la tierra y ha habido guerras y disputas sin cuento. No puede ser recomendada como una virtud una simple característica que algunos seres humanos comparten con el comején y el gorgojo.


La perfección no reside en el trabajo ni en la continua agitación. Epicuro y Lucrecio, cimas de la inteligencia humana, conceptuaron que los dioses, si eran verdaderos, estaban inactivos. Lao Tsé, por su parte, escribió para la eternidad en el libro del Tao:


Practica el no actuar,

Dedicate a no ocuparte en nada


Platón en el libro V de La República dictaminó que «la naturaleza no ha creado ni zapateros ni herreros”, con lo cual quería dar a entender que muchos de los oficios son antinaturales, es decir, creados y mantenidos artificialmente por la sociedad. ¿Y podría mantenerlos, acaso, sin proscribir la pereza y exaltar la diligencia?

Resulta evidente que si los oficios son creados, también, por la misma razón, las virtudes que los sustentan.


En el más antiguo diccionario de la lengua española, el Diccionario de Autoridades, publicado en 1726, se define la pereza como «dificultad para levantarse de la cama o del asiento». ¿A tan poca cosa se llama «madre de todos los vicios»? Si se mira bien, ¿no andaría mucho mejor el mundo si sus gobernantes retozaran cada día un poco más en el lecho con su esposa o con sus hijos pequeños? La manía de la acción, que otros llaman virtud de la diligencia, llevó al presidente William Clinton a actuar de pie con la becaria Mónica Lewinsky. Pero que nadie se engañe: la lascivia aquí no es hija de la pereza. Una de las características del capitalismo consiste

precisamente en practicar cualquier pecado capital, cualquier vicio, excepto la pereza. Por esta razón, el gobernante permanece de píe, no se acuesta, y es esta diligencia lo que determina una relación impropia. Pero impropia —cabe suponer— significa incómoda. Mejorando el conocido pensamiento de Pascal, se podría decir que los problemas del hombre surgen de no tener una hamaca o un mueble confortable en la casa. Así que el mundo andaría mucho mejor si todos —pero especialmente quienes tienen alguna responsabilidad sobre la

suerte de los demás— tuvieran más amistad con el lecho o con el asiento favorito. Mejor dicho: si dejaran de tomar en serio su ilusorio poder y practicaran el consejo que Ricardo Reis formó por ese pigre de Fernando Pessoa:


Siéntate al sol. Abdica

Y sé rey de ti mismo.


Jaime Alberto Vélez. Magazín Dominical No. 828 del 28 de marzo de 1999. Páginas 8 y 9.

lunes, 4 de agosto de 2008

Una reseña desde el afecto

Sobre el Olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince mucho se ha dicho y escrito. Me gusta mucho la reseña que hicieron Esther Andradi y Adolfo Castañon en Letras Libres, la de Juan Villoro en El malpensante, hace unos meses, y el ejercicio que planteó la revista Píe de Página, donde hay muchas "conversaciónes que el libro de Héctor Abad ha despertado".
Así es, todos los que hemos leído "el libro"
(porque es difícil de catalogar como novela, crónica, biografía, testimonio, entre otros tantos géneros posibles) tenemos nuestra propia lectura a partir de experiencias propias.
Va mi versión, que fue publicada el año pasado
en la Revista Facultad Nacional de Salud Pública, como una invitación para aquellos que aún no lo han leído.


Hace pocos minutos terminé de leer El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince. Quisiera poder escribir con objetividad sobre su estructura narrativa, la evolución de la obra del autor, la relación de este libro con la de otros escritores que le han escrito a su padre, qué si es una novela, una biografía, un perfil, unas memorias; pero no puedo, y no tendría mucho sentido, pues está escrito desde el afecto y desde el afecto escribo también esta nota.

En 1987, año en que asesinaron a Héctor Abad Gómez, yo tenía catorce años. Tal vez la noticia la haya visto en la televisión, pero para mí no habrá significado mucho. Mis prioridades eran las aventuras a campo abierto, como voluntario juvenil de la Cruz Roja, y a campo cerrado, íntimas, naturales de la ebullición hormonal de la adolescencia. La muerte de líderes sindicales, de defensores de derechos humanos, el exterminio de la Unión Patriótica, no eran parte de mis preocupaciones juveniles.

En 2001 ingresé a la Facultad Nacional de Salud Pública “Héctor Abad Gómez” a estudiar la maestría en epidemiología. En esos catorce años mis expectativas cambiaron de ser un héroe que rescataba heridos y muertos en las faldas de Monserrate al deseo de hacer un trabajo que tuviera una repercusión más amplia sobre la salud de las poblaciones.

Dice Héctor Abad Faciolince en su libro que su padre “Soñaba con que hubiera un nuevo tipo de médico, un poliatra, decía él, el sanador de la polis, y quería dar ejemplo de cómo debía comportarse ese nuevo médico de la sociedad, que no se ocuparía de atacar y curar la enfermedad, caso por caso, sino intervenir en sus causas más profundas y lejanas”. Un deseo similar fue el que me impulsó a convertirme en epidemiólogo después de conocer, en mi práctica rural y como médico general en los Llanos Orientales y las selvas de la Amazonía, las condiciones y desventuras que viven muchos colombianos; con la fe de poder contribuir de manera más eficaz a la solución de los problemas de los colectivos humanos y no sólo de los individuos. O expresado de manera más simple por Héctor Abad Gómez en su tesis de grado (y trascrito por su hijo en El olvido que seremos): “La epidemiología ha salvado más vidas que todas las terapéuticas”.

Héctor Abad Gómez es el icono de la salud pública y de la lucha por los derechos humanos en la Universidad de Antioquia y en el país. La Facultad Nacional de Salud Pública lleva su nombre y su busto es testigo de todos los movimientos desde el centro del jardín principal del edificio. El fenómeno es similar a las millones de imágenes del Che que vemos en afiches, posillos, camisetas y gorras, pero que a la hora del té muy pocos saben algo de él. Así mismo pasa con Héctor Abad Gómez en la universidad. Para algunos estudiantes el único significado que representa el maestro es la foto obligada que hay que tomar junto a su estatua como prueba de que se han graduado.

Cuando llegué a Medellín no sabía mayor cosa de él: que había sido un gran salubrista, fundador de la Escuela Nacional de Salud Pública hacía casi cuarenta años y que había muerto por defender los derechos humanos en Antioquia, nada más. A pesar de ser el gran héroe de la facultad, durante la maestría, en ningún curso, se propuso alguna de sus obras como bibliografía.
Hace varios años, en una feria universitaria del libro, encontré en oferta la compilación de sus escritos Manual de Tolerancia editados por la Universidad de Antioquia. La curiosidad por descubrir quien fue el hombre que mereció que una Facultad llevara su nombre me hizo comprarlo en la sección de ofertas por la ínfima suma de dos mil pesos.

Aunque el libro esta conformado por una serie de escritos que probablemente no tenían la intención de ser publicados en un solo volumen, y por eso no guardaban una unidad temática coherente, sí conservaban una unidad ética. En todos era clara la postura honesta, transparente y, casi siempre, romántica del profesor sobre la vida, la medicina, la salud pública y la política. Uno de sus textos en especial me ha marcado en mi breve carrera docente; fue el artículo Hace quince años estoy tratando de enseñar. Trascribo su último párrafo:

“El mero conocimiento no es sabiduría. La sabiduría sola tampoco basta. Son necesarias la sabiduría y la bondad para enseñar y gobernar a los hombres. Aunque podríamos decir que todo hombre sabio, si verdaderamente lo es, tiene que ser bueno. Porque la sabiduría y la bondad son dos cosas íntimamente entremezcladas. Lo que deberíamos hacer los que fuimos alguna vez maestros sin antes ser sabios, es pedirle humildemente perdón a nuestros discípulos por el mal que les hicimos”.

Desde el día que lo leí, de cuando en cuando, agobiado por la lucha de clases en la universidad: clase por la mañana, clase por la tarde y clase por la noche” o por los proyectos de investigación que estaba ejecutando, me detenía un rato frente a la imagen congelada del maestro en el patio de la facultad y le preguntaba desde mis adentros si estaba haciendo bien la tarea; si mi esfuerzo y cansancio contribuirían en algo a defender los ideales que él tenía y que comparto. La respuesta… mía, no desde el más allá, era variable, a veces positiva y otras tantas negativa. Pero el sólo hecho de preguntármelo era un indicio de autocrítica (tan difícil en los profesores universitarios), que me ayudaba a no caer en la trampa común del ejercicio docente e investigativo frío y mecánico.

La reflexión es frecuente y necesaria. Cuando la calidad de la educación superior pública continúa decayendo vertiginosamente, las condiciones de los maestros e investigadores son más paupérrimas y el acceso de los jóvenes a la universidad es más restringido, el pensamiento de Héctor Abad Gómez es urgente. Cuenta su hijo que en la última columna que dejó preparada para el periódico El Mundo de Medellín decía:

“Vivimos una época violenta, y esta violencia nace del sentimiento de desigualdad. Podríamos tener mucha menos violencia si todas las riquezas, incluyendo la ciencia, la tecnología y la moral —esas grandes creaciones humanas— estuvieran mejor repartidas sobre la tierra. Este es el gran reto que se nos presenta hoy, no sólo a nosotros, sino a la humanidad”.

Hace más de un año que no estoy como profesor tiempo completo en la Universidad de Antioquia. Me trasladé a Bogotá, he trabajado como epidemiólogo en una aseguradora de salud y desde hace pocos meses coordino el área de investigaciones del Instituto Nacional de Cancerología y mantengo algunas labores de cátedra con la misma universidad. Siempre, periódicamente, me viene la imagen de piedra de Héctor Abad Gómez y me invita a la misma reflexión, ¿será que con mi trabajo si estoy haciendo algo que valga la pena? No lo sé, pero la fe, la ilusión, ingenua o franca, de que lo estoy intentando me mantiene a flote en la cotidianidad.

El olvido que seremos me ha permitido conocer el lado más humano del maestro. Presentado por el sesgo afectuoso de su hijo. Su intención, más que hacer gran literatura, que no es excluyente, es desatorarse de esa deuda que tenía con su padre y su pasado y permitirnos reconstruir no sólo la historia íntima del hombre y su familia sino los oscuros recovecos que llevaron a exterminar buena parte de la inteligencia del país en la década de los ochenta.

Dice el autor en el último párrafo:
“Y si mis recuerdos entran en armonía con algunos de ustedes, y si lo que yo he sentido (y dejaré de sentir) es comprensible e identificable con algo que ustedes también sienten o han sentido, entonces este olvido que seremos puede postergarse por un instante más, en el fugaz reverberar de sus neuronas, gracias a los ojos, pocos o muchos, que alguna vez se detengan en estas letras”.

Noviembre de 2006