viernes, 23 de abril de 2010

El fin de la soledad

Como ya lo han notado los asiduos a este blog soy un gomoso de eso que llaman las "tecnologías de la comunicación y la información", creo que el potencial que tienen para la educación y para democratizar el conocimiento y la ciencia es mucho; sin embargo esa aparente ventaja también encarna riesgos importantes que William Deresiewicz expone en este buen ensayo publicado recientemente en El Malpensante.



El fin de la soledad

William Deresiewicz

¿Qué quiere el yo contemporáneo?La cámara ha creado una cultura de la celebridad; el computador está creando una cultura de la conectividad. Al tiempo que convergen (la web pasa del texto a la imagen gracias a la banda ancha y las redes sociales extienden cada vez más el tejido de la interconexión), las dos tecnologías revelan un impulso común. Tanto la celebridad como la conectividad son formas del reconocimiento. Eso es lo que el yo contemporáneo quiere. Quiere ser reconocido, quiere estar conectado: quiere visibilidad. Si no ante millones de personas, como en un reality o en El show de Oprah, entonces ante cientos de ellas en Twitter o Facebook. Ésta es la característica que nos define, así es como nos volvemos reales ante nosotros mismos: al ser vistos por otros. El gran pavor contemporáneo es el anonimato. Si Lionel Trilling tenía razón, si la característica que definía al yo en el romanticismo era la sinceridad, y en la modernidad era la autenticidad, entonces en el postmodernismo es la visibilidad.
Vivimos exclusivamente en relación con los otros y lo que desaparece de nuestras vidas es la soledad. La tecnología nos arrebata nuestra privacidad e intimidad así como nuestra capacidad para estar solos. Aunque no debería decir “nos arrebata”. Eso lo hacemos nosotros mismos; estamos renunciando a ese derecho muy fácilmente. La tía de una adolescente que conozco me contó que ésta había enviado hacía poco tres mil mensajes de texto en un mes. Es decir, cien por día o uno cada diez minutos mientras estaba despierta (mañana, tarde y noche), todos los días de la semana, en clase, durante el almuerzo, mientras hacía las tareas y se cepillaba los dientes. En promedio nunca está sola más de diez minutos seguidos. Esto es, nunca está sola.

Una vez les pregunté a mis alumnos sobre el lugar que ocupaba la soledad en sus vidas. Uno admitió que ve tan angustiosa la posibilidad de estar solo que prefiere estar acompañado incluso si tiene que hacer un trabajo. Otra preguntó, ¿a quién se le ocurre estar solo?


Para esa sorprendente pregunta, la historia ofrece algunas respuestas. Es cierto que el hombre es un animal sociable, pero la soledad tradicionalmente ha tenido un valor social. En particular, el hecho de estar solo se ha entendido como una dimensión esencial de la experiencia religiosa, aunque restringida a unos cuantos elegidos. A través de la soledad de espíritus excepcionales, el colectivo renueva su relación con lo divino. El profeta y el ermitaño, el sadhu y el yogui van tras sus iluminaciones, buscan sus trances en el desierto, en el bosque o en la cueva. Porque la voz calmada y tenue solo habla en el silencio. La vida social es un ajetreo de asuntos insignificantes, una embestida de preocupaciones cotidianas, y las instituciones religiosas no son la excepción. Uno no puede escuchar a Dios cuando la gente parlotea y la palabra divina (a pesar de las intenciones de esas instituciones) se resiste a descender sobre el monarca o el sacerdote. La experiencia comunitaria es la ley humana, pero el encuentro solitario con Dios es el acto sobresaliente que renueva esa ley (sobresaliente, porque nadie es profeta en su tierra. Tiresias sufrió la injuria y luego fue declarado inocente, santa Teresa de Ávila sufrió el interrogatorio pero luego fue canonizada). La soledad religiosa es una especie de mecanismo social autocorrector, una forma de acabar con la maleza del hábito moral y la costumbre espiritual. El vidente regresa con nuevas tablas de la ley o con nuevas danzas, su cara iluminada con la verdad eterna.
Al igual que otros valores religiosos, la soledad fue democratizada por la Reforma y vuelta secular por el romanticismo. De acuerdo con Marilynne Robinson, el calvinismo creó el yo moderno al centrar el alma en la introspección, dejándola al encuentro con Dios, como el antiguo profeta, en “profundo aislamiento”. A la lista de Calvino, Margarita de Navarra y Milton, como los pioneros de la modernidad, podemos agregar a Montaigne, Hamlet e incluso a don Quijote. Esta última figura nos advierte sobre el papel esencial de la lectura en esa transformación, y de la imprenta, que en el siglo XVI y posteriores cumple una función análoga a la de la televisión e internet en el nuestro. La lectura, en palabras de Robinson, “es un acto de inmensa introspección y subjetividad”. “El alma se encuentra consigo misma en relación con un texto, primero el Génesis o san Mateo y luego El paraíso perdido u Hojas de hierba”. Con el protestantismo y la imprenta, la búsqueda de la voz divina estuvo al alcance de todos e incluso fue de incumbencia colectiva.

Pero es con el romanticismo cuando la soledad alcanza su más grande notoriedad cultural al volverse tanto literal como literaria. La soledad protestante todavía es figurativa. Rousseau y Wordsworth la volvieron física. El yo no se encuentra ahora en Dios sino en la naturaleza y para estar en la naturaleza hay que ir a ella. Y eso se debe hacer con una sensibilidad especial: el poeta desplazó al santo como vidente social y modelo cultural. Pero ya que el romanticismo también heredó la idea dieciochesca de la compasión social, la soledad romántica se dio en relación dialéctica con la sociabilidad: no tanto por Rousseau y aun menos por Thoreau, el más solitario de todos, sino por Wordsworth, Melville, Whitman y muchos otros. Para Emerson, “el alma se rodea de amigos para acceder a un mayor autoconocimiento o a una mayor soledad; y luego se queda sola por una temporada, para engrandecer su conversación o a la sociedad”. La práctica romántica de la soledad es a todas luces una expresión de la “sinceridad” planteada por Trilling: creer que el yo se reafirma por una congruencia entre actuación pública y esencia privada, aquella que estabiliza su relación consigo mismo y con los otros. Especialmente, como señala Emerson, con el otro bien amado. De ahí las famosas parejas de amistad del romanticismo: Goethe y Schiller, Wordsworth y Coleridge, Hawthorne y Melville.
Pero la modernidad eliminó esta dialéctica. Su concepto de la soledad era más severo, más contradictorio, más aislante. Como modelo del yo y de sus interacciones, la compasión social de Hume dio paso a la fuerte barrera de la personalidad de Pater y al narcisismo de Freud: la noción de que el alma, encerrada en sí misma e inabordable para el mundo, no tiene otra opción que la soledad. Con algunas excepciones, como Woolf, los modernos evitaron la amistad. Joyce y Proust la menospreciaron; D. H. Lawrence no se fiaba de ella; las parejas de amistad de la modernidad (Conrad y Ford, Eliot y Pound, Hemingway y Fitzgerald) en general fueron más tranquilas que sus contrapartes del romanticismo. El mundo se entendía ya como un asalto al yo, y con toda razón.

Continuar leyendo en El Malpensante, edición 105.

domingo, 18 de abril de 2010

Obsesiones compulsivas: Recuperar la dignidad de un país mafioso


Sí, Colombia es un país mafioso y corrupto. Eso no significa que todos los colombianos lo seamos... aunque casi. Aquí celebramos la trampa y a los tramposos. En este país tiene más valor un mafioso en traquetomovil que un campesino desplazado. El primero es un "vivo" y se le festeja, y el segundo es un "bobo" y lo condenamos.
En este blog no se suele hablar de política, pero cuando toca toca, más cuando mi cédula quedó inscrita en Chapinero y dudo que viaje a Bogotá sólo por amor a la democracia. Entonces no me queda nada más que hacer proselitismo para persuadir algún no votante y reponer mi voto perdido.
Parto del punto en que los candidatos no son Mesías, ninguno trasformará el país con el toque mágico de una varita mágica, pero algunos si podrían darle un rumbo distinto.
De entrada NO a Juan Manuel Santos, NO a Noemí, NO a Vargas Llerras. Mi corazón y mis afectos políticos están a la izquierda y me considero un seguidor de las ideas liberales, las de verdad, es decir, las que no tienen nada que ver con el partido Liberal de marras y su larga trayectoria burocrática y de corrupción; por esa razón histórica Pardo, siendo un buen tipo y un buen candidato no llegará al poder: no tiene partido, en contados días los "liberales", o más bien, los miembros del Partido Liberal huirán en desbandada como ratas cuando el barco se hunde y Pardo se quedará solo con su rostro de depresión mayor.
No soy militante de ningún partido. Considero que aunque son necesarios terminan imponiendo la política a la ética y eso para mí es inaceptable. Por eso soy más afecto al Carlos Gaviria profesor, magistrado y candidato de hace cuatro años que al presidente del Polo o al de hoy, quien apoya la candidatura de Petro más por lealtad con su partido que por convicción. Y digámoslo de una vez: Petro fue un excelente congresista hasta que vendió su voto para elegir al maligno ultraconservador Ordoñez como Procurador. Ese día, Petro perdió para mí toda credibilidad y mató su carrera política. La izquierda decente de este país no debería perdonarle nunca esa salida en falso.
¿Quién queda? Mockus. La verdad es demasiado godo y narciso para mi gusto. Las dos alcaldías en Bogotá lo demostraron, pero tiene un detalle que lo hace para mí mi candidato: es un godo digno. Como pocos políticos lo han sido en este país. Y aunque en más de una ocasión, desde que era rector de la Universidad Nacional, no he estado de acuerdo con sus posiciones, siempre he pensado que es un tipo ético, digno y decente. Por eso creo que es la mejor opción en estas elecciones.

Con su propuesta comparto algunos de sus principios:
1. La educación, la cultura y el desarrollo de la ciencia y la tecnología son el único camino real que nos permitirá crear un proyecto de país viable y sostenible a largo plazo. Lo demás son medidas de urgencia para apagar incendios, que son necesarias, pero no suficientes. Una sociedad educada es una sociedad con poder de decisión, una sociedad deliberativa capaz de elegir el rumbo que quiere tomar.
2. Recuperar el valor de los argumentos sobre el poder de la corrupción para la toma de decisiones políticas... ¡Eso lo quiero ver! Parece una Utopía imposible de lograr, pero esa pelea hay que darla. Si este país es capaz de ponerse de acuerdo en vencer la cultura mafiosa en que vivimos, no importa el modelo de desarrollo por el que optemos, seremos capaces de avanzar.
3. Ligado al anterior, recuperar la legitimidad y la credibilidad en la ley y la justicia. Este punto es peligroso: no siempre la Ley es justa (y a Mockus le gusta la Ley por la Ley, más de una vez lo ha probado), pero si somos capaces de transformarnos en una democracia deliberativa tendremos el chance de modificarla y hacerla justa y legítima para todos. En ese momento la ilegalidad dejará de ser un valor preciado para nuestra torcida sociedad y seremos capaces de creer y confiar en nuestra justicia.
4. No es necesario decir nada más: LA VIDA ES SAGRADA.

Los invito, entonces, a que se unan a esta inmensa ola verde para al fin poder cantar con orgullo en el Himno Nacional: "Cesó la URIBE noche, la libertad sublime..."
Si con estos argumentos logro persuadir a alguien para que vote por Antanas Mockus me absolveré de la culpa por el olvido de inscribir mi cédula y le daremos a él la oportunidad de liderar la transformación de este país. Seguramente no se resolveran todos nuestros problemas, pero, tal vez, recuperemos la dignidad y dejemos de ser un país mafioso.

lunes, 5 de abril de 2010

Cómo empecé a escribir


Gabriel García Márquez

Primero que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.

A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad —dijo— es que no hay jóvenes que escriban.

A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo parecido.

Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir.

Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho.

La idea que le da vueltas

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.

Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.

Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”.

Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

“Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el memento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.

Discurso pronunciado por Gabriel García Márquez en una de sus visitas a Venezuela y más tarde divulgado en El Espectador, en el que el futuro Premio Nobel expuso las razones que lo llevaron a convertirse en un escritor de oficio. Publicado originalmente el 3 de mayo de 1970, discurso en Caracas, Magazín Dominical. Tomado de: El Espectador.com