sábado, 28 de marzo de 2009

Kafka: La oficina y el trabajo



Comparto con ustedes algunos fragmentos del diario de Kafka que yo hubiese querido escribir en mi diario íntimo inexistente. Es la mejor descripción de mi situación y de mi estado anímico más frecuente.


18 de diciembre de 1911, once y treinta de la noche.

Que si no me libro de la oficina estoy simplemente perdido, es para mí una verdad de claridad meridiana; sólo se trata de mantener mientras pueda la cabeza erguida para no ahogarme. Hasta qué punto esto será difícil, la cantidad de energías que esto me absorberá, lo demuestra desde ya el hecho que hoy no haya podido cumplir con mi nueva resolución de escribir desde las ocho hasta las once, de que en este momento ni siquiera lo considere un desastre tan grande y de que sólo escriba rápidamente estas pocas líneas para poder ir a acostarme.


19 de febrero de 1911.

Hoy, cuando quise levantarme de la cama, me caí simplemente al suelo. Esto tiene una explicación muy sencilla: estoy totalmente exhausto por el trabajo. No por el trabajo de la oficina, sino mis otras ocupaciones. La oficina sólo tiene esta parte inocente de culpa: que si yo no tuviera que ir, podría vivir tranquilamente para mi trabajo y no perdería esas seis horas diarias, que me han hecho sufrir hasta un punto que usted no puede imaginarse, sobretodo el viernes y el sábado, cuando estaba tan absorto por mis propias cosas. Mirándolo bien, lo sé perfectamente, esto es pura conversación, la culpa es mía y todas las exigencias de la oficina son claras y justificadas. Pero esto representa para mí una espantosa doble vida, que probablemente no tenga otra vía de escape que la locura. Escribo esto a la clara luz de la mañana, y le aseguro que no lo escribiría si no fuera tan cierto y si no lo quisiera a usted como un hijo.

Por lo demás, mañana estaré seguramente bien y volveré a la oficina, donde lo primero que oiré decir es que usted ha pedido que me trasladen a otro departamento.


23 de diciembre de 1911.

Una ventaja de escribir un diario consiste en que así uno se entera con tranquilizadora claridad de las transformaciones que sufre constantemente; transformaciones que uno en general admite, sospecha y cree, pero que inconscientemente niega siempre, cuando se presenta la oportunidad de obtener mediante ese reconocimiento un poco de esperanza o de paz. En el diario uno encuentra pruebas que le certifican que aun en estados que hoy nos parecen intolerables, uno vivió, se paseó por ahí y apuntó sus observaciones, que por lo tanto esta mano derecha se movió como se mueve hoy, cuando uno, justamente por esa posibilidad de reflexionar sobre el estado anterior, es tal vez más sensato que antes; pero por eso mismo, también tiene que reconocer la valentía de su esfuerzo en aquella ocasión, cuando obraba en absoluta ignorancia.


21 de julio de 1912.

(…) Odio todo lo que no se relaciona con literatura; me aburre seguir una conversación (aún cuando se relacione con la literatura), me aburre hacer visitas, las penas, las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones me roban la importancia, la seriedad, la verdad de todo lo que pienso.


Tomado de I. Franz Kafka. La misión del cansado In Alan Pauls. Cómo se escribe un diario íntimo. Buenos Aires: El Ateneo. 1996. pp. 15-55

miércoles, 25 de marzo de 2009

El último refugio nazi


Para ser congruente con la crisis económica mundial he dejado morir mi suscripción a Gatopardo. Tengo todos los números desde el 0 hasta el 97 y decidí que si salía alguno nuevo especialmente coqueto la compraría al menudeo, pero no mantendría la suscripción. El rollo es que no he visto los dos útimos números en los puestos de revistas, aunque mejoraron mucho su página Web. Al parecer la revista también está siendo congruente con la crisis. Bueno, el caso es que mi despedida fue con ese buen número doble de diciembre que hasta ahora terminé de leer. Allí encontré esta maravillosa crónica de una buena amiga: Francisca Skoknic. La traje al Cuaderno porque además de tener un valor propio como documento periodístico y narrativo es una historia que invita a la ficción. El tema ya lo trabajó Marco Schwartz en El salmo de Kaplan que ganó el premio de novela La otra Orilla en 2005, pero la historia que cuenta Francisca es un muy buen guión para trabajar una divertida película o novela de suspence.


El último refugio Nazi

Francisca Skoknic

“¿Viene por lo de los judíos? ¡Me tienen hasta acá!”, exclama Iván Diharce llevándose la mano a la coronilla. A pesar del tono amenazante de su voz, lo que llama la atención en este hombre de 65 años es el escorpión rojo que lleva tatuado entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. Desde el portal de su casa, Diharce eleva el tono: “¡Cuidado con los perros!, ¡esto es propiedad privada!”. Los perros sólo atinan a mover la cola, cuando se escucha: “Estoy cansado de que escriban mentiras”. Y con ademán enérgico señala el camino de salida.
Es un camino de tierra con pozas de agua el que rodea la casa de madera y cemento de Diharce. Lluvia, viento y frío en el invierno de Puerto Montt, la ciudad que a mil kilómetros al sur de Santiago marca el fin del trazado continental de la carretera Panamericana, la misma ruta sobre la que se levanta la casa de Diharce.
Pocos días antes de mi visita, en julio de este año, viajó desde Jerusalén hasta acá Efraim Zuroff, director en Israel del Centro Simon Wiesenthal. Lo acompañaba un séquito de periodistas de medios internacionales, como la BBC, Newsweek y Reuters. Al igual que lo fue Wiesenthal, Zuroff es un cazanazis y vino a Puerto Montt porque el suegro de Iván Diharce, Aribert Heim, es su presa mayor.
Heim desapareció hace más de cuarenta años, acusado de asesinar con atroces experimentos a cientos de prisioneros en el campo de concentración de Mauthausen (Austria), donde ejerció como médico durante la Segunda Guerra Mundial. En medio del conflicto bélico, en 1942, tuvo una hija natural con su novia Gertrud Böser. La niña nunca llevó el apellido paterno, sino el de su madre. Esa hija es Waltraut Böser, esposa del chileno Iván Diharce y a quien muchos conocen como Waltraut Diharce. La pareja tiene tres hijos: Natascha, Valentina e Iván.
Desde que en 2006 se supo de la existencia de esta familia descendiente de Heim en Chile gracias a las pesquisas de la justicia alemana, los nombres de Diharce y Böser saltaron a los diarios, pero descubrir sus vidas no es fácil, porque son muy pocas las personas que los conocen bien y menos las que están dispuestas hablar de ellos.

Lea el resto de la crónica en el sitio Web de Gatopardo.

sábado, 21 de marzo de 2009

Empeliculado: Antes que el diablo sepa que has muerto

A partir de hoy estreno una nueva sección en El cuaderno: Empeliculado. Aquí calificaré con las arbitrarias estrellitas, que no significan nada más que mi cuestionable gusto personal, las películas que se me antojen.
Por eso dicen por ahí: para gustos... ¡el cine!

Antes que el diablo sepa que has muerto (2007)




Guión

Dirección

Arte y fotografía

Reparto

Veredicto: para repetirla cada vez que pueda.

Ojo a... la discusión entre Andy (Philip Seimour Hoffman) y Hank (Ethan Hawke) mientras están decidiendo si roban o no a sus propios padres. En este caso no es sacar unas monedas de la cartera de mamá, es asaltar una joyería.

miércoles, 18 de marzo de 2009

A juicio: El viento agitando las cortinas de Juan Carlos Rodríguez


La evidencia

Este romboide no es patrimonio de las flacas, como estúpidamente creí un tiempo, ya que en mis primeros años de devoción sóolo los encontré en mujeres muy delgadas. Es más fácil que eso ocurra, pero no es una regla, es más bien una tendencia. Y como en todas las cosas sumadas y restadas configuran la hipótesis temporal de trabajo que solemos llamar "sentido de la vida", este fue un descubrimiento accidental. Había tenido apasionados romances con mujeres gordas, ¿quién, que se precie de tener una libido libre de los movimientos de la moda, no? Por fortuna crecí en el instante previo a la sacralización de las modelos, a la avalancha de anoréxicas que se convirtieron, de un momento a otro, en los íconos sexuales de occidente. La voluptuosidad no puede ceñirse a reglas dictadas por el mercado y una de las colecciones más sugestivas de calzones que he podido disfrutar era propiedad de una muchacha bastante gruesa. Ella jugaba a ser pudorosísima, a mostrar y ocultar al mismo tiempo y para eso se había armado con un tremendo arsenal de prendas íntimas. Cada encuentro con ella traía la emoción de la sorpresa y la anticipación del deseo. Tenía un arma secreta que usaba sin ningún recato: después de jugar a que te muestro y no te muestro un buen rato, terminaba en calzones y justo ahí afloraba su otra cara, se transformaba en la gran zorra. Se frotaba el clítoris con la mano, se palmeaba las nalgas y se ofrecía a la vista desde ángulos casi imposibles, todo sin quitarse el calzón, último reducto de su anterior resistencia. Lo corría hacia un lado para exhibir sus labios, se lo enrollaba desde la cintura hacia abajo, mostrando el bello de la muerte, lo jalaba con fuerza hacia arriba, pegándoselo al cuerpo, hasta que se formaba una montañita de algodón y carne. Yo me enloquecía con todo esto, podía pasarme horas viendo el espectáculo sin ir más allá. Pero ella no, de manera que siempre terminaba por penetrarla. Aún así las sorpresas no terminaban: a veces me recitaba al oído letanías de una obscenidad inimaginable para quien la hubiera visto media hora antes, otras hablaba como una niña chiquita, pidiéndome paso a paso que le explicara qué era "eso tan raro que está haciendo, señor, que me da cosquillitas" y en los días más afortunados, me apretaba con fuerza sus calzones contra la cara, asfixiándome al mismo tiempo que me narcotizaba con su olor marino.
Juan Carlos Rodríguez. Contra el nudismo In: El viento agitando las cortinas. Mondadori. Bogotá, 2008. pp. 28-29


La defensa

Ayer volví a ver Lost in translation de Sofia Coppola. Había olvidado todo lo que me gustaba los primeros 40 segundos de la película, dónde sólo aparece el culito de Scarlett Johansson empacado en unos suaves y transparentes calzones rosados. Sólo por esa escena le perdono a Scarlett que siempre haga, en todos sus papeles, el mismo rol de niña sensual que no sabe que hacer con su vida. No necesito más.
Esa misma sensación me fue provocada por distintas escenas de los tres relatos que componen El viento agitando las cortinas del colombiano Juan Carlos Rodríguez: Contra el nudismo, ¿quién se acuerda del capitán Scott? y Mil veces el mal camino.
Los tres tienen en común la evocación del pasado, la sensualidad, no solo en las escenas, también en la musicalidad del lenguaje, y la manera cotidiana y casi desprevenida en que se van construyendo las historias. Pero lo que más me gustó fue el uso magistral de la primera persona. Como la santísima trinidad: tres narradores -uno para cada relato- claramente diferenciados, pero un mismo autor. Este es uno de los asuntos más complicados a la hora de optar por la primera persona: el riesgo de que el narrador se confunda con el autor o que los distintos narradores no se diferencien. Riesgo aumentado hoy cuando hay una exacerbada manía por el YO en la literatura colombiana reciente.
Juan Carlos Rodríguez lo resuelve muy bien y sin artificios. Sus narradores, al igual que sus personajes, son convincentes. Así mismo, los tres relatos son sólidos; hasta los devaneos aparentemente superfluos nos cuentan aspectos claves de las historias y nada queda fuera de lugar. Un buen librito de cuentos... ¿o relatos, o novelas cortas? A quien le importa.


La fiscalía

No es culpa del autor... o sí... más bien es su culpa: se terminan las 158 páginas y uno queda antojado. La sensación que tuve es que hay muy buena madera para un gran novelista. Si la sútil tensión que el autor genera en cada relato se prolonga en historias más extensas (las que ameriten mayor extensión, por supuesto), seguramente daríamos con una muy buena novela... bueno, dejémoslo de ese tamaño, porque da la impresión de que le estoy ayudando a la defensa.
Cuando lo vi por primera vez en una librería lo cogí, le di una mirada y no me gustó un detalle tonto: el texto de Antonio García en la contraportada. No es que tenga nada en contra de García, incluso me gustan sus columnas en SoHo, pero me pareció maluco, me dio la impresión de que el librito era tan malo que el único que se atrevió a escribir en la tapa fue su amigo. De pronto el problema es mío por las sospechas literarias que me genera el Cartel "literario" que hay en el Grupo Semana. Menos mal leí la buena reseña de Camilo Jiménez en El ojo en la paja y la entrevista al autor en Arcadia (pésima entrevistadora, buen entrevistado). El puntazo final para que me decidiera fue la recomendación de Nahum mientras almorzabamos alguna tarde: "tiene que leerlo, Samuel, tiene que leerlo" Fue su sentencia.


Veredicto

Puede que sea un prejuicio pero últimamente están mejores las colecciones de cuentos que las novelas colombianas. En mi biblioteca, este librito está ubicado en primera fila junto al Amante de todos los santos de Juan Gabriel Vásquez, Alerta de terremoto de Tim Kepel, Necesitaba una historia de amor de Roberto Rubiano y La cajita cuadrada de Harold Kremer, mientras las novelas colombianas recientes que he leído están por allá, casi escondidas con vergüenza, en la segunda o tercera línea.

Comuníquese y cúmplase

sábado, 14 de marzo de 2009

Diario íntimo según Ribeyro

Comparto con ustedes una de las "entradas" de Julio Ramón Ribeyro, el gran cuentista peruano, en su diario íntimo, sobre los diarios íntimos.
Me queda una pregunta: ¿Si eso pensaba de los diarios, qué hubiese dicho de los blogs? ¿habría tenido uno?


29 de enero de 1954

Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que en él quisieramos depositar muchas cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno. Es una forma de confesión apartada del rito católico, hecha para personas incrédulas. Un coloquio humillante con ese implacable director espiritual que que llevan dentro de sí todos los hombres afectos a este tipo de confidencias.
Todo diario íntimo es también un prodigio de hipocresía.
Habría que aprender a leer entre líneas, descubrir que hecho concreto ha dictado tal apunte o tal reflexión. Por lo general se analiza el sentimiento pero se silencia la causa. Las páginas se cubren de alusiones, de un simbolismo personal, como si quisiera promoverse un juego de adivinación. Yo mismo cuántas veces me he sorprendido de hallar en mi diario párrafos oscuros, que sólo un poderoso esfuerzo de memoria me ha permitido desentrañar.
Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad. La mayor parte de los diaristas fueron solteros. Los hombres casados, activos, sociables, que desempeñan funciones públicas, difícilmente podrán llevar un diario, ocupados como están en vivir por y para los demás.
Todo diario íntimo es un síntoma de debilidad de carácter, debilidad en la que nace y a la que a su vez fortifica. El diario se convierte así en el derivativo de una serie de frustraciones, que por el solo hecho de ser registradas parecen adquirir un signo positivo.
En todo diario íntimo hay un problema capital planteado que jamás se resuelve y cuya no solución es precisamente lo que permite la existencia del diario. El resolverlo, trae consigo su liquidación. Un matriminio logrado, una posición social conseguida, un proyecto que se realiza pueden suspender la ejecución del diario.
Todo diario íntimo se escribe desde la perspectiva temporal de la muerte. (Ahondar esta idea).

Julio Ramón Ribeyro. La tentación del fracaso. Seix Barral. Barcelona, 2003.


miércoles, 11 de marzo de 2009

Poeta: Aurelio Arturo


Morada al sur

V

He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento.

Noche, sombra hasta el fin, entre las secas
ramas, entre follajes, nidos rotos -entre años-
rebrillan las lunas de cáscara de huevo,
las grandes lunas llenas de silencio y de espanto.


domingo, 8 de marzo de 2009

Rubem Fonseca para el día de la mujer

Se supone que un día como hoy hay que ser políticamente correcto y celebrar el día internacional de la mujer. Ya sea dedicando la canción de Ricardo Arjona o marchando por la reinvindicación de los derechos de las mujeres. Paso. Prefiero hacerlo con este cuento de Rubem Fonseca.
Feliz día, queridas lectoras del Cuaderno.



Francisca

Rubem Fonseca

No hay mujer que no sueñe con matar al marido. También yo tenía ese devaneo, pero se convirtió en una determinación realista.
Tomábamos el desayuno el día en que propuso nuestra separación. Dijo, así son las cosas, no te llevarás un centavo, las pasarás negras, no tengo bienes, este apartamento es alquilado, todo el dinero está en una cuenta secreta en un paraíso fiscal. ¿Sabes qué es un paraíso fiscal? Claro que no sabes, no sabes ni mierda, eres una idiota.
Respondí que iría a la policía a contarlo todo y el sufrió un ataque de risa y dijo, de verdad eres una imbécil.
Lo miré mientras comía sus huevos con tocino, todo marido canalla come huevos con tocino. Después de que se limpió la boca con la servilleta, le pedí humildemente dinero para ir al salón de belleza a teñirme el cabello, hilos blancos estaban invadiendo mi cabeza. Hoy no te doy ni un centavo, respondió él, para que aprendas a no hacerme amenazas.
No se venga una de un marido así sacándole dinero de su cartera ni inventando falsos gastos de mercado ni consiguiéndose un amante como hacen todas. Sólo hay una retaliación acorde con esta situación. A un marido así hay que matarlo. No en sueños. En la vida real.
Fui al espejo a examinar las raíces de mi cabello, todas se estaban poniendo grises, me estaba volviendo vieja.
Por la noche él me dio un papel y dijo, para ayudarte a hacer tu denuncia en la Renta Federal, no en la policía, so cretina, quiero darte una relación casi completa de los paraísos fiscales existentes. Hice la lista en orden alfabético, agregó con una sonrisa cínica, dándome un papel lleno de nombres.
Antillas Holandesas, Aruba, Bahamas, Bahrein, Barbados, Belice, Bermudas, Campione d'Italia, Islas del Canal (Alderney, Guernssey, Jersey, Sark), Islas Caimán, Chipre, Islas Cook, República de Costa Rica, Djibuti, Dominica, Emiratos Árabes, Gibraltar, Granada, Hong Kong, Lebuán, Líbano, Liberia, Liechtenstein, Luxemburgo, Macao, Isla de Madeira, Mladivias, Malta, Isla de Man, Islas Marshall, Islas Mauricio, Mónaco, Islas Montserrat, Nauru, Islas Niue, Sultanato de Omán, Panamá, Samoa Americana, Samoa Occidental, San Marino, Santa Lucía, Federación de San Cristobal y Nevis, San Vicente y Granadinas, Seychelles, Singapur, Tonga, Islas Turks y Caicos, Vanuatú, Islas Vírgenes Americanas, Islas Vírgenes Británicas.
Dios mío, nombres de los que nunca oí hablar, ¿cómo saber en cuál paraíso había escondido mi marido su dinero? ¿Y cómo se mata un marido? ¿Veneno? ¿Bala? ¿Puñal? Un puñal lo puedo conseguir, pero terminaría por hacer un simple arañazo en la piel de ese perro.
Entonces me puse a mirar la calle desde la terraza, sentí vértigo de la altura, la baranda de protección era muy baja, se trataba de un undécimo piso. Pero tuve una idea y el vértigo terminó.
Cómo toda mujer casada, vivo tomando montones de remedios para aliviar momentáneamente mi insoportable carga de frustraciones, Valium, Dormonid, Lexotan, Rivotril, Rohypnol y no sé cuántos más. Todas las noches mi marido se toma en la cena una botella de vino tinto, y soy yo, que hago todas las tareas de la casa, la que abre la botella y sirve el vino.
Mi dormonid es de quince miligramos, cogí seis comprimidos y los disolví en la botella de vino, que abrí en la cocina. Cogí también una botella de champaña para mí, llevé las dos botellas y vasos a la mesa del comedor, y llené nuestras dos copas.
No sé por qué a las mujeres y los invertidos les gusta tanto la champaña, esa mierda burbujeante, dijo él.
Llenó de nuevo su copa, bebió, volvió a llenarla, dijo, este bordeux está estupendo. Pronto vació la botella. Poco después se desmayo.
Ah, qué fatigante, arastrar aquel corpachón hasta la terraza. Era pesado, los huevos con tocino y los quesos franceses, los embutidos y las tortas, los patés engordan hasta a un tísico, incluso a cualquiera de esos tipos esqueléticos del Nordeste.
Me moría del cansancio cuando llegé a la terraza, pero aún tuve fuerzas para ponerlo de bruces sobre la baranda y después agarrar sus piernas, levantarlas e impulsar el cuerpo.
La caída sobre la acera produjo un sonido hueco y lejano.
Después llamé a la policía, les dije que mi marido había bebido demasiado, y se había caído de la terraza. Agregué que era en extremo afecto a los calmantes.
Regresé a la sala y bebí otra copa de champaña. Endulzaba la boca, antes de pasarlas negras.
Después, frente al espejo, repasé la historia que iba a contar a la policía. Señor comisario, lo mismo le pasó el mes pasado al residente del 1201, que también mezclaba bebida con calmantes, era alto y gordo como mi marido y se cayó de la terraza, la baranda es muy baja.
Probablemente también lo empujó la esposa, pero ese final no pensaba contarlo.
Ensayé mi cara de llanto y las lágrimas surgieron. Es fácil llorar si la persona está feliz.

Francisca In Rubem Fonseca. Ella y otras mujeres. La otra Orilla. Bogotá, 2008. pp. 53-57

miércoles, 4 de marzo de 2009

Literatura felina: Álvaro Cepeda Samudio


Si me preguntaran por mi lista de cuentos colombianos que más me gustan, sin duda éste estaría entre los primeros. Lástima la temprana muerte de "el nene", seguramente, con lentitud se le hubieran sumado otros maravillosos libros a La Casa Grande, a Los cuentos de Juana y al que pertenece el cuento de hoy: Todos estabamos a la espera. Para mí, uno de los mejores libros de cuentos publicados en Colombia.


Vamos a matar a los gaticos
Álvaro Cepeda Samudio


“Vamos a matar a los gaticos ­—dijo Doris—, vamos a matarlos. Yo sé cómo se hace, vamos a matarlos”.

“No, todavía no”.

“Pero tú dijiste que los íbamos a matar apenas nacieran —dijo Martha—. Tú dijiste que teníamos que matarlos para evitar que los regalaran”.

“¿Cuántos son? —preguntó Doris”.

“No sé: parece que hay cinco”.

“¿Dónde están?” —preguntó Doris.

“En el último cuarto. Los pusieron en la caja donde dormía Teddy”.

“¿Son bonitos?” —preguntó Doris.

“Yo no sé, yo no los he visto todavía. Pero sé que ya nacieron porque esta mañana lo estaban diciendo en la cocina”.

“Vamos a verlos” —dijo Martha.

“No, ahora no: después. Vamos a subirnos al techo”.

“Vamos —dijo Doris— y jugamos a Tarzán, ¿quieres? Bueno. Voy a buscar las cosas”.

“Yo no juego —dijo Martha”.

“¿Por qué no quieres jugar?”

“No puedo —dijo Martha—, yo no puedo subirme al techo”.

“¿Por qué no puedes subirte?”

“Tú sabes” —dijo Martha.

“Ella tiene miedo —dijo Doris—, vamos tú y yo”.

“Yo no tengo miedo —dijo Martha—, es que me da pena”.

“Vamos Doris, ella nos espera aquí”.

“Miedosa” —dijo Doris.

“Yo no soy miedosa —dijo Martha—, es que me da pena”.

“¿Por qué te da pena?” —preguntó Doris.

“Déjala ya, Doris”.

“Yo no tengo pantalones” dijo Martha.

“Ahora se lo voy a decir a mamá —dijo Doris—, ayer también viniste sin pantalones. Yo te vi”.

“Tú sabías que no tenía pantalones. Tú me dijiste. Y ahora quieres jugar a Tarzán” —dijo Martha.

“Cuando volvamos a la casa le voy a decir a mamá que tú le dices a Martha que no se ponga pantalones” —dijo Doris.

“Vamos a matar a los gaticos”.

“Vamos” —dijo Doris.

“Si se lo dices no los matamos” —dijo Martha.

“¿Se lo vas a decir, Doris?”

“No —dijo Doris. Vamos a matar a los gaticos. Entren”.

“¿Para qué cierras las ventanas? —preguntó Doris.

“Para que ella no se salga. Tráeme esa tabla, Martha”.

“Tenemos que sacarla de la caja porque de pronto se pone rabiosa y nos muerde” —dijo Doris.

“No, ella no muerde. Sostén la tapa mientras yo los saco”.

“¿Cuántos hay? —preguntó Doris.

“Cuatro nada más”.

“Abre la ventana, yo no los veo bien. ¿Son bonitos?” —dijo Martha.

“Sí, son bonitos. Hay dos negros y dos grises”.

“Yo quiero llevarme uno negro” —dijo Doris.

“No, hay que matarlos a todos. No te vas a llevar a ninguno. Yo dije que los iba a matar a todos. Mira, así: apriétalos por el cuello así, ¿ves? Apriétalos bien fuerte por un momento. Es fácil”.

“¿Ves? Este ya está muerto. Mata tú este otro”.

“Mata este tú, Martha, yo mato mejor el gris” —dijo Doris.

“No, yo me voy, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.

“No tengas miedo, no te van a morder. ¿No ves que ni siquiera tiene dientes?”

“No, yo no quiero matar ninguno” —dijo Martha.

“Suelta ese ya, Doris, ya está muerto. Mata este otro”.

“No los maten, no los maten” —gritó Martha.

“Cállate, cállate, cállate. Sostén la tapa, Doris”.

“¿Qué vas a hacer?” —preguntó Doris.

“A ponerlos otra vez dentro de la caja”.

“Por qué no los enterramos en el patio y les hacemos procesión —dijo Doris—. ¿Quieres que traiga tres cajitas de cartón?”.

“Yo tengo en la casa un montón de cajitas”

“No, vamos a ponerlos en la caja otra vez. Falta uno. ¿No has podido matarlo todavía, Doris?”.

“Yo no quiero matar al negrito” —dijo Doris.

“Dámelo acá. Apura, Doris, dámelo”.

“Dáselo, Doris” —dijo Martha.

“Salgan. Cierra la puerta, Martha”.

“Vamos a subirnos al techo, dijo Doris”.

“No, hace mucho calor”.

“Pero yo quiero unas guindas. Tengo hambre” —dijo Doris.

“En la nevera hay galletas. Ve y tráelas”.

“¿Por qué lloras? —preguntó Martha.

“Yo no estoy llorando”.

“Sí estás llorando” —dijo Martha.

“No me molestes”.

“Tú no querias matar los gaticos” —dijo Martha.

“Sí quería”.

“No tengas miedo. Doris no le dice nada a Mamá” —dijo Martha.

“Yo no tengo miedo”

“¿Entonces por qué estás llorando?” —dijo Martha.

“Por nada, por nada, por nada”.


Álvaro Cepeda Samudio. Todos estábamos a la espera. El Áncora editores. Bogotá, 2003. pp. 56-60

domingo, 1 de marzo de 2009

Crónicas nimias: Salta


Noche del dieciocho de agosto de 2008 en Beijing. El susurro de las noventa mil personas en el Nido de pájaro no la distraen. Al lado de la pista, una colcha blanca apenas deja asomar sus zapatos. Ella está debajo, sentada, aislada de los doce millones de ojos que la esperan. En su adolescencia, el fracaso en la gimnasia le dio el poder de la garrocha. Ha superado veintitrés veces su propia marca, cada vez mejor, cada vez más alto: 5,01 en Helsinki, 5,03 en Roma, y 5,04 en Montecarlo. No tiene afán, espera. Éste es su último intento, los dos anteriores fueron fallidos.
Yelena Isinbayeva se levanta y el estadio también. El pequeño uniforme, blanco, rojo y azul, apenas cubre fragmentos pudorosos de la piel que se adhiere apretadamente sobre cada músculo de su cuerpo perfecto. Embadurna sus manos, masculla unas palabras ininteligibles. Su mirada azul está puesta en la meta. Tantea y besa la garrocha, suspira profundo. El ritmo de su corazón se acelera a la par con el sonido de los miles de aplausos. Atrás quedó Jennifer Sticzynski, su más cercana contrincante, en los 4,80. Continúa el susurro, eleva la garrocha, mira al cielo. Corre. La punta de la garrocha toca el piso. Ella se eleva, el listón en los 5,05 metros, su vuelo no dura más de dos segundos, cae y se hunde en el inmenso colchón azul. Se para de inmediato, grita y toca su pecho con las palmas abiertas, cae de rodillas y, de nuevo, mira el cielo. Se pone de pie. Sus alaridos se mezclan con la unánime ovación. Brinca, un giro completo en el aíre. Corre con los brazos extendidos buscando un abrazo que no encuentra. Desde la tribuna lanzan una bandera, la atrapa, se cubre con ella y anda por la pista, una cámara la sigue por el costado, se detiene, se agarra la cabeza, camina, para de nuevo. Aprieta la tela tricolor, las manos apoyadas sobre los muslos. Ríe, suspira.