miércoles, 25 de febrero de 2009

Vida y destino 2



Foto: Carl Mydans, 1944

Los soldados de un batallón de trabajo descargaban ataudes de un camión. En la silenciosa lentitud de sus movimientos se veía que estaban acostumbrados a realizar aquel trabajo. Uno de ellos, de pie en la parte trasera del camión, acercaba el ataúd hasta el borde, otro se lo cargaba a las espaldas y lo levantaba en el aíre, y un tercero se aproximaba en silencio y lo cogía por el extremo opuesto. La tierra helada crujía bajo sus botas mientras transportaban las cajas hasta la amplia fosa común, y después de colocarlas en el borde del foso, volvían al camión. Luego, cuando el camión se marchó vacío a la ciudad, los soldados se sentaron sobre los ataudes, colocados ante la fosa abierta, y se pusieron a liar cigarrillos con gran cantidad de papel y poca de tabaco. Parece que hoy hay menos faena dijo uno y se puso anencender la lumbre con un eslabón de muy buena calidad: la yesca en forma de cordel estaba metida en una caja de cobre, y el pedernal estaba encajonado dentro. El soldado agitó la yesca y el humo permaneció suspendido en el aíre. —El sargento dijo que hoy sólo habría un camión —dijo otro soldado dando una calada a su cigarro y expulsando una gran bocanada de humo. —Podemos acabar la tumba cuando venga.
—Claro, será más cómodo; traerá la lista y hará la comprobación —añadió el tercero, que no fumaba; en su lugar, cogió un trozo de pan del bolsillo, lo sacudió, lo sopló ligeramente y comenzó a masticarlo.
—Dile al sargento que nos traiga un pico; un cuarto de hora es suficiente para que la costra se hiele, y mañana toca preparar una nueva; ¿crees que lograremos retirar la tierra con las palas?
El que había encendido el fuego, chocando las manos con un golpe seco, sacó la colilla de la boquilla de madera, que tamborileó ligeramente contra la tapa del ataúd.
Los tres se quedaron callados como si escucharan. Reinaba el silencio.
—¿Es verdad que sólo nos darán raciones de rancho en frío para comer? —preguntó el soldado que masticaba el pan, bajando la voz para no molestar a los muertos en sus tumbas con una conversación que carecía de interés para ellos.
El segundo fumador, aspirando el humo de una colilla de una larga boquilla de caña, lo miró a contaluz y movió la cabeza.
De nuevo se hizo el silencio.
—No hace mal día hoy, sólo un poco de viento.
—Escucha, ha llegado el camión; a la hora de comer habremos acabado.
—No, no es nuestro camión. Es un coche.
Salieron del coche el sargento, al que conocían bien, y una mujer con con un pañuelo, y ambos se dirigieron a la verja de hierro donde se habían cavado las tumbas la semana pasada; después habían tenido que cambiar el sitio por falta de espacio.
—Miles de personas son enterradas y nadie asiste a los funerales —dijo uno—. En tiempo de paz sucede todo lo contrario: un muerto y cien personas detrás llevándole flores.
—También lloran por éstos —dijo otro repiqueteando delicadamente sobre la tabla una uña grande y curvada torneada por el trabajo manual como un guijarro por el par—. Sólo que nosotros no vemos esas lágrimas. Mira el sargento vuelve solo.
Volvieron a fumar, esta vez los tres. El sargento se acercó y dijo con afabilidad:
—Bueno, chicos, si todos fumamos, ¿quién trabaja por nosotros?
En silencio soltaron tres nubes de humo y luego uno, el dueño de la piedra de mechero, dijo:
—Ahora acabamos el cigarro... Escucha, está llegando el camión. Lo reconozco por el motor.

Vasili Grossman. Vida y destino (Capítulo 32). Galaxia Gutemberg – Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. pp. 180-182.

sábado, 21 de febrero de 2009

A juicio: La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka



La evidencia


Desde que la enfermedad se instaló entre ambos, la relación se les ha vuelto menos fluida, más áspera y difícil. Ahora son un trío. Siempre hay un peso invisible entre los dos. Son padre e hijo, y uno más otro, una tercera fuerza innombrable, que jamás los deja a solas. Pasan mucho más tiempo juntos, pero esa cantidad de tiempo es diferente. Hablan cada vez menos. Los dos lo saben, lo sienten, pero no saben cómo expresarlo, qué hacer. Quzás, incluso, ambos desearían apartarse, salir corriendo, no verse. Pero tampoco se atreven a hacerlo. No soportan que así sea su despedida, aunque no tienen otra opción. En más de un sentido, se trata de un fatal lugar común: no tienen otro remedio.

Andrés lo acompaña a las sesiones de quimioterapia, trata de estar con él en el apartamento, después de las cuatro de la tarde, cuando Merny ya se ha ido. Ella finalmente ha accedido a quedarse todos los días en el apartamento de su padre, aunque a veces pareciera no desear involucrarse demasiado. Andrés piensa que tan sólo se protege, que no desea que el viejo Miranda sea también su muerto. Quizás es eso, también, parte de los que a todos nos pasa: la certeza de una muerte cercana produce otras formas de vida.

Los niños también saben que algo ocurre. Tal vez no intuyen bien de qué se trata, pero lo saben. No sólo es la palidez del abuelo, va más allá de la caída de su cabello o de esa floja tristeza que parece haberse sentado en sus ojos. Detrás del pacto de los adultos, hay algo que ni siquiera la apariencia clínica puede esconder. Es una sensación difícil de precisar, escasamente palpable, pero a la vez inocultable. Está ahí. Es una violencia administrada, domesticada, pero no por eso sometida, vencida. Sigue siendo una violencia brutal. Ante los ojos de todos, hay una vida que está siendo arrasada, arrebatada, sin miramientos. Hay mucha gasa, mucha limpieza, mucho personal calificado…, pero no hay ninguna piedad. Es un crimen con demasiados testigos, un crimen legítimo, un crimen que nadie puede detener. (…)

Philiph Toledano - Days whit my father


Andrés pasea por su nostalgia. Tampoco a esa edad, cuando no alcanzaba todavía los quince, soñaba con ser médico. Si le tocara precisar cuando y cómo decidió estudiar medicina, tendría que pensarlo por un largo rato. La gente ve en la enfermedad una señal definitiva: el cuerpo dentro del cuerpo, una señal que perturba pero que también da asco. Por eso suele pensarse que la medicina es una vocación terca, contumaz, de una pureza casi genética: se nace médico, se nace sin miedo a asomarse al interior de otros cuerpos, se nace con una fuerza capaz de mirar de frente otras sangres.

Pero Andrés siente que ese no es su caso. Piensa que, en él, la medicina más que una vocación fue en principio una curiosidad. Nunca ha podido sentir que ser doctor es una variante de ser misionero, un designio casi religioso, un voluntariado que se mueve por caridad, por el ideal de vivir salvando a los demás. La medicina no es una cualidad del ser humano, no es una virtud.


Alberto Barrera Tyszka. La enfermedad. Anagrama. Barcelona, 2006.


La defensa


Este es uno de los libros que tiene una contraportada que realmente invita a leer:

“Ernesto Durán sabe que está enfermo. Aunque los resultados clínicos digan lo contrario, desde que se ha separado de su mujer y vive solo, padece todos los síntomas de un mal que, según sospecha, puede ser mortal. (…) No es un caso de simple hipocondría. Su obsesión va más allá: tiene la certeza de que sólo hay un médico que puede salvarlo. Pero el elegido: el doctor Javier Miranda, en esos mismos momentos, se enfrenta a una tragedia personal: un diagnóstico irrefutable que señala que su padre, que lo crió solo desde que murió su madre, cuando era un niño, y al que está muy unido, tiene cáncer, y le quedan pocas semanas por vivir”.

Este librito, de escasas 168 páginas fue merecedor del Premio Herralde de Novela en 2006. Pero su mérito va más allá de haber recibido un galardón. Esta obra logra exponer el drama de vivir, no solo enfermo, de vivir a secas. Al fin y al cabo, la vida es una enfermedad de transmisión sexual que termina irremediablemente en la muerte. Los afectos, el dolor, la angustia, el amor, la nostalgia tienen su dosis mesurada, pero contundente, en esta novela. Por otra parte, el tratamiento del lenguaje es muy bueno. Frases cortas y sencillas, pero llenas de fuerza y contenido, le dan agilidad a la narración sin que pierda profundidad.

Otro aspecto que me gustó es que, sin ser un pasquín, controvierte muchos de los mitos de la medicina, del actuar médico y de una enfermedad tan, pero tan llena de mitos y metáforas (como diría Susan Sontag) como es el cáncer.


La fiscalía


Contra la novela no tengo nada que decir. Mi queja, esta vez es por la baja divulgación que tenemos en Colombia de la literatura venezolana. Cuando terminé de leer la novela caí en cuenta que la última obra que había leído de ese país fue Doña Bárbara en el colegio hace más de 20 años. Tan cerca y tan lejos.

Hace unos días, en San Librario, Álvaro Castillo (el mejor librero de esta ciudad) me vendió Las voces secretas, una antología del cuento venezolano compilada por Antonio López Ortega y que reuné textos de autores venezolanos nacidos entre 1960 y 1970 (ni tan niños como los de Bogotá 39 ni antiquísimos como Rómulo Gallegos). Lo leeré y pronto lo llevaré a juicio.


Veredicto


Si no lo han hecho, los invito a leerla; si ya lo hicieron, comenten cuál es su opinión de La enfermedad.


Comuníquese y cúmplase

miércoles, 18 de febrero de 2009

Cómo convertirse en escritora

Lorrie Moore es gringa, de Nueva York, y es una excelente cuentista. Tiene una colección de cuentos titulada Pájaros de América. El cuento de hoy es de su libro Autoayuda. Cualquier parecido con la realidad...

Foto: Omar Ferbus


Cómo convertirse en escritora

Lorrie Moore

Primero intenta ser algo, cualquier otra cosa. Estrella de cine / astronauta. Estrella de cine / misionera. Estrella de cine / maestra jardinera. Presidente del Mundo. Fracasa horriblemente. Es mejor si fracasas a una edad temprana, por ejemplo, a los catorce. Una desilusión temprana, crítica, para que a los quince puedas escribir largas oraciones en forma de haiku sobre los deseos frustrados. Es un estanque, un cerezo en flor, un viento peinando las alas del gorrión rumbo a la montaña. Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría tener una amante. Ella cree que hay que usar ropa marrón porque disimula las manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego otra vez a tí con la cara vacía como una galletita. Ella dirá: “¿Por qué no vacías el lavavaplatos?”. Desvía la vista. Mete los tenedores en el cajón de los tenedores. Accidentalmente rompe uno de los vasos que te dieron gratis en la estación de servicio. Este es el dolor y el sufrimiento necesarios. Esto es solo el comienzo.

En la clase de literatura en la escuela mira sólo la cara de Mister Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe una villanelle sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. Ahí no tienes que contar sílabas. Escribe un cuento corto sobre un anciano y una anciana que se disparan un tiro accidentalmente en la cabeza, uno al otro, resultado de una inexplicable falla en un rifle que aparece misteriosamente en el living, una noche. Dáselo a Mister Killian como trabajo final de la clase. Cuando te lo devuelve ha escrito en el papel: “Algunas imágenes son bastante buenas, pero no tienes sentido de la trama.” Cuando estás en tu casa, en la privacidad de tu cuarto, garabatea en lápiz, debajo de su comentario en tinta negra: “Las tramas son para los idiotas, cara-porosa”.
Toma todos los trabajos de niñera que consigas. Eres bárbara con los chicos. Ellos te adoran. Les cuentas historias de ancianos que mueren de forma idiota. Les cantas canciones como “Las campanas azules de Escocia”, tu favorita. Y cuando están en pijama y finalmente dejaron de pellizcarse entre ellos; cuando se duermen, lees todos los manuales de sexo que hay en la casa, y te preguntas cómo alguien podría hacer esas cosas con alguien que ama. Quédate dormida en la silla mientras lees la Playboy de Mister McMurphy. Cuando los McMurphys vuelvan a casa, te tocarán en el hombro, mirarán la revista en tu falda y sonreirán ampliamente. Querrás morirte. Te preguntarán si Tracy se tomó el remedio. Explica que sí, que lo hizo, que le prometiste contarle una historia si se portaba como una señorita y que eso funcionó bastante bien. “Ah, maravilloso”, exclamarán.
Trata de sonreír orgullosa.

Anótate en Psicología Infantil en la universidad.

En Psicología tienes algunas materias optativas. Siempre te gustaron los pájaros. Te anotas en algo llamado: “Investigación Ornitológica Práctica”. Las clases son los martes y los jueves a las 2. Cuando llegas al salón 314 el primer día de clases, todos están sentados alrededor de una mesa discutiendo sobre metáforas. Alguna vez escuchaste algo al respecto. Luego de un corto e incómodo rato, levanta tu mano y di tímidamente: “Perdón, ¿esto no es Observación de Pájaros I?” Todos se quedan en silencio y giran para mirarte. Parecen tener todos una única cara: gigante y blanca, como un reloj destruido. Un barbudo ruge: “No, esto es Escritura Creativa”. Di: “Ah, okay”, haciendo como que ya sabías. Mira tu planilla de horarios. Pregúntate cómo cuernos caíste ahí. La computadora se equivocó, parece. Empiezas a levantarte para salir pero no lo haces. Las colas en la oficina de inscripción esta semana son larguísimas. Quizás deberías aferrarte a este error. Quizás la escritura creativa no sea tan mala. Quizás sea el destino. Quizás esto es lo que quiso decir tu padre cuando dijo: “Esta es la era de las computadoras, Francie, esta es la era de las computadoras.”

Decide que te gusta la universidad. En tu residencia conoces gente agradable. Algunos son más inteligentes que tú. Y algunos, te das cuenta, son más estúpidos. Continuarás viendo el mundo en estos términos, lamentablemente, por el resto de tu vida.

La consigna de escritura creativa esta semana es narrar un hecho violento. Entrega una historia sobre cómo maneja tu tío Gordon y otra sobre dos ancianos que se electrocutan accidentalmente cuando tocan una lámpara de escritorio que tiene un cable pelado. El profesor te devolverá los textos con comentarios: “Tu escritura es fluida y enérgica. Pero lamentablemente tus tramas son absurdas.” Escribe otra historia sobre un hombre y una mujer que, en el primer párrafo, son acribillados de la cintura para abajo debido a una explosión con dinamita. En el segundo párrafo, con el dinero del seguro, compran un puesto para vender helados. Hay seis párrafos más. Lees el texto completo en voz alta para la clase. A nadie le gusta. Dicen que tus tramas son exageradas y gratuitas. Después de clase alguien te pregunta si estás loca.

Decide que quizás deberías probar con la comedia. Empieza a salir con alguien divertido, alguien que tiene lo que en el secundario describías como “un sentido del humor buenísimo” y que ahora la gente de la clase de escritura creativa describe como “auto-indulgencia que toma forma cómica”. Anota todas sus bromas, pero no le digas que lo haces. Arma anagramas con el nombre de su ex-novia, ponle esos nombres a todos los personajes con problemas de sociabilidad y observa lo divertido que es él, observa qué sentido del humor buenísimo tiene.

Tu consejero académico te señala que estás descuidando las clases de psicología. Lo que te consume la mayor parte del tiempo no es tu especialidad. Di que sí, que entiendes.
En las clases de escritura creativa de los próximos dos años todos siguen fumando y preguntando las mismas preguntas: “Pero, ¿funciona?”, “¿Por qué debería importarnos lo que le pasa a ese personaje?”, “¿Te ganaste el derecho a usar ese lugar común?” Parecen ser preguntas importantes.
Los días en los que te toca a ti, miras a la clase con esperanza mientras buscan la trama en las hojas mimeografiadas, frunciendo el ceño. Te miran, aspiran el humo con intens
idad y luego te sonríen dulcemente.

Pasas demasiado tiempo abatida y desmoralizada. Tu novio sugiere que salgas a andar en bicicleta. Tu compañera de cuarto sugiere que cambies de novio. Te dicen que te estás auto-castigando y perdiendo peso, pero continúas escribiendo. La única felicidad que tienes es escribir algo nuevo, en el medio de la noche, con las axilas transpiradas, el corazón golpeando, algo que todavía nadie leyó. Lo único que tienes son esos breves, frágiles, incontrastables momentos de éxtasis en los que sabes: eres una genia. Date cuenta lo que tienes que hacer. Cambia de carrera. Los chicos de la guardería se entristecerán, pero tienes una vocación, una urgencia, una falsa ilusión, un hábito desafortunado. Estás, como diría tu madre, juntándote con gente que no te conviene.

¿Por qué escribir? ¿De dónde viene la escritura? Estas son preguntas que te haces a ti misma. Se parecen a: ¿De dónde viene el polvo? O: ¿Por qué hay guerras? O: Si hay un Dios, ¿por qué mi hermano es ahora un paralítico?
Estas son preguntas que guardas en tu billetera, como tarjetas telefónicas. Estas son preguntas que, como dice tu profesor de escritura creativa, es bueno explorar en tu diario personal, pero raramente en la ficción.
El profesor de este semestre enfatiza el Poder de la Imaginación. Eso significa que no quiere largas historias descriptivas sobre tu viaje de campamento de julio pasado. Quiere que empieces en un contexto realista para luego alterarlo. Como si recombinaras ADN. Quiere que dejes navegar tu imaginación, y que tus velas se hinchen como una panza. Esto último es una cita de Shakespeare.

Cuéntale a tu compañera de cuarto tu gran idea, tu gran ejercicio de poder imaginativo: una transformación de Melville a la vida contemporánea. Será sobre la monomanía y sobre el mundo pez-grande-come-pez-chico de las compañías de seguros de vida de Rochester, New York. La primera línea será: “Llámame Pezchico”, y tratará sobre un hombre casado, menopáusico y suburbano, llamado Richard, a quién, como está todo el tiempo deprimido su ingeniosa esposa llama “Mufi Dick”. Dile a tu compañera de cuarto: “Mufi Dick, ¿entiendes?”. Tu compañera de cuarto te mira, su cara blanca como un Kleenex. Viene hasta ti, con aire compañero y pone su brazo en tu espalda encorvada. “Escúchame, Francie”, dice lentamente, como si fuera tu fonoaudióloga. “Salgamos a tomar una cerveza”.
A la gente de la clase tampoco le gusta esta historia. Sospechas que están empezando a sentir lástima por ti. Ellos dicen: “Tienes que pensar en lo que pasa. ¿Cuál es la historia ahí?”.

El semestre siguiente el profesor está obsesionado con escribir a partir de experiencias personales. Tienes que escribir sobre lo que sabes, basándote en algo que te pasó. Quiere muertes, quiere viajes de campamento. Reflexiona sobre lo que te ha pasado. En los últimos tres años pasaron tres cosas: perdiste tu virginidad; tus padres se divorciaron; y tu hermano volvió de un bosque a 15 kilómetros de la frontera con Camboya con sólo la mitad de su muslo y una mueca permanente anidada en un costado de la boca.
Sobre la primera cosa escribes: “Creó un nuevo espacio, que dolió y gritó con una
voz que no era mía: ‘No soy más la que era, pero voy a estar bien’”.
Sobre lo segundo escribes una larga historia sobre una pareja de ancianos que tropiezan accidentalmente con una mina en su cocina y vuelan en pedazos. La llamas: “Hasta que la mortadela nos separe”.
Sobre lo último no escribes nada. No hay palabras para eso. Tu máquina de escribir zumba. No puedes encontrar palabras.

En las fiestas de la universidad, la gente dice: “Ah, ¿escribes? ¿sobre qué escribes?”. Tu compañera de cuarto, que ha tomado mucho vino, comido muy poco queso y casi ninguna galletita, dice: “Por dios, siempre escribe sobre el idiota del novio”.
Más tarde aprenderás que los escritores son simplemente textos abiertos e indefensos, sin ningún entendimiento de lo que han escrito y que, por lo tanto, deben confiar en cualquier cosa que se diga de ellos. Tú, en cambio, no has alcanzado ese nivel de refinamiento literario. Te pones rígida y dices: “No hago eso”, de la misma manera en la que se lo dijiste a alguien
en cuarto grado cuando te acusó de disfrutar las clases de oboe y dijo que no eran tus padres los que te forzaban a tomarlas.
Insiste con que no estás muy interesada en ningún tema en particular, que estás interesada en la música del lenguaje, que estás interesada en, en, sílabas, porque son los átomos de la poesía, las células de la mente, la respiración del alma. Empieza a sentirte mareada. Fija la vista en tu vaso de plástico lleno de vino.
“¿Sílabas?”, escucharás que alguien pregunta, a la distancia, alejándose lentamente hacia la seguridad del bol de salsa.

Comienza a preguntarte sobre qué escribes en realidad. O si tienes algo para decir. O si existe eso que llaman algo para decir. Limita tus pensamientos a no más de diez minutos al día; como las flexiones, pueden hacerte adelgazar.
Leerás en algún lugar que toda la escritura tiene que ver con los genitales propios. No pienses demasiado en eso. Te pondría nerviosa.

Tu madre vendrá a visitarte. Examinará los círculos debajo de tus ojos y te entregará un libro marrón con un portafolios marrón en la tapa. Se llama: Cómo convertirse en una Ejecutiva de Negocios. También trajo la enciclopedia “Nombres para su bebé”, que tú misma le pediste; uno de tus personajes, la maestra de primaria / payaso, necesita un nombre. Tu madre sacudirá la cabeza y dirá: “Francie, Francie, ¿te acuerdas cuando ibas a ser psicóloga infantil?”
Di: “Ma, me gusta escribir”.
Ella dirá: “Claro que te gusta escribir. Por supuesto. Claro que te gusta escribir.”

Escribe una historia sobre una estudiante de música confundida y llámala: “Schubert Era el de Anteojos, ¿no?”. No es un gran éxito, aunque a tu compañera de cuarto le gusta la parte en la que los dos violinistas vuelan en pedazos accidentalmente durante un concierto. “Salí con un violinista una vez”, dice ella, reventando su globo de chicle.

Gracias a dios estás cursando otras clases. Puedes encontrar refugio en los enredos ontológicos del siglo XIX y en los rituales de apareo de los invertebrados. Algunos moluscos globulares practican lo que se denomina “Sexo por el brazo”. El pulpo macho, por ejemplo, pierde el extremo de su brazo cuando lo introduce en el cuerpo de la hembra durante el coito. Los biólogos marinos lo llaman “Séptimo cielo”. Alégrate de saber estas cosas. Alégrate de no ser solo una escritora. Inscríbete en la facultad de Derecho.

A partir de aquí pueden pasar muchas cosas. Pero la principal es ésta: decides no empezar abogacía después de todo, y, en cambio, pasas una gran parte de tu vida adulta diciéndole a la gente cómo decidiste al final no empezar abogacía. De alguna manera terminas escribiendo de nuevo. Quizás haces una licenciatura. Quizás tomas trabajos temporarios y clases de escritura a la noche. Quizás trabajas y escribes todos los comentarios interesantes y las confesiones íntimas que escuchas durante el día. Quizás estás perdiendo tus amigos, tus conocidos, tu equilibrio.
Te peleaste con tu novio. Ahora sales con hombres que, en vez de susurrarte “Te quiero”, gritan: “Hagámoslo, nena”. Esto es bueno para tu escritura.
Tarde o temprano terminas un manuscrito, más o menos. La gente lo mira vagamente confundida y dice: “Parece que ser escritora siempre fue un sueño para ti, ¿no?”. Tus labios se secan como la sal. Di que de todos los sueños de este mundo, no puedes imaginar que ser escritora siquiera esté entre los primeros veinte. Diles que ibas a ser psicóloga infantil. “
Claro”, dirán suspirando, “eres bárbara con los chicos”. Frunce el entrecejo. Diles que eres una navaja caminando.

Abandona las clases. Abandona los trabajos. Retira los ahorros del banco. Ahora tienes tanto tiempo como picazón en las manos. Lentamente copia todas las direcciones de tus amigos en una nueva agenda.
Pasa la aspiradora. Mastica chicles para la tos. Guarda una carpeta llena de notas.
Un párpado oscureciéndose en el costado.
El mundo como conspiración.
¿Argumento posible? Una mujer sube al colectivo.
Imagínate que organizas una historia de amor y nadie viene.

En casa toma mucho café. En el Howard Johnson pide ensalada de repollo. Piensa cómo la ensalada se parece a un mapa hecho papel picado: dónde estuviste, hacia dónde vas: “Usted está aquí”, dice la estrella roja en la parte de atrás del menú.
Ocasionalmente una cita con la cara blanca como un papel te pregunta si los escritores se desaniman con frecuencia. Contesta que a veces se desaniman y a veces no. Di que se parece mucho a tener la polio.
“Interesante”, sonríe tu cita, y luego mira los pelos de su brazo y empieza a alisarlos, a todos, siempre, en la misma dirección.

Traducción de Christian Rodríguez. Tomado de su blog Puto y aparte

sábado, 14 de febrero de 2009

Dolor, memoria y fotografía

El domingo 25 de enero El Espectador publicó un reportaje de Carolina Gutiérrez titulado El rastro del horror, acompañado por una fotografía (ver abajo) de Grabriel Aponte publicada en primera plana. Coincidencialmente, ese día terminé de leer Ante el dolor de los demás de Susan Sontag.
Para algunos, fotografías como las presentadas en la entrada de hoy son vulgar amarillismo, para otros, una invitación a una reflexión ética. Mejor dicho, prefiero no adelantar nada más y que sean un par de fragmentos del libro de Sontag los que hablen por sí mismos.

Gabriel Aponte - El Espectador

Ante el dolor de los demás
Susan Sontag


La designación de un infierno nada nos dice, desde luego, sobre cómo sacar a la gente de ese infierno, cómo mitigar sus llamas. Con todo, parece un bien en sí mismo reconocer, haber ampliado nuestra noción de cuánto sufrimiento a causa de la perversidad humana hay en un mundo compartido con los demás. La persona que está perennemente sorprendida por la existencia de la depravación, que se muestra desilucionada (incluso incrédula) cuando se presentan pruebas de los que unos seres humanos son capaces de infligir a otros -en el sentido de crueldades horripilantes y directas-, no ha alcanzado la madurez moral o psicológica.
A partir de determinada edad nadie tiene derecho a semejante ingenuidad y superficialidad, a este grado de ignorancia o amnesia.
En la actualidad un enorme archivo de imágenes hace más difícil mantener este género de defecto moral. Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. Aunque sólo se trate de muestras y no consigan apenas abarcar la mayor parte de la realidad a la que se refieren, cumplen no obstante una función esencial. Las imágenes dicen: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, y quizá se ofrezcan a hacer, con entusiasmo, convencidos de que están en lo justo. No lo ovlides.

Foto: Walter Astrada - AFP

Esto no es exactamente lo mismo que pedirle a la gente que recuerde un ataque malvado singularmente monstruoso. ("Nunca olvides") Quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión. Recordar es una acción ética, tiene un valor ético en y por sí mismo. La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos. Así, la creencia de que la memoria es una acción ética yace en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: sabemos que moriremos, y nos afligimos por quienes en el curso natural de los acontecimientos mueren antes que nosotros: abuelos, padres, maestros y amigos mayores. La insensibilidad y la amnesia parecen ir juntas. Pero la historia ofrece señales contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo de la historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y recordar demasiado (los agravios de antaño: serbios, irlandeses) nos amarga. Hacer la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada.
Si la meta es que haya algún espacio en el cual se pueda vivir la propia vida, entonces es deseable que el recuento de las injusticias específicas se disuelva en el reconocimiento más general de que por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros. (...)

Foto: José Cendón - AFP

Las imágenes han sido denostadas como el medio a través del cual se mira el sufrimiento a distancia, como si hubiera otra manera de mirar. Pero mirar de cerca -sin la mediación de una imagen- es sólo mirar, de todos modos.
Algunos de los reproches aducidos contra las imágenes de atrocidades no se distinguen de las caracterizaciones de la propia vista. La vista no requiere esfuerzo; sí requiere distancia especial; la vista puede apagarse (tenemos párpados en los ojos, no tenemos puertas en las orejas). Las mismas cualidades que llevaron a antiguos filósofos a tener a la vista por el más excelente, el más noble de los sentidos, en la actualidad se relacionan con una deficiencia.
Se tiene la impresión de que hay algo de incorrección moral en el compendio de la realidad que ofrece la fotografía; que no se tiene el derecho de padecer desde lejos el sufrimiento de los demas, despojado de su poder vivo; que el coste humano (o moral) es demasiado alto para esas cualidades de la vista admiradas hasta entonces: apartense de la agresividad del mundo es lo que nos permite la observación y la atención electiva. Pero esto es sólo la mera descripción del funcionamiento de la propia mente.
Nada hay de malo en apartarse y reflexionar. Nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo.

Susan Sontag. Ante el dolor de los demás. Alfaguara. Bogotá, 2003. pp. 133-137

Foto: Kareem Rabeem - Reuters

jueves, 12 de febrero de 2009

Hay que ser realmente idiota para


Hoy cumplimos 25 años sin Julio, sin el
cronopio gigante. Les regalo un texto con el que me identifico plenamente, publicado en esos libritos raros y maravillosos que son La vuelta al día en ochenta mundos. También va un video, el tercero de nueve, de un documental que hizo Tristan Bauer sobre Cortázar. Esta parte es una representación de Torito con la lectura de Cortázar en el fondo. Qué le vamos a hacer... "si queremos tanto a Julio".


Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.

Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.

Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso --lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad-- yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.

En Julio Cortázar. La vuelta al día en ochenta mundos, tomo I. Siglo XXI editores. 1992. pp. 161-167



domingo, 8 de febrero de 2009

Iván Illich y Artemio Cruz














Aunque la literatura y el arte pueden tomar múltiples formas, al final todos indagan por unos pocos temas que siempre han sido y seguirán siendo enigmas para la humanidad: el amor y el erotismo, la traición, la venganza, el bien y el mal, la guerra, pero sobretodo la muerte.

Aunque fueron escritas en momentos distintos, La muerte de Iván Ilich y La muerte de Artemio Cruz son intentos de León Tolstoi y de Carlos Fuentes de recrear la vida de sus personajes desde la dolorosa vivencia de la muerte inminente. En ambas obras se reflexiona sobre el afán de la acumulación material durante la vida de los personajes principales y la banalidad de este falso poder a la hora de morir. De alguna forma el éxito de la vida se hace efímero cuando la realidad de la enfermedad mortal desnuda la vida y la deja expuesta en su esencia biológica y en su confusión metafísica.

En La muerte de Iván Ilich, Tolstoi enseña, en el primer capítulo, el valor de la muerte del personaje para sus conocidos y su familia: la esperanza puesta en la vacante heredada, la pensión del funcionario y la liberación de la tortura de la enfermedad ajena.

En los capítulos siguientes se narra el transcurrir de la vida de Iván Ilich, su inmenso esfuerzo por el ascenso social, lo que representaba para él la esencia misma de la buena vida. Pero una vez logra llegar a la cima que tanto deseaba, su cuerpo lo traiciona y cae enfermo. De ahí en adelante el narrador nos lleva del síntoma vago, de la molestia biológica a la profunda reflexión del sentido de la vida y de la muerte:

“De pronto sintió el viejo dolor sordo tan conocido, siempre lo mismo, silencioso, serio. Le vino a la boca el desagradable sabor de siempre. El corazón se le oprimió. La cabeza empezó a darle vueltas. “¡Dios mío, Dios mío! —articuló—. Otra vez, otra vez; y esto no se acabará nunca”. Y de súbito la cosa se le apareció en un plano totalmente distinto. “¡El intestino ciego, el riñón! —se dijo—. El asunto no reside en el intestino ciego ni en el riñón, sino en la vida y… la muerte. Sí, estaba la vida y se va, se va y no pudo retenerla. Sí. ¿Para qué engañarme? ¿Acaso no resulta evidente para todos, menos para mí, que me estoy muriendo y que de lo único que se trata es del número de semanas, de días; que me puedo morir ahora mismo? Era la luz y ahora son las tinieblas. ¡Estaba aquí y ahora voy allá! ¿Adónde?” Una sensación de frío se apoderó de él. Su respiración se detuvo. Lo único que sentía eran los latidos de su corazón.

“¿Qué ocurrirá cuando no exista? No pasará nada. ¿Dónde estaré cuando no exista? ¿La muerte? No, no la quiero”. Se puso en pie de un salto, quiso encender la luz, buscó con manos temblorosas, tiró al suelo la vela con el candelero y de nuevo se dejó caer hacia atrás, sobre la almohada. “¿Para qué? Es lo mismo —se dijo mirando con los ojos abiertos en la oscuridad—. Sí, la muerte. Y ninguno de ellos lo sabe ni quiere saberlo; no les inspiro lástima. Están cantando. Les da lo mismo. ¡Imbéciles! Yo antes y ellos después; también les llegará la vez. Y se divierten. ¡Animales!” La cólera le sofocaba. Le invadió una insoportable sensación de sufrimiento. No podía ser que todos estuviesen condenados siempre a este horroroso miedo.”

En La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes utiliza como excusa la enfermedad terminal de su personaje para hacer un recorrido por la historia del México post revolucionario, desde los ideales que forjaron la revolución hasta su decadencia e institucionalización reflejada en la biografía misma de Artemio Cruz, que de hijo bastardo y pobre asciende hasta los más altos niveles del poder económico y político, proceso que se da paralelo a su degradación ética, la misma degradación que sufre la traicionada revolución mexicana.

Pero, al igual que Iván Ilich, es el dolor y la enfermedad lo que lo lleva a reflexionar sobre el sinsentido de la obra de su vida:

“Tú vivirás setenta y un años si darte cuenta: no te detendrás a pensar en que tu sangre circula, tu corazón late, tu vesícula se vacía de líquidos serosos, tu hígado segrega bilis, tu riñón produce orina, tu páncreas regula el azúcar en tu sangre: no has provocado esas funciones con tu pensamiento: sabrás que respiras pero no lo pensarás porque no depende de tu pensamiento: te desentenderás y vivirás: podrías dominar tus funciones, fingir la muerte, cruzar el fuego, soportar un lecho de vidrios: simplemente vivirás y dejarás que las funciones se las entiendan solas. Hasta hoy. Hoy en que las funciones involuntarias te obligarán a darte cuenta, te dominarán y acabarán por destruir tu personalidad: pensarás que respiras cada vez que el aire pase trabajosamente hacia tus pulmones, pensarás que la sangre circula cada vez que las venas del abdomen te latan con esa presencia dolorosa: te vencerán porque te obligarán a darte cuenta de la vida en vez de vivirla”.

Pero más allá de la discusión trascendental de la vida y la muerte, Carlos Fuentes juega con múltiples herramientas literarias. Aunque como lector se puede sospechar un único narrador: el mismo Artemio Cruz, la novela lo presenta en distintos puntos de vista espacial y temporal. La narración del Yo está en presente y nos narra la dolorosa vivencia del infarto mesentérico que está sufriendo Artemio. El tú, alerta y despiadado, narra en futuro y le muestra al mismo Artemio lo que fue su vida como si aún tuviese el chance de rehacerla distinta, pero recordándole siempre la fatalidad de la muerte cercana. Y el él narrado en pasado, son los recuerdos desordenados de la vida de Artemio, su papel antes, durante y después de la revolución, el recuento de sus éxitos, la pérdida progresiva de su armazón ético y la nostalgia por lo que fue el verdadero amor:

“Sintió que la mano volvía a jugar con él. el deseo floreció por dentro, sembrado de gotas grávidas: las piernas lisas de Regina volvieron a buscar la cintura de Artemio: la mano llena lo sabía todo: la erección escapó a los dedos y despertó con ellos: los muslos se separaron temblando, llenos, y la carne erguida encontró la carne abierta y entró acariciada, rodeada del pulso ansioso, coronada de huevecillos jóvenes, apretados al encuentro del mundo, a la semilla de la razón, a las dos voces que nombran en silencio, que adentro bautizan todas las cosas: adentro, cuando el piensa en todo menos en esto, piensa, cuenta las cosas, no piensa en nada, para que esto no se acabe: trata de llenarse la cabeza de mares y arenas, de frutos y vientos, de casas y bestias, de peces y siembras, para que esto no se acabe: adentro, cuando levanta el rostro con los ojos cerrados y el cuello se estira con toda la fuerza de las venas hinchadas, cuando Regina se pierde y se deja vencer y contesta con el aliento grueso, frunciendo el ceño y con los labios sonrientes que sí, que sí, que le gusta, que sí, que no la deje, que siga, que sí, que no se acabe, que sí, hasta darse cuenta que todo ha sucedido al mismo tiempo, sin que uno haya podido contemplar al otro porque ambos eran la misma cosa y decían las mismas palabras:

—Ahora soy feliz.

—Ahora soy feliz.

—Te quiero, Regina.

—Te amo, mi hombre.

—¿Te hago feliz?

—No termina nunca; cómo dura: como me llenas”

Por último, no podría dejar de plantear el significado de la obra de Tolstoi para mí como médico, sobretodo porque me ayudó a comprender un poco por qué abandoné el ejercicio clínico. La muerte de Iván Ilich es una buena muestra de lo pretenciosos que hemos sido los médicos desde siempre, abusadores del poder que las sociedades nos han delegado debido al profundo temor que los humanos le tenemos a la enfermedad y al dolor, supuestos sabedores de los secretos de la vida y la muerte, que escondidos detrás de la máscara de la ciencia ocultamos el verdadero temor que tenemos a nuestra ignorancia:

“Iván Ilich comprende que el doctor quiere preguntar: “¿Qué tal las cosas?”, pero que se da cuenta de que no es posible hablar así y por eso dice: “¿cómo ha pasado la noche?”.

Iván Ilich mira al doctor con expresión interrogativa:

“¿Es que nunca te va a dar vergüenza mentir así?” Pero el doctor no quiere comprender la pregunta. E Iván Ilich dice:

—Como siempre; algo espantoso. El dolor no cesa, no cede. ¡Si me diera algo!

—Sí, los enfermos son lo mismo. ¡Ea!, creo que ya se me han calentado las manos; ni siquiera la escrupulosa Praskovia Fiódorovna tendría nada que objetar contra mi temperatura. ¡Buenos días!

Y el doctor le estrecha la mano. Seguidamente abandonando toda su jovialidad, con serio aspecto, procede a reconocer al enfermo, le toma el pulso y la temperatura, empiezan las percusiones y auscultaciones.

Iván Ilich sabe de manera firme y segura que todo esto no es más que un absurdo y un simple engaño, pero cuando el doctor, puesto de rodillas, se extiende sobre él, acercando el oído ya más arriba, ya más abajo, y efectúa con suma gravedad diversas evoluciones gimnásticas, se deja arrastrar lo mismo que en otro tiempo se dejaba llevar por los discursos de los abogados, a pesar de estar convencidos de que todos ellos mentían y sabía el porqué de sus mentiras”.

El aprendizaje más importante para mí de la lectura de estos dos maestros es que tal vez la originalidad de una obra literaria no sólo radique en la novedad del tema: el acecho constante del escritor para robarle a la realidad o a la imaginación una esquina de una historia que contar. La originalidad puede estar en el tratamiento y la profundidad de las respuestas o las nuevas preguntas que se planteen a las inquietudes más profundas y antiguas de la humanidad, como es, por ejemplo, la muerte.

Abril de 2004


Carlos Fuentes. La muerte de Artemio Cruz. México: Anaya & Mario Muchnick; 1994.

León Tolstoi. La muerte de Iván Ilich. Bogotá: Grupo editorial Norma; 2003.

jueves, 5 de febrero de 2009

Literatura felina: Un día en la vida de Óscar el gato


Hace unos días, una buena amiga, Helena del Corral, con quien tenemos un amor felino común, me recordó esta historia que fue publicada por el doctor David M. Dosa en la revista médica más importante del mundo: The New England Journal of Medicine en julio de 2007.
Óscar, el gato de la foto, vive en un hogar para ancianos en Rhode Island. Su trabajo es bien particular: predecir la muerte. Hasta el momento en que publicaron esta breve crónica lo había hecho 25 veces.

Óscar el gato, se despierta de su siesta, abre un solo ojo para supervisar su reino. Desde la cima del escritorio en el área de las historias clínicas, el gato mira detenidamente abajo las dos alas de la unidad de demencia avanzada del hospicio. Sin novedad en los frentes occidental y oriental. Poco a poco, se levanta y extiende su elástico cuerpo de dos años, primero hacia atrás y luego hacia delante, se sienta y piensa su próximo movimiento.

En la distancia, un residente se aproxima. Se trata de la señora P., quien ha estado viviendo en la unidad de demencia en la tercera planta desde hace tres años. Ella ha olvidado a su familia, a pesar de que ellos la visitan casi a diario. Algo despeinada, después de tomar su almuerzo, la mitad lo lleva en su camisa, la señora P. está dando uno de sus muchos paseos sin ningún rumbo. Ella se desliza hacia Óscar, empujando su caminador y renegando con disgusto de todo a su alrededor. Perturbado, Óscar la mira con precaución y, mientras ella pasa, hace un suave silbido -como una serpiente de cascabel- como diciéndole “déjame en paz”. Ella pasa sin mirarlo y continúa por el pasillo. Óscar se calma. Todavía no es el turno de la señora P. y no quiere tener nada que ver con ella.

Oscar se baja de la mesa de un salto , tranquilo y con completo control de sus dominios. Se toma un momento para beber agua de su taza y comer un bocado. Satisfecho, se estira y emprende una nueva ronda. Decide bajar al ala oeste en primer lugar, pasa con disimulo junto al señor S., quien se sentó en un sofá del pasillo. Frunce ligeramente los labios y ronca, quizá ignora en donde vive. Oscar sigue por el pasillo hasta que llega al fondo, a la habitación 310. La puerta está cerrada. Óscar se sienta y espera. Él tiene un importante negocio ahí.

Veinticinco minutos después, la puerta se abre y sale una auxiliar de enfermería con ropa de cama sucia. “Hola, Óscar”, dice, “¿vas a entrar?” Óscar le cede el paso y luego ingresa a la habitación, donde hay dos personas. En una esquina frente a la pared está la señora T. dormida en posición fetal. Su cuerpo es delgado y sus órganos han sido devorados por el cáncer de mama. Su piel es amarilla y no ha pronunciado palabra en varios días. Junto a ella está su hija quien levanta la mirada de su novela para saludar cariñosamente al visitante: “Hola, Óscar, ¿cómo estás hoy?”

Óscar ignora la mujer y brinca sobre la cama. Vigila a la señora T. Ella está, claramente, en fase terminal de su enfermedad y su respiración es dificultosa. El examen de Óscar es interrumpido por una enfermera quien le pregunta a la hija si la señora T. está incómoda o necesita más morfina. La mujer responde que no con la cabeza y la enfermera se retira. Óscar regresa a su trabajo. Olfatea el aire, le da una última mirada a la señora T. y luego salta de la cama y rápidamente sale de la habitación. Hoy no.

Se regresa por el pasillo e ingresa a la habitación 313. La puerta está abierta y entra. La señora K. está durmiendo tranquila en su cama, su respiración es suave. La rodean fotografías de sus nietos y del día de su boda. Pero a pesar de estos recuerdos, ella está sola. Óscar salta sobre la cama y husmea el aire, hace una pausa, examina la situación y luego da dos vueltas antes de enroscarse junto a la señora K.

Pasa una hora. Óscar espera. Una enfermera entra a la habitación a revisar a la paciente. Se detiene para observar a Óscar. Preocupada deja la habitación y regresa al puesto de enfermería, toma la historia clínica de la señora K. y comienza a hacer llamadas telefónicas.

Media hora después empiezan a llegar la familia. Llevan sillas a la habitación para empezar la vigilia. Llaman al sacerdote para que realice los rituales de despedida. Óscar no se ha movido, ronronea y husmea a la señora K. Uno de los nietos le pregunta a su madre: “¿qué es lo que el gato está haciendo aquí?” La mujer, controlando sus lágrimas le responde: “él está aquí para ayudar a la abuela a llegar al cielo”. Treinta minutos después la señora K. muere. Con esto, Óscar se sienta, mira a su alrededor y, a continuación, sale de la habitación en silencio y deja a los familiares con su duelo.

En su camino al área de las historias clínicas, Óscar pasa junto a una placa puesta en la pared. El grabado es un elogio por la gestión del hospicio: “Por su compasiva atención, esta placa se le concede a Óscar el Gato". Óscar toma un rápido trago de agua, vuelve a su escritorio y se enrosca para un largo descanso. Su trabajo está cumplido. No habrá más muertes hoy, no en la habitación 310 ni en otra habitación. Después de todo, nadie muere en la tercera planta a menos que Óscar haga su visita y se quede un rato.


domingo, 1 de febrero de 2009

A juicio: Primero estaba el mar de Tomás González


La evidencia


Eran cuatro calles, no más de cincuenta casas y no mucho más de quinientos habitantes. Una amplia faja de playa pública; allí estaban las rastras de madera que J. había visto desde lejos y allí estaban las canoas varadas. Había también un camión viejo que seguramente acababa de llegar, pués él no lo había visto. Éste y otro esperpento similar eran los dos únicos automotores de la región. Tenía aspecto de haber participado en alguna evacuación, invasión o matanza. Sus gruesas latas, atacadas despiadadamente por el oxido –puertas con boquetes, guardabarros roídos­­– habían sido pintadas recientemente en rojo vivo, a brocha. Su aíre guerrero y agresivo cubierto por aquella pintura alegre le daba una apariencia fantástica. “Así reformamos en el trópico las grisuras que nos mandan de los países desarrollados de mierda”, pensó J.

Había gente parada al lado del camión esperando que lo terminaran de cargar para montarse. Otras estaban de pie en las puertas de las tiendas, tomando cerveza. J. soportaba las miradas en su nuca con serenidad y cierto orgullo. Algunos niños lo miraban abiertamente.

—¿Qué miras? —le preguntó a uno de ellos.

El negrito le contestó con una sonrisa que J. le devolvió de un modo ubicuo y rápido que al niño pareció gustarle.

Compraron el mercado en la más grande de las tiendas, local largo con estanterías en madera que lo recorrían de un extremo a otro repletas de productos. Se sentía olor a plásticos y cueros. La atendía su dueño, hombre joven, blanco-amarillento, flaco de espaldas y protuberante de barriga, que se arremangaba la camiseta hasta el esternón para aliviarse del calor húmedo y quieto que agobiaba el aíre de la tienda. Se llamaba Juan y tenía fama de comprar cosas robadas. A J. le pareció cínico y servil. Le ayudaba su mujer, obesa, somnolienta, orgullosa, morena clara, de unos treinta años y rasgos faciales muy hermosos. Daba la impresión de exhalar un hálito sensual parecido a las emanaciones de un pantano en germinación.

Como Gilberto era muy hábil en lo del mercado, J. sólo alcanzó a tomarse cuatro cervezas antes que las bestias estuvieran cargadas con los bultos. Los precios se le hicieron escandalosamente caros. Fue tal vez entonces cuando pensó por vez primera montar él mismo una tienda en la finca.

Tomás González. Primero estaba el mar. Bogotá: La otra Orilla - Norma; 2009. pp. 40-41.



La defensa


Varios amigos me habían hablado muy bien de Tomás González y de esta novela. Para muchos su mejor obra. La revista Pie de página hizo un especial sobre él en 2006 y lo tituló: "Tomás González, el secreto mejor guardado de la literatura colombiana", luego fue la Feria del Libro y decidí comprar la novelita. La tenía en remojo desde entonces hasta que escuché en estos días a Antonio García en una entrevista en TV diciendo que ese sería el libro que se llevaría al diluvio (o algo así en respuesta a la estúpida pregunta que siempre hace la directora del noticiero RCN). Llegó el momento. Lo saqué de mi biblioteca y leí con decreciente interés sus 125 páginas… Me muerdo la lengua, aún no puedo decir nada porque este es el espacio de la defensa y como soy incapaz de hacerla prefiero cederle el turno a Jorge Orlando Melo, uno de los intelectuales más reconocidos de este país, con el texto que está incluido en la revista que ya mencioné:

«El personaje de Primero estaba el mar , “literato, anarquista, izquierdista, negociante, colono, hippie y bohemio”, rehuye el intelectualismo progresista y fatigado del Medellín de 1975 para irse con Elena a buscar la vida “de carne y hueso” en un ambiguo intento empresarial en Urabá: abrir una finca, destruir y producir en contacto con la naturaleza, son actos que en cierto modo expresan un rechazo más vivido que político a la sociedad burguesa. Pero si el capitalismo sin aliento de Medellín tiene mucho de selva, la vida en Urabá, con la abrumadora presencia del mar y la lluvia resulta, con todo y su belleza, inesperadamente agresiva. Una sucesión de pequeñas batallas y derrotas va ahogando la confianza de J., mientras que la empresa agraria adquiere caracteres cada vez más delirantes, y la vida, los afectos, su vida con Elena, las relaciones con amigos o empleados, caen bajo una lógica siniestra que conduce a la inevitable catástrofe final. La prosa sobria, con un ritmo y una imaginería controlados y tensos, a la que no sobra un adjetivo, una frase, un parágrafo, refiere una inexorable tragedia que se va desplegando, gesto a gesto, en todos los actos y en cada una de las imágenes que presenta. El diálogo escueto, duro y absolutamente verosímil, la descripción segura de un paisaje y una naturaleza que afectan a los personajes, la firmeza de los trazos que pintan a los protagonistas y sus relaciones, la irrupción soterrada o abierta de la violencia, son elementos que dan a esta obra la perfección, el dramatismo y la inevitabilidad de una sonata clásica».



La fiscalía


Lo lamento, pero la novelita no me gusto ni poquito. Sí, estoy en contravía de muchos críticos reconocidos de esta patria culta, pero no, qué le vamos a hacer.

Comparto con varias reseñas que el argumento promete, que la historia del animal urbano que se exilia en el campo y que en medio de las alegrías e infortunios de la vida cotidiana fracasa es tentadora y podría haber sido una buena novela ¿o un buen cuento? Sí, me parece que el libro es un cuento alargado y malogrado o el borrador de una gran novela, pero se quedó a mitad de camino entre las dos opciones.

El autor elije narrar a través de una tercera persona que lo cuenta todo y le tapa la boca y restringe los pensamientos de los personajes. Apenas les da voz para pendejadas como la de la “grisura” del camión o para otras perlas fofas que son para Jorge Orlando Melo diálogo escueto, duro y absolutamente verosímil”. ¡Mentira! No son diálogos verosímiles porque prácticamente no hay, el narrador se encarga de callar a los personajes, de contarlo todo, a veces con unas pretensiones poéticas, algunas bien logradas, pero otras con una prosa descuidada (dos “estaban” y tres “había”, dos de ellos parte de “había visto” en las escasas primeras 50 palabras del texto trascrito). Es cierto que no le sobran adjetivos, ¡le faltan! Algunas descripciones son tan esquemáticas, que me sacaron de la historia, parecían un paréntesis, un pie de página; no estaban presentadas como ambientación de la escena sino como sucinta descripción. ¿Han leído el inventario de una oficina?... ahí tienen.

A veces el texto parece resucitar cuando el narrador cede para que el diario de J., el protagonista, cuente; allí al fin podemos escuchar con honestidad al personaje, al fin podemos comprender un poco lo que siente y piensa sin que el narrador lo parafraseé. Pero son solo fragmentos, palomitas breves.

La historia tiene algunos puntos de gran tensión dramática que el autor desperdicia. Me gustó que la tensión derivara de situaciones cotidianas, nada extraordinarias, pero es un desperdicio contarlas de afán, dejar que el narrador las mencione sin dejar que los personajes que participan en el conflicto actúen, vivan. No. La elección del autor es silenciarlos.



Veredicto


Pues tú verás. Hay quienes se explayan en elogios con Tomás González y su obra. Yo por lo pronto lo pensaré dos veces antes de volverlo a leer. Por ahora prefiero que el secreto mejor guardado de la literatura colombiana siga oculto para mí.



Comuniquese y cúmplase

Foto de Peter Schultze-Kraft