Los soldados de un batallón de trabajo descargaban ataudes de un camión. En la silenciosa lentitud de sus movimientos se veía que estaban acostumbrados a realizar aquel trabajo. Uno de ellos, de pie en la parte trasera del camión, acercaba el ataúd hasta el borde, otro se lo cargaba a las espaldas y lo levantaba en el aíre, y un tercero se aproximaba en silencio y lo cogía por el extremo opuesto. La tierra helada crujía bajo sus botas mientras transportaban las cajas hasta la amplia fosa común, y después de colocarlas en el borde del foso, volvían al camión. Luego, cuando el camión se marchó vacío a la ciudad, los soldados se sentaron sobre los ataudes, colocados ante la fosa abierta, y se pusieron a liar cigarrillos con gran cantidad de papel y poca de tabaco. —Parece que hoy hay menos faena —dijo uno y se puso anencender la lumbre con un eslabón de muy buena calidad: la yesca en forma de cordel estaba metida en una caja de cobre, y el pedernal estaba encajonado dentro. El soldado agitó la yesca y el humo permaneció suspendido en el aíre. —El sargento dijo que hoy sólo habría un camión —dijo otro soldado dando una calada a su cigarro y expulsando una gran bocanada de humo. —Podemos acabar la tumba cuando venga.
—Claro, será más cómodo; traerá la lista y hará la comprobación —añadió el tercero, que no fumaba; en su lugar, cogió un trozo de pan del bolsillo, lo sacudió, lo sopló ligeramente y comenzó a masticarlo.
—Dile al sargento que nos traiga un pico; un cuarto de hora es suficiente para que la costra se hiele, y mañana toca preparar una nueva; ¿crees que lograremos retirar la tierra con las palas?
El que había encendido el fuego, chocando las manos con un golpe seco, sacó la colilla de la boquilla de madera, que tamborileó ligeramente contra la tapa del ataúd.
Los tres se quedaron callados como si escucharan. Reinaba el silencio.
—¿Es verdad que sólo nos darán raciones de rancho en frío para comer? —preguntó el soldado que masticaba el pan, bajando la voz para no molestar a los muertos en sus tumbas con una conversación que carecía de interés para ellos.
El segundo fumador, aspirando el humo de una colilla de una larga boquilla de caña, lo miró a contaluz y movió la cabeza.
De nuevo se hizo el silencio.
—No hace mal día hoy, sólo un poco de viento.
—Escucha, ha llegado el camión; a la hora de comer habremos acabado.
—No, no es nuestro camión. Es un coche.
Salieron del coche el sargento, al que conocían bien, y una mujer con con un pañuelo, y ambos se dirigieron a la verja de hierro donde se habían cavado las tumbas la semana pasada; después habían tenido que cambiar el sitio por falta de espacio.
—Miles de personas son enterradas y nadie asiste a los funerales —dijo uno—. En tiempo de paz sucede todo lo contrario: un muerto y cien personas detrás llevándole flores.
—También lloran por éstos —dijo otro repiqueteando delicadamente sobre la tabla una uña grande y curvada torneada por el trabajo manual como un guijarro por el par—. Sólo que nosotros no vemos esas lágrimas. Mira el sargento vuelve solo.
Volvieron a fumar, esta vez los tres. El sargento se acercó y dijo con afabilidad:
—Bueno, chicos, si todos fumamos, ¿quién trabaja por nosotros?
En silencio soltaron tres nubes de humo y luego uno, el dueño de la piedra de mechero, dijo:
—Ahora acabamos el cigarro... Escucha, está llegando el camión. Lo reconozco por el motor.
Vasili Grossman. Vida y destino (Capítulo 32). Galaxia Gutemberg – Círculo de Lectores. Barcelona, 2007. pp. 180-182.
1 comentario:
Samuel. Buen blog. Hay mano de escritor y de editor.
Seguiré pasando.
Por cierto, esperamos que te animés con un despacho para la Agencia Pinocho.
Ya sabés: http://agenciapinocho.blogspot.com
Suerte,
J.M.V., Editor A-Pín.
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