sábado, 26 de diciembre de 2009

Obsesiones compulsivas: terrorismo navideño



En mi casa tengo fama de Grinch por mi supuesto escaso espíritu navideño. La verdad es que la navidad me gusta: compartir con mi familia alrededor de un ritual espiritual de fraternidad y amor; pero la parafernalia navideña: el mundo disfrazado de verde y rojo, la exigencia de comprar y regalar, la nieve falsa en pleno trópico y el gringo obeso de Santa Claus (si al menos fuera negro o latino y vistiera de guayabera), me hartan. Prefiero el ritual alrededor del pesebre, del niño desnudo con poco dinero para hacer regalos ostentosos, simbolo perfecto de la humildad y la sencillez de lo que debería ser la navidad para quienes somos cristianos congénitos o adquiridos.
Ya lo he propuesto, pero nadie en mi familia me coge la caña: una navidad sin regalos o apenas unos cuantos para los niños. Fracaso total y además, regañado: ¡eso sería terrorismo navideño! me dijeron alguna vez. Esa es mi inmerecida fama de Grinch.
Ya es demasiado tarde y esta vez no ocurrió, el obeso ricachón de abrigo rojo ya repartió sus pretensiosos regalos, pero que tan bueno sería que este video se hiciera realidad. Se lo pediré al Niño Dios para el 2010.

¡Feliz Navidad!




viernes, 18 de diciembre de 2009

Las mejores fotografías del 2009

La revista LIFE.com acaba de publicar la selección de las mejores fotografías del 2009.
Los dejo con mis diez favoritas.

Oro: veiled by AP Photo/Mohammad abu Ghosh

Plata: The empty city by Keith Marlow for LIFE.com

Bronce: Mother and Son, Afghan Addicts by AP Photo/Julie Jacobson

Cuatro: Daddy's home by Kendra Kaplan

Cinco: Backstage Goosebumbs

Seis: Deathf of a warship by Christopher Funlong/Getty Images

Siete: Winging by Associated Press

Ocho: Hope in Irán by Amir Sadeghi

Nueve: Meeting for minds by Sean Gallup/Getty Images

Diez: A time for prayer by AP Photo/Emilio Morenatti

viernes, 11 de diciembre de 2009

Crónicas nimias: Para la ofrenda

Para la ofrenda


La moneda rodó silenciosa por el tapete de la buseta hasta detenerse entre al zapato bien lustrado de la anciana y su bastón de titanio. Pronto el píe de ella se levantó y la cubrió. Con seriedad miró a su compañera de viaje quien le hizo un gesto de asentimiento con su arrugado rostro.
El dueño, un niño con un inmenso morral en la espalda, cruzó la registradora y se ubico junto a las dos mujeres. Unos minutos después llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y sacó tres monedas. Las contó, volvió a esculcar y nada: las mismas tres. Mientras su mirada barría sin éxito el suelo del vehiculo, la anciana sacó de su fino bolso de cuero una delicada camándula de plata con cuentas rojas y comenzo a rezar en silencio.
El transporte se detuvo frente a la escuela. El niño bajó. Desde la ventana, las ancianas veían como se limpiaba las lágrimas de las mejillas y esculcaba de nuevo sus bolsillos y contaba y recontaba las mismas tres monedas.
La buseta arrancó. La mujer levantó su pie y con el bastón empujó la pequeña pieza metálica hasta que estuviera lo suficientemente cerca para no tener que esforzarse para recogerla. Se inclinó, la alzó, la sobó contra la seda de su vestido y se la enseñó a su acompañante:
-Para la ofrenda -le dijo.
-Amén -respondió la otra anciana con una dulce sonrisa mientras se persignaba.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Obsesiones compulsivas: Adiós, amado tío


Todavía recuerdo la emoción que me daba de niño cuando en vacaciones mi tío José llegaba a comprar la mercancía para María Moñitos, su almacen de ropa infantil en Tunja. El primer día, me subía en su pequeño Renault cuatro, o seis, o doce... o el de turno; porque debe quedar claro de una vez, a mi tío le encantaba, le fascinaba cambiar de carro. Entonces, el primer día me subía en su nave y nos ibamos a recorrer las fábricas de ropa infantil de Bogotá. Si tenía la dicha de que tuvieran parqueadero podía entrar con mi tío de la mano y conocer la fábrica por dentro; sino, me quedaba "cuidando el carro" por... media hora, una hora. Creo que esas largas esperas formaron mi carácter paciente y si no nos robaron no fue precisamente porque yo fuera un buen vigilante.
Al día siguiente, muy a las cuatro de la mañana, una vez la nave estaba cargada, había que ver ese Renault 4 lleno hasta el techo de ropa, arrancabamos rumbo a Tunja. Se supone que no me podía dormir para que a mi tío no le diera sueño, pero era imposible, de todas maneras mi tío me ponía charla y me enseñaba a manejar... bueno, la teoría: cuál era el acelerador, para que servían las direccionales, qué significaban las líneas discontinuas de la carretera. Una vez le dije que cómo a la madrugada había tan poquitos carros, por qué no me dejaba manejar. Me regañó, uno de esos breves, pero explosivos regaños de José Arias. Luego, me sentí tonto. Mi tío tenía razón.
Su casa en el barrio Maldonado era silenciosa. Los días de mis vacaciones transcurrían sin mayores aventuras: leer, ver tele, acompañar a mi tío al trabajo (en ese entonces era maestro de escuela primaria), salir con a algún parque; pero yo la pasaba tan bien, me gustaba tanto ir a Tunja con mi tío. Con ellos, con él, con Hilma y mis primas, siempre me he sentido muy, pero muy querido. Y ese amor siempre ha sido correspondido.
Luego, ya adulto... bueno, más bien cuando terminé la universidad, viví en Jenesano, en su pequeña casa de muñecas. Las aventuras vividas en el pueblo y dentro de aquellas paredes no pueden ser nombradas en este blog, al menos en esta entrada. Lo cierto es que la generosidad de mi tío me dieron un refugio ideal para esos meses en que fui médico del pueblo.
Algunos miembros de mi familia insisten en que yo me parezco a mi tío José. Bueno, de pronto sea la confabulación de los astros en el día común de nuestro cumpleaños; pero independiente de que sea cierto o no, siempre sentí un silencioso y grande orgullo con esa comparación. Me agradaba que me compararan con alguien tan amoroso, tan apasionado y con tan buen humor, bueno, a veces sus chistes eran pasados y pesados, pero era, ante todo, un hombre sinceramente alegre. Pero lo más bacano (y eso sí lo comparto aunque a veces no parezca, jejeje) era el inmenso amor que sentía por su familia. Eso incluía a su esposa y sus hijas, pero se extendía también a todos los Arias y a todos los Lozano y a todos sus amigos. Bien hubiese podido llamarse José Amoroso Arias, en vez del espantoso (a él tampoco le gustaba mucho) José Prisciliano.
Ese amor lo expresaba también en la pasión que ponía en lo que hacía. Hay que reconocerlo, era un hombre intenso, intenso y celoso con su esposa, hijas y sobrinas, trabajador responsable, apasionado de la política, de la política maluca, desafortunadamente, esos amigos grotescos y corruptos de los que se rodeaba a veces, era una de las pocas cosas que no me gustaba de él. Sin embargo, nadie puede negar el profundo compromiso que le ponía a todo lo que hacía y el sincero amor que nos regalaba a quienes estabamos en su círculo de afecto.
Pero se fue. Alguna arteria de su cerebro lo traicionó y nos lo quito.
Y estamos tristes.
Y tenemos un hueco en el pecho.
Y lo extrañamos.
Y lo seguiremos amando.
Adiós, amado tío.