miércoles, 28 de octubre de 2009

Literatura felina: Amos Oz


Un día de otoño del año cincuenta y cuatro, Mijael volvió del trabajo al atardecer con un gatito gris y blanco en los brazos. Lo había encontrado en la calle David Yellin, a la sombra de la tapia del colegio religioso para chicas. ¿No es conmovedor? Mijael me pide que lo toque. Quiere que vea cómo esa criatura levanta una pata diminuta para amenazar y atemorizar, como si fuese un tigre o una pantera por lo menos. ¿Dónde está el libro de animales de Yair? Por favor, mamá, trae el libro para que Yair aprenda que el gato y el tigre son primos hermanos.
Cuando mi marido cogió la mano de mi hijo y la pasó por la espalda del gatito, vi un temblor en la comisura de los labios del niño, como si el gato se fuera a romper o tocarle la espalda resultara peligroso.
-Mira, mamá, me está mirando, ¿qué quiere de mí?
-Quiere comer, hijo. Y dormir. Yair, ve a prepararle un sitio en la terraza de la cocina. No tonto, el gatito no necesita manta.
-¿Por qué?
-¿Porque no son como las personas. Son diferentes.
-¿Por qué son diferentes?
-Porque así han sido creados. No puedo explicártelo.
-Papá, ¿por qué los gatos no se tapan con una manta como las personas?
-Porque los gatos tienen pelo y por tanto tienen calor incluso sin manta.

Mijael y Yair estuvieron toda la tarde jugando con el gato. Le pusieron Tzaj, es decir, "cándido". Era un cachorro de unas pocas semanas, en sus movimientos aún se apreciaba a veces una falta de coordinación que resultaba conmovedora. Se afanaba en atrapar una polilla que revoloteaba por el techo de la cocina. Sus saltos eran graciosos, porque carecía de capacidad para calcular la altura y la distancia: brincaba a un palmo del suelo abriendo y cerrando con fuerza las pequeñas mandíbulas, como si hubiese alcanzado una polilla del techo. Nosotros nos partíamos de risa. Al oír nuestra risa se erizaba y nos lanzaba un resoplido con el que pretendía matarnos de miedo.
-Tzaj será el gato más fuerte de los alrededores -dijo Yair-. Le enseñaremos a vigilar la casa y a atrapar a los ladrones y malhechores. tzaj será nuestro gato policía.
-Hau que darle de comer y acariciarlo -dijo Mijael-. Ninguna criatura pude vivir sin cariño. por tanto, nosotros queremos a Tzaj y Tzaj nos querrá a nosotros. Pero, Yair, no es necesario besarle. Mamá se enfadaría contigo.
Yo preparé un cuenco de plástico verde con leche y queso. Mijael tuvo que meter a la fuerza la cabeza de Tzaj en la leche, porque el gatito aún no sabía comer del cuenco. La criatura se apartó, estornudó, sacudió con energía la cabeza empapada, lo salpico todo de gotas blancas. Al final alzó la cabeza, tenía la cara mojada, magullada y encendida. Tzaj no era un gatito cándido, era gris y blando. Un gato corriente.

Por la noche el gatito descubrió una pequeña abertura en el ventanuco de la cocina. Se escapó de la terraza, entró en el piso y encontró nuestra cama. Eligió acurrucarse precisamente a mis pies, a pesar de que había sido Mijael quien le había adoptado y le había estado cuidando toda la tarde. Era un gato desagradecido. Despreciaba a quien era bueno con él y adulaba a quien se comportaba con él con frialdad. Hace unos años Mijael Gonen me dijo: un gato jamás confraternizará con la persona inadecuada. Ahora sé que era una moraleja que no había que tomar al pie a de la letra, y que Mijael la dijo solo para mostrarse original ante mí. A mis pies se acurrucó el gato Tzaj, se enrolló y ronroneó de una forma tranquila y tranquilizadora al mismo tiempo. Al amanecer el gato araño la puerta. Me levanté y le abrí. Salió y al instante estaba maullando detrás de la puerta de la terraza. Bostezó, se estiró, gruñó, maulló y suplicó que lo dejara salir por esa puerta. Tzaj era un gato voluble, o tal vez muy indeciso.

Al cabo de cinco días , nuestro gato se fue y no volvió más. Mi marido y mi hijo se pasaron toda la tarde buscándole por la callejuela, por las calles contiguas y también al pie de la tapia del colegio religioso para chicas, el lugar donde lo había recogido Mijael una semana antes. Yair opinaba que habíamos ofendido a Yzaj. Según Mijael, el cachorro había vuelto con su madre. Yo no le había puesto la mano encima. lo digo porque sospechaban que yo había acabado con él. ¿De verdad Mijael me consideraba capaz de envenenar al gato?
Así pues, comprendió que se había equivocado al pretender hacerse cargo de un gato sin mi consentimiento, al comportarse como si no hubiera nadie más en casa. Mijael me pidió que le comprendiera: pretendía hacer feliz a nuestro hijo. Y también él, de pequeño, había deseado tener un gato, pero su padre no se lo había permitido.
-Yo no le he hecho nada, Mijael. Tienes que creerme. Tampoco me opongo a que trigas otro gato. Yo no lo he tocado.
-Entonces, ha debido desaparecer por arte de magia -Mijael sonrió comedidamente-, por favor, no sigamos hablando de ello. Es una pena por el niño, estaba muy unido a Tzaj. pero dejémoslo, Jana. ¿Acaso merece la pena discutir por un pequeño gato?
-No hay discusión alguna -dije.
-No, ni discusión ni gato. -Mijael volvió a sonreír comedidamente.

Tomado de: Mi querido Mijael de Amos Oz. DeBols!llo - Siruela. Madrid, 2006. Páginas 122 a 125.

viernes, 23 de octubre de 2009

Más de Amos Oz

Pues sí, me estoy encariñando con la obra de Amos Oz. Esculcando en la red encontré su discurso cuando recibió en octubre de 2007 el Premio Principe de Asturias de las letras. Comparto su fé incondicional en el poder de la ficción, de la literatura y el arte como herramienta para tender puentes entre humanos. Deberíamos leernos más para entendernos.


Muchacha asomada en la ventana. Salvador Dalí. 1925


La mujer en la ventana

Amoz Oz

Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales.

Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas.

Si no eres más que un turista, quizá tengas ocasión de detenerte en una calle, observar una vieja casa del barrio antiguo de la ciudad y ver a una mujer asomada a la ventana. Luego te darás la vuelta y seguirás tu camino.

Pero como lector no sólo observas a la mujer que mira por la ventana, sino que estás con ella, dentro de su habitación, e incluso dentro de su cabeza.

Cuando lees una novela de otro país, se te invita a pasar al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares, en sus sueños.

Y por eso creo en la literatura como puente entre los pueblos. Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana.

Parte de la tragedia árabe-judía es la incapacidad de muchos de nosotros, judíos y árabes, de imaginarnos unos a otros. De imaginar realmente los amores, los miedos terribles, la ira, los instintos. Demasiada hostilidad impera entre nosotros y demasiada poca curiosidad.

Los judíos y los árabes tienen algo en común: ambos han sufrido en el pasado bajo la pesada y violenta mano de Europa. Los árabes han sido víctimas del imperialismo, del colonialismo, de la explotación y la humillación. Los judíos han sido víctimas de persecuciones, discriminación, expulsión y, al final, el asesinato de un tercio del pueblo judío.

Cabría suponer que dos víctimas, y sobre todo dos víctimas de un mismo perseguidor, desarrollarían cierta solidaridad entre ellas. Desgraciadamente las cosas no son así, ni en las novelas ni en la vida real. Por el contrario, algunos de los conflictos más terribles son aquellos que se producen entre dos víctimas de un mismo perseguidor. Los dos hijos de un progenitor violento no tienen por qué amarse necesariamente. Con frecuencia ven reflejada el uno en el otro la imagen del cruel progenitor.

Exactamente así es la situación entre judíos y árabes en Oriente Medio: mientras los árabes ven en los israelíes a los nuevos cruzados, la nueva reencarnación de la Europa colonialista, muchos israelíes ven en los árabes la nueva personificación de nuestros perseguidores del pasado: los responsables de los pogroms y los nazis.

Esta realidad impone a Europa una especial responsabilidad en la solución del conflicto árabe-israelí: en lugar de alzar un dedo acusador hacia una u otra de las partes, los europeos deberían mostrar afecto y comprensión y prestar ayuda a ambas partes. Ustedes no tienen por qué seguir eligiendo entre ser pro-israelíes o pro-palestinos. Deben estar a favor de la paz.

La mujer de la ventana puede ser una mujer palestina de Nablus y puede ser una mujer israelí de Tel Aviv. Si desean ayudar a que haya paz entre las dos mujeres de las dos ventanas, les conviene leer más acerca de ellas. Lean novelas, queridos amigos, aprenderán mucho.

Las cosas irían mejor si también cada una de esas dos mujeres leyese acerca de la otra, para saber, al menos, qué hace que la mujer de la otra ventana tenga miedo o esté furiosa, y qué le infunde esperanza.

No he venido esta tarde a decirles que leer libros vaya a cambiar el mundo. Lo que he sugerido es que creo que leer libros es uno de los mejores modos de comprender que, en definitiva, todas las mujeres de todas las ventanas necesitan urgentemente la paz.

Quiero agradecer a los miembros del jurado del premio Príncipe de Asturias que me hayan otorgado este maravilloso Premio. Muchas gracias y mis mejores deseos a todos ustedes. Shalom u-brajá.

Tomado de: www.elpais.com

martes, 20 de octubre de 2009

A Juicio: La bicicleta de Sumji, de Amos Oz


La evidencia

Padre preguntó con suavidad:

—¿Tú sabes qué hora es?

—Tarde —respondí con tristeza. Y empuñé con fuerza redoblada mi sacapuntas.

—Son las siete y treinta y seis minutos —puntualizó padre. Se alzaba a la entrada impidiéndome el paso, y sacudió muchas veces la cabeza, como si hubiese llegado a esa triste pero inevitable conclusión allí y en aquel preciso instante. Añadió—: Ya hemos cenado.

—Lo siento —tartamudeé con voz diminuta.

—No sólo hemos cenado. Ya hemos lavado los platos —dijo con calma. Hubo otro silencio. Supe perfectamente qué iba a seguir. El corazón me latía sin parar.

—Y, ¿dónde ha estado su señoría durante todo este tiempo? ¿Y dónde está su bicicleta?

—¿Mi bicicleta? —dije consternado. Y la sangre se me subió a la cara.

—La bicicleta —repitió padre con paciencia, pronunciando cada sílaba con toda precisión—. La bicicleta.

—Mi bicicleta —murmuré a mi vez pronunciando cada sílaba tal como él había hecho—. Mi bicicleta. Sí. Está en casa de un amigo. Se la he prestado —y mis labios continuaron susurrando su propia canción—. Hasta mañana.

—¿Ah, sí? —dijo mi padre con simpatía, como si compartiese mi sufrimiento de todo corazón y estuviera a punto de ofrecerme algún consejo sencillo pero útil—. Quizá me sea permitido conocer el nombre y el título de ese honorable amigo.

—Eso —dije—, eso no puedo decírtelo.

—¿No?

—No.

—¿De ninguna manera?

—De ninguna manera.

Era en ese preciso instante, lo supe con toda certeza, cuando venía la primera bofetada. Me encogí, como si quisiera enterrar la cabeza entre los hombros o el cuerpo entero dentro de los zapatos; cerré los ojos y apreté el sacapuntas con toda mi fuerza. Respiré hondo tres o cuatro veces y esperé. Pero no llegó ninguna bofetada. Abrí los ojos y parpadeé. Allí estaba padre, que parecía apenado, como si esperase el final de la representación. Al final, dijo:

—Sólo una pregunta más, si su señoría tiene la amabilidad de permitirlo.

—Qué? —susurraron mis labios por sí mismos.

—Quizá se me permita ver qué oculta su excelencia en su mano derecha.

—No es posible —murmuré. Pero de repente sentí heladas hasta las plantas de los pies.

—¿Ni siquiera eso es posible?

—No puedo, papá.

Su alteza no está hoy muy favorable que digamos —resumió padre con tristeza. Entonces, a pesar de todo, condescendió a continuar presionándome—: Por mi bien y por el tuyo.

—No puedo.

—Me lo enseñarás, niño estúpido —rugió padre. En ese momento empezó a dolerme terriblemente el estómago.

—Tengo dolor de barriga —dije.

—Primero vas a enseñarme lo que tienes en la mano.

—Después —rogué.

—De acuerdo —dijo padre con un tono de voz diferente. Y de repente repitió—: De acuerdo. Ya está bien —y se quitó de la puerta.

Le miré desde abajo, esperando sin mucho fundamento que después de todo me perdonaría. Y en ese mismo instante me cayó encima la primera bofetada.

Tomado de Amos Oz. La bicicleta de Sumji. Siruela, Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2005. Páginas 49 a 51.


La defensa

Esta novela breve es el primer texto que leo de Amos Oz y no salí defraudado. Es una novelita infantil de 71 que pronto me recordó cuando en mi infancia mi mamá me preguntaba con insistencia que por qué estaba cabizbajo si los niños no tienen problemas, no tienen preocupaciones. Amoz Os, a través de Sumji, el protagonista de la historia, nos desvarata esa mentira.

Durante la ocupación inglesa de Israel, Sumji, un pequeño y enamoradizo hombre de 11, recibe un regalo del tío calavera de la familia: una bicicleta... de niña, pero bici, al fin y al cabo. De inmediato va a mostrársela a su único amigo (Sumji no es precisamente el niño más popular), quien termina cambiándosela por un juguete... lo tumbó, y de ahí en adelante vienen otros tumbes más. Sumji tampoco es el más avispao ni un buen negociante.

Esa secuencia de malos negocios lo hace llegar tarde a casa donde ocurre el tropel que transcribí arriba y que termina en la huída del niño. Claro, sus planes era irse al África y vivir miles de aventuras lejos de sus padres, pero por casualidad termina en la casa de la niña que ama y que, supuestamente, lo ignora. Mejor dicho, no cuento más, leánla.

Es una novelita hermosa. Impecablemente escrita y con una alta carga dramática basada en los conflictos cotidianos de un niño común. Ese es su gran mérito.


La fiscalía

Pues con esa defensa qué queda por decir.


Veredicto

Fue una elección acertada entrar a Amos Oz por la bicicleta de Sumji. Un texto breve, sencillo y precioso. Ahora estoy leyendo Querido Mijael, la primera novela de este autor, otra maravilla. Al parecer, por lo que estoy probando y por lo que he escuchado, Amos Oz no tiene pierde.

Comuniquese y cúmplase

jueves, 8 de octubre de 2009

María José I



La diminuta mujercita protagonista del video es la razón por la que no había actualizado el blog en estos diez días.
Ojalá lo disfruten tanto como yo estoy gozando mi recién desempacado rol de papá.