Padre preguntó con suavidad:
—¿Tú sabes qué hora es?
—Tarde —respondí con tristeza. Y empuñé con fuerza redoblada mi sacapuntas.
—Son las siete y treinta y seis minutos —puntualizó padre. Se alzaba a la entrada impidiéndome el paso, y sacudió muchas veces la cabeza, como si hubiese llegado a esa triste pero inevitable conclusión allí y en aquel preciso instante. Añadió—: Ya hemos cenado.
—Lo siento —tartamudeé con voz diminuta.
—No sólo hemos cenado. Ya hemos lavado los platos —dijo con calma. Hubo otro silencio. Supe perfectamente qué iba a seguir. El corazón me latía sin parar.
—Y, ¿dónde ha estado su señoría durante todo este tiempo? ¿Y dónde está su bicicleta?
—¿Mi bicicleta? —dije consternado. Y la sangre se me subió a la cara.
—La bicicleta —repitió padre con paciencia, pronunciando cada sílaba con toda precisión—. La bicicleta.
—Mi bicicleta —murmuré a mi vez pronunciando cada sílaba tal como él había hecho—. Mi bicicleta. Sí. Está en casa de un amigo. Se la he prestado —y mis labios continuaron susurrando su propia canción—. Hasta mañana.
—¿Ah, sí? —dijo mi padre con simpatía, como si compartiese mi sufrimiento de todo corazón y estuviera a punto de ofrecerme algún consejo sencillo pero útil—. Quizá me sea permitido conocer el nombre y el título de ese honorable amigo.
—Eso —dije—, eso no puedo decírtelo.
—¿No?
—No.
—¿De ninguna manera?
—De ninguna manera.
Era en ese preciso instante, lo supe con toda certeza, cuando venía la primera bofetada. Me encogí, como si quisiera enterrar la cabeza entre los hombros o el cuerpo entero dentro de los zapatos; cerré los ojos y apreté el sacapuntas con toda mi fuerza. Respiré hondo tres o cuatro veces y esperé. Pero no llegó ninguna bofetada. Abrí los ojos y parpadeé. Allí estaba padre, que parecía apenado, como si esperase el final de la representación. Al final, dijo:
—Sólo una pregunta más, si su señoría tiene la amabilidad de permitirlo.
—Qué? —susurraron mis labios por sí mismos.
—Quizá se me permita ver qué oculta su excelencia en su mano derecha.
—No es posible —murmuré. Pero de repente sentí heladas hasta las plantas de los pies.
—¿Ni siquiera eso es posible?
—No puedo, papá.
Su alteza no está hoy muy favorable que digamos —resumió padre con tristeza. Entonces, a pesar de todo, condescendió a continuar presionándome—: Por mi bien y por el tuyo.
—No puedo.
—Me lo enseñarás, niño estúpido —rugió padre. En ese momento empezó a dolerme terriblemente el estómago.
—Tengo dolor de barriga —dije.
—Primero vas a enseñarme lo que tienes en la mano.
—Después —rogué.
—De acuerdo —dijo padre con un tono de voz diferente. Y de repente repitió—: De acuerdo. Ya está bien —y se quitó de la puerta.
Le miré desde abajo, esperando sin mucho fundamento que después de todo me perdonaría. Y en ese mismo instante me cayó encima la primera bofetada.
Tomado de Amos Oz. La bicicleta de Sumji. Siruela, Fondo de Cultura Económica. Madrid, 2005. Páginas 49 a 51.
Esta novela breve es el primer texto que leo de Amos Oz y no salí defraudado. Es una novelita infantil de 71 que pronto me recordó cuando en mi infancia mi mamá me preguntaba con insistencia que por qué estaba cabizbajo si los niños no tienen problemas, no tienen preocupaciones. Amoz Os, a través de Sumji, el protagonista de la historia, nos desvarata esa mentira.
Durante la ocupación inglesa de Israel, Sumji, un pequeño y enamoradizo hombre de 11, recibe un regalo del tío calavera de la familia: una bicicleta... de niña, pero bici, al fin y al cabo. De inmediato va a mostrársela a su único amigo (Sumji no es precisamente el niño más popular), quien termina cambiándosela por un juguete... lo tumbó, y de ahí en adelante vienen otros tumbes más. Sumji tampoco es el más avispao ni un buen negociante.
Esa secuencia de malos negocios lo hace llegar tarde a casa donde ocurre el tropel que transcribí arriba y que termina en la huída del niño. Claro, sus planes era irse al África y vivir miles de aventuras lejos de sus padres, pero por casualidad termina en la casa de la niña que ama y que, supuestamente, lo ignora. Mejor dicho, no cuento más, leánla.
Es una novelita hermosa. Impecablemente escrita y con una alta carga dramática basada en los conflictos cotidianos de un niño común. Ese es su gran mérito.
Pues con esa defensa qué queda por decir.
Fue una elección acertada entrar a Amos Oz por la bicicleta de Sumji. Un texto breve, sencillo y precioso. Ahora estoy leyendo Querido Mijael, la primera novela de este autor, otra maravilla. Al parecer, por lo que estoy probando y por lo que he escuchado, Amos Oz no tiene pierde.
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