
El fin de la soledad
William Deresiewicz
¿Qué quiere el yo contemporáneo?La cámara ha creado una cultura de la celebridad; el computador está creando una cultura de la conectividad. Al tiempo que convergen (la web pasa del texto a la imagen gracias a la banda ancha y las redes sociales extienden cada vez más el tejido de la interconexión), las dos tecnologías revelan un impulso común. Tanto la celebridad como la conectividad son formas del reconocimiento. Eso es lo que el yo contemporáneo quiere. Quiere ser reconocido, quiere estar conectado: quiere visibilidad. Si no ante millones de personas, como en un reality o en El show de Oprah, entonces ante cientos de ellas en Twitter o Facebook. Ésta es la característica que nos define, así es como nos volvemos reales ante nosotros mismos: al ser vistos por otros. El gran pavor contemporáneo es el anonimato. Si Lionel Trilling tenía razón, si la característica que definía al yo en el romanticismo era la sinceridad, y en la modernidad era la autenticidad, entonces en el postmodernismo es la visibilidad.
Vivimos exclusivamente en relación con los otros y lo que desaparece de nuestras vidas es la soledad. La tecnología nos arrebata nuestra privacidad e intimidad así como nuestra capacidad para estar solos. Aunque no debería decir “nos arrebata”. Eso lo hacemos nosotros mismos; estamos renunciando a ese derecho muy fácilmente. La tía de una adolescente que conozco me contó que ésta había enviado hacía poco tres mil mensajes de texto en un mes. Es decir, cien por día o uno cada diez minutos mientras estaba despierta (mañana, tarde y noche), todos los días de la semana, en clase, durante el almuerzo, mientras hacía las tareas y se cepillaba los dientes. En promedio nunca está sola más de diez minutos seguidos. Esto es, nunca está sola.
Una vez les pregunté a mis alumnos sobre el lugar que ocupaba la soledad en sus vidas. Uno admitió que ve tan angustiosa la posibilidad de estar solo que prefiere estar acompañado incluso si tiene que hacer un trabajo. Otra preguntó, ¿a quién se le ocurre estar solo?

Para esa sorprendente pregunta, la historia ofrece algunas respuestas. Es cierto que el hombre es un animal sociable, pero la soledad tradicionalmente ha tenido un valor social. En particular, el hecho de estar solo se ha entendido como una dimensión esencial de la experiencia religiosa, aunque restringida a unos cuantos elegidos. A través de la soledad de espíritus excepcionales, el colectivo renueva su relación con lo divino. El profeta y el ermitaño, el sadhu y el yogui van tras sus iluminaciones, buscan sus trances en el desierto, en el bosque o en la cueva. Porque la voz calmada y tenue solo habla en el silencio. La vida social es un ajetreo de asuntos insignificantes, una embestida de preocupaciones cotidianas, y las instituciones religiosas no son la excepción. Uno no puede escuchar a Dios cuando la gente parlotea y la palabra divina (a pesar de las intenciones de esas instituciones) se resiste a descender sobre el monarca o el sacerdote. La experiencia comunitaria es la ley humana, pero el encuentro solitario con Dios es el acto sobresaliente que renueva esa ley (sobresaliente, porque nadie es profeta en su tierra. Tiresias sufrió la injuria y luego fue declarado inocente, santa Teresa de Ávila sufrió el interrogatorio pero luego fue canonizada). La soledad religiosa es una especie de mecanismo social autocorrector, una forma de acabar con la maleza del hábito moral y la costumbre espiritual. El vidente regresa con nuevas tablas de la ley o con nuevas danzas, su cara iluminada con la verdad eterna.
Al igual que otros valores religiosos, la soledad fue  democratizada por la Reforma y vuelta secular por el romanticismo. De  acuerdo con Marilynne Robinson, el calvinismo creó el yo moderno al  centrar el alma en la introspección, dejándola al encuentro con Dios,  como el antiguo profeta, en “profundo aislamiento”. A la lista de  Calvino, Margarita de Navarra y Milton, como los pioneros de la  modernidad, podemos agregar a Montaigne, Hamlet e incluso a don Quijote.  Esta última figura nos advierte sobre el papel esencial de la lectura  en esa transformación, y de la imprenta, que en el siglo XVI y  posteriores cumple una función análoga a la de la televisión e internet  en el nuestro. La lectura, en palabras de Robinson, “es un acto de  inmensa introspección y subjetividad”. “El alma se encuentra consigo  misma en relación con un texto, primero el Génesis o san Mateo y  luego El paraíso perdido u Hojas de  hierba”. Con el protestantismo y la imprenta, la búsqueda de  la voz divina estuvo al alcance de todos e incluso fue de incumbencia  colectiva.
  
 Continuar leyendo en El Malpensante, edición 105.Pero es con el romanticismo cuando la soledad alcanza su más grande  notoriedad cultural al volverse tanto literal como literaria. La  soledad protestante todavía es figurativa. Rousseau y Wordsworth la  volvieron física. El yo no se encuentra ahora en Dios sino en la  naturaleza y para estar en la naturaleza hay que ir a ella. Y eso se  debe hacer con una sensibilidad especial: el poeta desplazó al santo  como vidente social y modelo cultural. Pero ya que el romanticismo  también heredó la idea dieciochesca de la compasión social, la soledad  romántica se dio en relación dialéctica con la sociabilidad: no tanto  por Rousseau y aun menos por Thoreau, el más solitario de todos, sino  por Wordsworth, Melville, Whitman y muchos otros. Para Emerson, “el alma  se rodea de amigos para acceder a un mayor autoconocimiento o a una  mayor soledad; y luego se queda sola por una temporada, para engrandecer  su conversación o a la sociedad”. La práctica romántica de la soledad  es a todas luces una expresión de la “sinceridad” planteada por  Trilling: creer que el yo se reafirma por una congruencia entre  actuación pública y esencia privada, aquella que estabiliza su relación  consigo mismo y con los otros. Especialmente, como señala Emerson, con  el otro bien amado. De ahí las famosas parejas de amistad del  romanticismo: Goethe y Schiller, Wordsworth y Coleridge, Hawthorne y  Melville.
 Pero la modernidad eliminó esta dialéctica. Su concepto de la  soledad era más severo, más contradictorio, más aislante. Como modelo  del yo y de sus interacciones, la compasión social de Hume dio paso a la  fuerte barrera de la personalidad de Pater y al narcisismo de Freud: la  noción de que el alma, encerrada en sí misma e inabordable para el  mundo, no tiene otra opción que la soledad. Con algunas excepciones,  como Woolf, los modernos evitaron la amistad. Joyce y Proust la  menospreciaron; D. H. Lawrence no se fiaba de ella; las parejas de  amistad de la modernidad (Conrad y Ford, Eliot y Pound, Hemingway y  Fitzgerald) en general fueron más tranquilas que sus contrapartes del  romanticismo. El mundo se entendía ya como un asalto al yo, y con toda  razón.
 
 
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