sábado, 16 de agosto de 2008

Karadzic y Pinochet: ¿personajes de Bolaño?

En el mes de julio de 2008 sucedieron tres hechos aparentemente no relacionados, pero que guardan una interesante conexión literaria: la captura de Karadzic, el fallo del Premio de la Fundación Nuevo Periodismo Latinoamericano (FNPI) y los cinco años de la muerte del escritor Roberto Bolaño.

¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?


Caso uno

Radovan Karadzic, médico psiquiatra y expresidente serbiobosnio, fue uno de los grandes genocidas de nuestra vergonzosa historia reciente, lo que le confirió el título de El Carnicero de Sarajevo. Tras once años como prófugo lo encontraron haciéndose pasar por un bondadoso médico alternativo.

Un pequeño detalle, resulta que el hombrecito también era poeta:


Convertíos a mi nueva fe, muchedumbre.

Os ofrezco lo que nadie ha ofrecido antes.

Os ofrezco inclemencia y vino

El que no tenga pan se alimentará con la luz de mi sol

Pueblo, nada está prohibido en mi fe

Se ama y se bebe

Y se mira al Sol todo lo que uno quiera.

Y este dios no os prohíbe nada.

Oh, obedeced mi llamada, hermanos, pueblo, muchedumbre.


Esta mezcla entre guerra y poesía es lo que el filósofo Slavoj Zizek llama el complejo poético – militar. Nefasta combinación para incitar al pueblo a la barbarie como lo hizo también Hassan Ngeze en Ruanda para exterminar a los tutsis.


Caso dos


La crónica ganadora de esta versión del Premio FNPI titula Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet del periodista Cristobal Peña del equipo de CIPER en Chile. Pues resulta que nuestro dictador criollo sentía una fascinación especial por los libros, no importaba que no los leyera:


Dos años y medio antes de ser objeto del primer peritaje bibliográfico, cuando las millonarias cuentas del banco Riggs aún permanecían secretas, Augusto Pinochet apareció sorpresivamente por una antigua galería comercial de calle San Diego, en el centro de Santiago. Sin previo aviso, acompañado de su escolta, llegó a visitar a su más fiel y entrañable librero.

En ese entonces Juan Saadé tenía tantos años como Pinochet, que iba para los 90, y aún estaba al frente de la librería de viejos que había fundado en 1941 con el nombre de La Oportunidad. Decía conocer a su cliente predilecto desde que éste era subteniente y solía comprarle libros de historia y geografía de Chile con cheques a plazo. Una vez que quedó instalado en el gobierno, el general de Ejército comenzó a pagar con cheques al día a nombre de la Presidencia de la República.

La afición a los libros fue creciente y antecede a la toma del poder. (…)

Desde joven fue aficionado a los libros, en particular a los de historia, guerra y geografía. De eso no parece haber dudas. Pero lo que resulta irrebatible, porque las cifras son demoledoras, es que a contar del Golpe de Estado, su biblioteca personal experimentó un sorprendente y sostenido incremento, producto no sólo de regalos propios del cargo.

Luis Rivano es vecino de la librería de Juan Saadé y aún guarda cientos de fotocopias con portadas de libros usados que ofrecía con sostenida regularidad al general Pinochet. En su mayoría son textos de ciencias sociales, muchos de ellos de marxismo y política de las décadas de los ‘60 y ‘70, que se salvaron de la hoguera en los días posteriores al Golpe de Estado.

Cuando el general se interesaba por algún título, cosa bastante frecuente, marcaba con un visto bueno la fotocopia de la portada para que Rivano se lo hiciera llegar a través de algún oficial encargado especialmente del tema. De esta forma llegaron a sus manos títulos como Si Yo Fuera Presidente, de Tancredo Pinochet; El Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo, de Hernán Vidal; El Gran Culpable, de José Suárez Núñez; El Guerrillero, de Chelén Rojas; Teoría Secreta de la Democracia Invisible, de José Rodríguez Elizondo; y El Mercurio y su Lucha contra el Marxismo, de René Silva Espejo.

El procedimiento fue el mismo con otros libreros de viejos de las Torres de Tajamar, en Providencia. Uno de ellos, que pide guardar reserva de su nombre, recuerda que el general era un comprador compulsivo y de gustos muy definidos. Pedía todo lo que hubiese de Napoleón Bonaparte. Absolutamente todo. Era su gran obsesión. Casi tanto como Ortega y Gasset. (…)

“Era ratón para pagar”, refrenda Octavio, hijo de Luis Rivano, que trabaja en Providencia y tuvo la osadía de devolver a La Moneda un cheque por $80.000 que el general había cancelado a cambio de un ejemplar de La Independencia de Chile, editado por Santos Tornero. “Yo sabía que el libro era bueno y que a él le servía, entonces por una cuestión de prestigio de librero insistí en que me pagara lo que valía”.

Al poco tiempo Octavio Rivano recibió un sobre con el mismo cheque por $80.000 y un adicional en dinero en efectivo. No se habló más del asunto.


Bolaño

Estoy seguro que, de haber estado vivo, Roberto Bolaño hubiera gozado con estos dos casos; pues aunque son dolorosamente reales, los dos parecen personajes suyos. Esa alianza entre el poder, el mal y la literatura, en especial la poesía, fascinaba a Bolaño, y de alguna forma es una constante y una obsesión en toda su obra.

Karadzic y Pinochet están muy cerca de personajes como Carlos Wieder, el teniente Ramírez Hoffman, Amado Couto o Silvio Salvático. Si no los conocen, den un paseo por La literatura nazi en América o por Estrella distante.

Para rematar va un pedacito de Estrella distante que pueda que tenga que ver con el asunto o no (yo creo que sí y mucho), pero que a mí me encanta:

Érase una vez un niño pobre de Chile... El niño se llamaba Lorenzo, creo, no estoy seguro, y he olvidado su apellido, pero más de uno lo recordará, y le gustaba jugar y subirse a los árboles y a los postes de alta tensión. Un día se subió a uno de estos postes y recibió una descarga tan fuerte que perdió los dos brazos. Se los tuvieron que amputar casi hasta la altura de los hombros. Así que Lorenzo creció en Chile y sin brazos, lo que de por sí hacía su situación bastante desventajosa, pero encima creció en el Chile de Pinochet, lo que convertía cualquier situación desventajosa en desesperada, pero esto no era todo, pues pronto descubrió que era homosexual, lo que convertía la situación desesperada en inconcebible e inenarrable.

Con todos esos condicionantes no fue raro que Lorenzo se hiciera artista. (¿Qué otra cosa podía ser?) Pero es difícil ser artista en el Tercer Mundo si uno es pobre, no tiene brazos y encima es marica. Así que Lorenzo se dedicó por un tiempo a hacer otras cosas. Estudiaba y aprendía. Cantaba en las calles. Y se enamoraba, pues era un romántico impenitente. Sus desilusiones (para no hablar de humillaciones, desprecios, ninguneos) fueron terribles y un día —día marcado con piedra blanca- decidió suicidarse. Una tarde de verano particularmente triste, cuando el sol se ocultaba en el océano Pacífico, Lorenzo saltó al mar desde una roca usada exclusivamente por suicidas (y que no falta en cada trozo de litoral chileno que se precie). Se hundió como una piedra, con los ojos abiertos y vio el agua cada vez más negra y las burbujas que salían de sus labios y luego, con un movimiento de piernas involuntario, salió a flote. Las olas no le dejaron ver la playa, sólo las rocas y a lo lejos los mástiles de unas embarcaciones de recreo o de pesca. Después volvió a hundirse. Tampoco en esta ocasión cerró los ojos: movió la cabeza con calma (calma de anestesiado) y buscó con la mirada algo, lo que fuera, pero que fuera hermoso, para retenerlo en el instante final. Pero la negrura velaba cualquier objeto que bajara con él hacia las profundidades y nada vio. Su vida entonces, tal cual enseña la leyenda, desfiló por delante de sus ojos como una película. Algunos trozos eran en blanco y negro y otros a colores. El amor de su pobre madre, el orgullo de su pobre madre, las fatigas de su pobre madre abrazándolo por la noche cuando todo en las poblaciones pobres de Chile parece pender de un hilo (en blanco y negro), los temblores, las noches en que se orinaba en la cama, los hospitales, las miradas, el zoológico de las miradas (a colores), los amigos que comparten lo poco que tienen, la música que nos consuela, la marihuana, la belleza revelada en sitios inverosímiles (en blanco y negro), el amor perfecto y breve como un soneto de Góngora, la certeza fatal (pero rabiosa dentro de la fatalidad) de que sólo se vive una vez. Con repentino valor decidió que no iba a morir. Dice que dijo ahora o nunca y volvió a la superficie. El ascenso le pareció interminable; mantenerse a flote, casi insoportable, pero lo consiguió. Esa tarde aprendió a nadar sin brazos, como una anguila o como una serpiente. Matarse, dijo, en esta coyuntura sociopolítica, es absurdo y redundante. Mejor convertirse en poeta secreto.

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