lunes, 21 de abril de 2008

La cosecha

La mujercita, perdón, la señora que está al lado de estas letras es Amy Hempel, la autora del cuento que idolatra Palahniuk. Según él lo mejor de lo mejor. Comparto con Palahniuk tres de sus cuatro consejos. El asunto aquél de «lengua quemada», de enredar al lector, no me parece. Tampoco considero que La Cosecha sea el baremo infalible con el cuál compararse. El cuento es bueno, pero... mejor juzguen ustedes.



La Cosecha
Amy Hempel
Traducción de Maori Pérez

El año en que comencé a decir cigarrillo en vez de cigarro, un hombre que apenas conocía casi me mata por accidente.

El hombre no estaba herido cuando el otro auto impactó con el nuestro. El hombre que había conocido por una semana me llevó en brazos por la calle de una manera que implicaba que no podía ver mis piernas. Recuerdo haber sabido que no debía ver, y sabiendo que me habría encantado ver si no fuera porque no podía.

Mi sangre estaba sobre la ropa de este hombre.

Dijo, “estarás bien, pero este suéter está arruinado”.

Grité por miedo al dolor. Pero yo no sentía dolor alguno. En el hospital, después de inyecciones, sabía que había dolor en el cuarto – sólo que no sabía de quién era.

Lo que le pasó a una de mis piernas requirió cuatrocientos puntos, los cuales, cuando me tocó contar la historia, se volvieron quinientos puntos, porque nada es tan malo como podría ser.

Los cinco días en que no sabían si podrían salvar mi pierna o no aumenté dos tallas.

El abogado fue el que usó la palabra. Pero no llegaré a eso hasta un par de párrafos más.

Estábamos teniendo esa conversación sobre las apariencias – cuán importantes son. Cruciales es lo que yo dije. Pienso que las apariencias son cruciales.

Pero este tipo era un abogado. Se sentó en una silla de vinilo acuoso cerca de mi cama. A lo que se refería con apariencias fue cuánto de mi pérdida de ellas valía en una corte.

Pude discernir que al abogado le gustaba decir corte. Me dijo que había tomado tres veces la prueba final antes de graduarse. Dijo que sus amigos le habían dado tarjetas de negocio con un bonito relieve, pero estas adorables tarjetas se suponía que dirían Abogado-afiliado, cuando en realidad decían Abogado-al-fin.

El ya había cubierto la pérdida de nuestros capitales.“Hay otra cosa” dijo. “Tenemos que hablar de matrimonialidad”.

La tendencia era decir ¿matrimo-qué?, aunque ya sabía qué significaba al primer momento de escucharlo.Yo tenía dieciocho años. Dije, “primero, ¿por qué no hablamos de citalidad?”El hombre de una semana ya se había ido, el accidente lo llevó de vuelta a su esposa.“¿Piensas que las apariencias son importantes?”, le pregunté al hombre antes de que se fuera.

“No al principio” dijo.

En mi barrio hay un tipo que era un maestro de química hasta que una explosión se llevó su cara y dejó lo que había detrás. El resto de él se viste impecablemente de trajes negros y zapatos lustrados. Lleva un maletín al campus universitario. Qué acogedora – su familia, dijo la gente – hasta que la esposa se llevó a los niños y se mudó de la casa.En el solarium, una mujer me enseñó una foto. Dijo, “así es como mi hijo solía verse”.

Pasé mis tardes en Diálisis. Les daba igual cuando una silla reclinable estaba libre. Tenían televisores pantalla ancha de color, mejores que los que hay en Rehabilitación. Los miércoles por la noche veíamos un show donde mujeres en ropas caras aparecían en espléndidos sets y prometían arruinarse las unas a las otras.

A uno de mis lados había un hombre que sólo hablaba en números telefónicos. Le preguntarías como se siente y el diría “924-3130”. O diría “757-1366”. Tratamos de adivinar que era lo que significaban estos números, pero nadie lo daría por seguro. Hubo a veces, al otro lado, un niño de 12 años. Sus pestañas estaban gruesas y oscurecidas por medicación de presión arterial. Él era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como – la palabra que usaban era cosecha – tan pronto como el riñón fuera cosechado.

La madre del niño rezaba por conductores ebrios.

Yo rezaba por hombres que no fueran discriminadores.

¿No somos todos, pensaba, la cosecha de alguien?La hora terminaría, y una enfermera de piso me llevaría en ruedas hasta mi cuarto. Ella diría, “¿por qué ver esa basura? ¿Por qué no mejor me preguntan cómo estuvo mi día?”.

Pasé quince minutos antes de irme a la cama apretando horquillas de goma. Uno de los medicamentos estaba haciendo que mis dedos se endureciesen. El doctor dijo que me lo daría hasta que no pudiera abotonarme la blusa – un modo de expresarse con alguien en un vestido largo de algodón.

El abogado dijo, “trabajo de caridad”.

Se abrió la camisa y me mostró donde una acupunturista le había aplicado jarabe de cola, enterrado cuatro agujas y dicho que la verdadera cura era el trabajo de caridad.

Dije, “¿Cura para qué?”.

El abogado dijo, “Inmaterial”.

Tan pronto como supe que estaría bien, me sentí segura de que estaba muerta y no lo sabía. Me movía a través del tiempo como una cabeza cortada que termina una oración. Esperaba el momento que me despertara de mi vida aparente. El accidente ocurrió al atardecer, así que en ese momento era cuando más me sentía así. El hombre que conocí la semana pasada me llevaba a cenar cuando sucedió. El lugar fue en la playa, una playa en una bahía en la que puedes mirar las luces de la ciudad, un lugar donde puedes observarlo todo sin tener que ponerle atención.

Un buen tiempo después fui finalmente a esa playa. Yo conduje el auto. Era el primer buen día de playa; vestí pantalones cortos.

Al borde de la arena me desaté las vendas elásticas y vadeé hacia la espuma. Un chico en un traje mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo había hecho; había vistazos de grandes blancos por esa parte de la costa.

Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.

“¿Y vas a volver a entrar?” preguntó el chico.

Yo dije “Y voy a volver a entrar”.

Dejo mucho afuera cuando digo la verdad. Lo mismo pasa cuando escribo una historia. Voy a empezar ahora a contarte qué es lo que he dejado fuera de “La Cosecha” y quizás empiece a preguntarme porque tuve que dejarlo fuera.

No hubo otro auto. Sólo hubo un auto, el que me impactó estando en la parte de atrás de la motocicleta del hombre. Pero piensa en las incómodas sílabas cuando dices motocicleta.

El conductor del auto era un periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, un graduado reciente, e iba en camino a una reunión para cubrir una protesta. Cuando digo que en ese entonces yo era una estudiante de periodismo, es algo que podrías no haber aceptado en “La Cosecha”.

En los años que siguieron, esperé por el nombre del reportero. Él rompió con la historia del templo en People que resultó en el viaje de Jim Jones a Guyana. Luego, cubrió a Jonestown. En el cuarto ciudadano del San Francisco Chronicle, mientras el número de víctimas mortales ascendía a novecientos, los números fueron posteados como donaciones en una noche de promesas. En algún lugar de los cientos, un letrero fue pegado a la puerta que decía JUAN CORONA, CHÚPATE ESA.

En la sala de emergencias, lo que le ocurrió a mi pierna no requirió cuatrocientos puntos sino un poco más de trescientos. Exageré incluso antes de empezar a exagerar, porque es cierto – nada es nunca tan malo como podría serlo.

Mi abogado no era ningún afiliado. Era uno de los socios en una de las firmas más viejas de la ciudad. Él nunca se habría abierto la camisa para revelar el sitio de la acupuntura, que es algo que él nunca habría tenido.Matrimonialidad era el título original de “La Cosecha”.

El daño hecho a mi pierna fue considerado cosmético aunque aún, después de quince años, me cuesta arrodillarme. En un arreglo fuera de corte antes del juicio, me dieron cien mil dólares. El seguro del auto del reportero subió doce dólares por mes.Se había sugerido que me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices, antes de que me subiera la falda tres años después para la corte. Pero no había hielo en los cuartos del juzgado, así que no tuve oportunidad de pasar o fallar esa prueba de ética.

El hombre de una semana, a quien pertenecía la motocicleta, no era un hombre casado. Pero cuando pensaste que tenía una esposa, ¿no era yo responsable de lo que sucedía? ¿Y no se me venía encima?

Después del accidente, el hombre se casó. La chica con la que se casó era una modelo de pasarela. (“¿Piensas que las apariencias son importantes? Le pregunté al hombre antes de que se fuera. “No en un principio”, dijo).

Aparte de ser una belleza, la chica valía millones de dólares. ¿Habrías aceptado esto en “La Cosecha” – que la modelo fuera también una heredera?Es cierto que íbamos camino a comer cuando ocurrió. Pero el lugar donde podías observarlo todo sin tener que prestarle atención no era una playa en una bahía; fue en la cima del Monte Tamalpais. Teníamos la cena con nosotros al aproximarnos por el ondulante camino montañoso. Esta es la versión que tiene cabida para una ironía perfecta, así que no te incomodes cuando diga que por los próximos meses, desde mi cama de hospital, tuve una espectacular vista de la mismísima montaña.

Habría escrito la siguiente parte en el cuento si alguien la hubiera creído. ¿Pero quién lo habría hecho? Yo estuve ahí y no lo creí.

En el día de mi tercera operación, hubo un intento de escape en el Centro de Ajustamiento de Seguridad Máxima, adyacente a la Sentencia Perpetua, en la prisión de San Quentin. “Hermano Soledad” George Jackson, un hombre negro de veintinueve años, sacó una pistola calibre .38, gritó “¡Hasta aquí!” y abrió fuego. Jackson fue asesinado; también lo fueron tres guardias y dos “otorgadores de escalón social”, presos que les llevan a otros prisioneros sus comidas.

Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a un paseo de cinco minutos en auto del hospital Marin General, así que ahí es donde los guardias heridos fueron llevados. La gente que los llevó eran tres tipos de policías, incluyendo Patrulleros de Carretera de California y Sheriffs del Condado de Marin, altamente armados.

Habían policías en el techo del hospital con rifles; estaban en los pasillos, invitando a pacientes y visitantes a volver a sus cuartos.Cuando fui llevada en silla de ruedas hacia fuera de Recuperación más tarde ese día, vendada de la cintura a los tobillos, tres oficiales y un sheriff armado me registraron.

En las noticias esa noche, hubo un seguimiento del disturbio. Mostraron a mi cirujano hablándole a reporteros, indicando, con un dedo en la garganta, cómo había salvado a un guardia cosiendo de oreja a oreja.

Esto lo vi en televisión, y porque era mi doctor, y porque los pacientes de hospitales son ensimismados, y porque estaba dopada, pensaba que el cirujano estaba hablando de mí. Pensé que estaba diciendo, “Bueno, está muerta. Se lo estoy anunciando a ella en su cama”.

El psiquiatra que vi por derivación del cirujano dijo que el sentimiento era bastante común. Ella dijo que las víctimas de traumas que aún no han asimilado el trauma creen que están muertas y que no lo saben.

Los grandes tiburones blancos en las aguas cerca de mi casa atacan de una a siete personas al año. Su principal víctima es el buzo de abalón. Con los bistecs de abalón en treinta y cinco dólares el kilo y subiendo, el Departamento de Pesca y Juego espera que los tiburones no muestren ni un rastro de disminución.

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