domingo, 21 de diciembre de 2008

La ruta de la Estrella polar (2 de 3)


En Belén, arriba de La Candelaria, el vehículo se detiene de nuevo.

–Abajo, hasta aquí llegamos –avisa el conductor desde su cabina.

Gaspar y Hermelinda se levantan. Él cruza la registradora y desciende. Cuando ella lo va a hacer, mira hacia el fondo del vehículo y ve el contorno del anciano dormido.

–Llegamos al paradero –Lo golpea la mujer con suavidad sobre el hombro. El viejo brinca de su silla y mueve sus brazos asustado.

­–Tranquilo señor. Ya llegamos, nos tenemos que bajar… ¿Don Noel?, ¿es usted?

–¡Cuál Noel!, me llamo Nicolás… ¿Linda, usted qué hace aquí?

–Pues yo vivo acá… ¿Y usted qué hace por estos lados? Además, ¿Nicolás o Noel, cómo es la vaina?

–Su nombre tampoco será Linda –replica el viejo fregándose los ojos con la mano derecha.

–Bueno, para abajo, antes de que el conductor se enoje o nos deje encerrados.

El anciano baja apoyándose en Hermelinda e intenta abrazarla.

–Ya. Calmado viejito, deje la pendejada –le advierte Hermelinda.

–¿Por qué tan arisca, negrita? –pregunta él y trata de abrazarla de nuevo.

–¡Abrase, viejo hijueputa! –Lo empuja contra el carro y se acerca a Gaspar–. Vamos, dejemos ese traste.

Caminan varios pasos y escuchan el estallido de la botella de Vodka contra el asfalto. La mujer y el muchacho voltean y ven la buseta que se aleja. En el vidrio posterior leen un letrero con iluminación multicolor: La Estrella Polar.

–Esta mierda se acabó –balbucea el anciano desde el andén en que está sentado.

–Pobre cucho, se ve decente. Si se queda ahí, seguro lo roban, hasta una puñalada se ganará ­–le dice Gaspar a Hermelinda–.

–¡Cuál pobre! El tipo es un ricachón venido a menos. Con decirle que ya no tiene para putear en el norte y por eso tuvo que buscar amores en el centro. Ahí fue dónde lo conocí. El hombre siempre aparecía borracho, hablaba mierda un rato y a dormir. Eso sí, siempre me llevaba un peluche. Un día me contó que es dueño de una juguetería, por allá en el Polo Club.

–Pero cagada dejarlo ahí –insiste Gaspar.

–Está bien carguemos con él, pero donde le de por cogerme el culo lo dejamos tirado.

–Listo.

–¡Noel, camine se toma un trago con nosotros! –lo llama Hermelinda.

–Rico, negrita. Contigo hasta el fin del mundo. Ah, y me llamo Nicolás.

Los tres suben despacio al ritmo del tambaleante anciano. Gaspar se quita el saco y cubre a la mujer. Por donde pasan se escucha, desde el interior de las casas, la bulla de las familias reunidas.

–Ya casi llegamos, si atravesamos ese potrero nos ahorramos unas tres cuadras –menciona la negra mientras abraza a Gaspar.

El deficiente alumbrado público de las calles vecinas apenas deja ver el sendero que divide en diagonal el pastizal. Desde la penumbra se percibe un ruido de cacharros metálicos que se aproxima acompañado por la sombra de alguien en una bicicleta.

–¡Denme todo lo que tengan!, ¡Ya!

La escasa luz no les permite distinguir el rostro del hombre, les parece ver su brazo alargado amenazándoles con algo que no distinguen.

–Pero rapidito que no tengo todo el día, digo, la noche. –los increpa el hombre con voz entrecortada.

–Pues no es mucho hermanito –le responde Gaspar– yo tendré máximo tres mil pesos.

–Y yo, si al caso, unos dos mil –afirma Hermelinda.

–Yo no pienso darle nada a este vago. ¡Trabaje chino! –vocifera Nicolás.

–Dejen la bobada y denme lo que tengan –insiste el hombre.

–Este pobre marica no sabe de esto, huele a miedo. Demasiado decente para ser ladrón –le susurra Hermelinda a Gaspar mientras reúnen las escasas monedas que cada uno tiene. Nicolás mantiene las manos en los bolsillos de su grueso abrigo e intenta mantenerse en píe mientras rezonga entre dientes.

–No tenemos más –le dice Gaspar y le entrega el dinero.

–¡Gracias! –contesta el tipo y huye en la bicicleta.

Cuando el ruido del desvencijado armatoste se está extinguiendo, ven aparecer en la esquina, al final del potrero, un par de faros que resaltan la silueta del ciclista al desplomarse.

Hermelinda y Gaspar corren hacia él. Al acercarse reconocen las luces doradas titilantes en los bordes del vehículo, es la buseta que los trajo: La Estrella Polar.

–¡Cómo se fue a atravesar así! –Grita el hombre que se baja del carro–. ¿José, compadre, qué le pasó? No me di cuenta que era usted.

–¿Por qué, si se hubiera dado cuenta me la empuja más?

–No diga esas cosas, compadre. Usted salió del potrero en ese pedazo de burra que insiste en cargar para todas partes y se atraviesa…

–Qué compadre ni que nada –José se levanta del suelo–. No diga más Ángel Gabriel. Ya me lo tengo calibrado.

–Déjese de pendejadas. Vengo del taller y María está a punto de parir. ¿En dónde estaba metido, compadre?

–¡Pues buscando la plata! Para que me la reciban en el hospital del Guavio tengo que llevar carné o llevar dinero o los dos. ¡Maldita la hora que nos dio por venirnos! Primero, nos sacan a plomo de Yacopí; luego, llegamos a esa nevera de Altos de Cazucá en Soacha y, ahora, arrimados en su cochino taller. Todo por hacer caso al cuento suyo de las facilidades para conseguir la carta de desplazado de la Red o el carné del Sisben aquí en Bogotá. ¡Qué va, pura paja! Usted lo que quiere es estar cerca de mi mujer. Cree que no me los he pillado, las miraditas, los secretitos. Pues sepa que me enteré de su visita hace nueve meses al pueblo. Mejor dicho, donde el chino llegue a salir así, caribonito como usted… ¡no respondo Ángel Gabriel, no respondo!

–Muy bien compadre, su mujer pariendo y usted con ataque de celos, lo veo bien.

–¿Y ustedes, qué miran? –Les pregunta José a la pareja.

Ninguno responde. Gaspar está aturdido con el frío, el aguardiente y la conversación que acaba de escuchar. Hermelinda, en cambio, no deja de observar los ojos azules, las pestañas largas, los labios gruesos y rosados, la simetría perfecta del rostro, el cabello que cae sobre la frente, la barba dorada de tres días y la blancura de la piel luminosa de Ángel Gabriel.

–Les dio la bobada –añade el conductor–. Dejen el chisme y ayuden a subir lo que queda de la burra.

Desde el inicio de la discusión, Nicolás, casi inconsciente, ingresó al vehículo y se durmió de nuevo en la silla de atrás. Entre Hermelinda y Gaspar encaraman la bicicleta en la Estrella Polar mientras el conductor enciende el motor rumbo al taller donde está María.

Por la ventana ven como, sobre la Plaza de Bolívar, los juegos pirotécnicos iluminan el centro de la ciudad. Las transitorias estrellas doradas revientan sobre el fondo gris humo del cielo.

–Parece que ya casi es medianoche –le dice Gaspar a Hermelinda.

–Sí, aquí, en Chiscas y en Buenaventura también –Ella apoya la cabeza sobre el hombro de Gaspar y le acaricia las manos.

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