sábado, 26 de junio de 2010

Monsiváis y Deyanira

En una de las tantas entrevistas dadas por Monsiváis, dijo: "Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos, también. Los libros no aúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí". Hoy, a una semana de su muerte, se desconoce la suerte de sus felinos, que según los chismes, ya desaparecieron. Una prima, al parecer muy querida, los "puso a dormir". Al menos, Monsiváis no tuvo que vivir si ellos.

La mejor forma de homenajear a un escritor es leyéndolo, por eso les traje uno de los tantos miles de artículos que publicó este hombre durante toda su vida. Decían que era un gran cronista, tal vez fuera uno de los grandes pintores mexicanos aunque nunca cogió un pincel, porque nadie como él para retratar la realidad mexicana, latinoamericana, me atrevería a decir.


The impossible Dream

Carlos Monsiváis


DESESPERACIÓN. Esa es la palabra definitoria en la vida de Deyanira Gutiérrez, una adolescente clásica pero no típica. A punto de alcanzar los 15 años de edad, "la edad de las desilusiones", como afirma, la desespera un requisito de la bobería y el candor de los padres de familia: la "presentación en sociedad". ¡Qué estupidez! ¿Qué sociedad vale la pena reconocer y por qué someterse a sus prejuicios prementales y sus cursilerías en serie? Al diablo con las supersticiones tribales, las mitologías de la Autoayuda, y los autores del tipo de Carlos Cuauhtémoc Sánchez (el Freddy Kruger favorito de miss Deyanira, una especie de Jason de Halloween ). Todo el asunto le despertaba afanes de contienda.

¡Dioses del Olimpo! Temblaba al imaginarse el discursito de su papá (que se jactaría de sus inyecciones de virtud y decoro), a su mamá protegida de su llanto con toallas, a las bromas recién memorizadas de sus hermanitos, a los amigos haciendo "la ola", a la expresión sádica de los parientes, el hielo seco, el disco de "El sueño imposible", el padrino borrachísimo que arrasaría sus zapatos al emprender "El Danubio Azul". ¡Ahgg! La exasperaban los convencionalismos, y le afligía el gastazo de sus padres, que con ese dinero bien podrían comprar una primera edición del Ulises de Joyce, la Encyclopedia Britannica y quién quita si el manuscrito de la Crítica de la razón pura. (Tomó notas para su ensayo sobre pretensión y clases medias).

La oposición al baile fue en vano. La madre desgarró sus vestiduras (no tan metafísicamente), el padre gritó cuando ella se burló de esos rituales ridículos que hacen de las quinceañeras unos seres bobos, ansiosos de verse comparados con una rosa de 15 capullos, cuya apertura regocija el jardín. No, papá, argumentó sin éxito, hoy las quinceañeras navegan en internet y dan cursos de sexología, y tu hija, yo, Deyanira, trabaja en una refutación de Lacan y en la teoría de las pulsiones. Nada de pétalos y sedas, por piedad. No la convertirían en otra víctima de las cursilerías del salón Pulidas Gemas del Tepeyac...

Todo inútil. Los padres la sobornaron con un boleto para Europa cultural, y ella se amparó en el cinismo. Pero la resignación sazonó la venganza y definió la estrategia. De inmediato aparentó el júbilo de las quinceañeras a la antigua, asistió con puntualidad a los ensayos del primer vals, obtuvo la complicidad de varias amigas (fascinadas) y de amigos (divertidísimos) por razones que no le especificaron, y se consiguió un maestro de baile que no le enseñó pasos deslumbrantes, pero sí las hazañas de Diaghilev, Nijinsky y los Ballet Russes. Y pospuso la revancha para el momento del agradecimiento, allí se mofaría de los convencidos de la inocencia de criaturas que, más bien, y se ponía de ejemplo, se obsesionaban en deconstruir la globalización.

Pasaban los bailes, los gentiles chambelanes se extraviaban en el polvo (metáfora penalizable), se comentaban los programas de moda en la tele... y ocurrió lo esperado: salió Deyanira del pastel inmenso, cuya tapa se levantó con gracia de submarino, la orquesta se empeñó en destruir el "Sueño Imposible" y la quinceañera se enfrentó al delirio: en el salón la anarquía triunfaba. La gran mayoría de los asistentes, hartos del clóset del conformismo, optaba por su identidad posmoderna y enarbolaba videocámaras y grabadoras. ¡El fin del color rosa! Todos se entrevistaban entre sí y a ella se le dedicaba la atención irónica del antropólogo que trabaja como científico y como ave de presa...

¡Sí! A Deyanira la atrapaba el ritmo de los tiempos, tan hartos del candor. Lo moderno era coleccionar señas del fulgor kitsch , de las que sólo quedaban unas cuantas, y en cada ocasión los científicos sociales y los aspirantes a serlo se precipitaban sobre el acto kitsch , con la furia de quien demanda del jurado de su tesis doctoral el Magna Cum Laude. Los que ella creía mozalbetes cursaban el posgrado, eran doctorantes disfrazados, y sus madrinas y padrinos ya no ocultaban sus miradas cubiculares. Sin poderlo evitar, Deyanira se sintió el último ser humano en un mundo de vampiros...

El pandemónium en torno suyo la estremeció. A su padrino se lo habían llevado a la fuerza a un cuarto donde confesaba su vida en el laberinto del kitsch , sus gentiles damitas encuestaban a quienes podían sobre ritos sexuales de la tercera edad, y a lo largo del salón, los que podían leían ponencias con temas como "Descodificación de costumbres perdidas en el sur de la ciudad. Un estudio de caso". El espectáculo del salón era opresivo y, por lo mismo, terminal.

Rodeada de la falta de aplauso, Deyanira, en un brote de inspiración, modificó su estrategia. Nada de intelectualismos ni desmitificaciones. No podía defraudar a una realidad tan devastada por la arrogancia académica. Arrojó mentalmente el discurso que le había llevado un año, trastornó su expresión facial, la colmó de arrobo y se sintió al borde de la emoción pura (ella, que calificaba las lágrimas de "utilería de telenovela"). Agradeció a sus papacitos haberla traído delicadamente al mundo, mencionó por nombre a cada uno de sus pretendientes que a coro negaban el noviazgo, y concluyó: "Amigos míos, este que vivimos no es un valle de tristezassino la Disneylandia del afecto". Entre la rechifla de los asistentes, se comparó con la mariposa que por vez primera se fía de sus alitas en el bellísimo jardín de la existencia.

Y por esta ocasión dejó que el llanto le quitase las ganas de leer en la noche a Wittgenstein y a Claudio Magris.

Escritor

Publicado en algún periódico mexicano el 20 de junio de 2004



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