domingo, 8 de febrero de 2009

Iván Illich y Artemio Cruz














Aunque la literatura y el arte pueden tomar múltiples formas, al final todos indagan por unos pocos temas que siempre han sido y seguirán siendo enigmas para la humanidad: el amor y el erotismo, la traición, la venganza, el bien y el mal, la guerra, pero sobretodo la muerte.

Aunque fueron escritas en momentos distintos, La muerte de Iván Ilich y La muerte de Artemio Cruz son intentos de León Tolstoi y de Carlos Fuentes de recrear la vida de sus personajes desde la dolorosa vivencia de la muerte inminente. En ambas obras se reflexiona sobre el afán de la acumulación material durante la vida de los personajes principales y la banalidad de este falso poder a la hora de morir. De alguna forma el éxito de la vida se hace efímero cuando la realidad de la enfermedad mortal desnuda la vida y la deja expuesta en su esencia biológica y en su confusión metafísica.

En La muerte de Iván Ilich, Tolstoi enseña, en el primer capítulo, el valor de la muerte del personaje para sus conocidos y su familia: la esperanza puesta en la vacante heredada, la pensión del funcionario y la liberación de la tortura de la enfermedad ajena.

En los capítulos siguientes se narra el transcurrir de la vida de Iván Ilich, su inmenso esfuerzo por el ascenso social, lo que representaba para él la esencia misma de la buena vida. Pero una vez logra llegar a la cima que tanto deseaba, su cuerpo lo traiciona y cae enfermo. De ahí en adelante el narrador nos lleva del síntoma vago, de la molestia biológica a la profunda reflexión del sentido de la vida y de la muerte:

“De pronto sintió el viejo dolor sordo tan conocido, siempre lo mismo, silencioso, serio. Le vino a la boca el desagradable sabor de siempre. El corazón se le oprimió. La cabeza empezó a darle vueltas. “¡Dios mío, Dios mío! —articuló—. Otra vez, otra vez; y esto no se acabará nunca”. Y de súbito la cosa se le apareció en un plano totalmente distinto. “¡El intestino ciego, el riñón! —se dijo—. El asunto no reside en el intestino ciego ni en el riñón, sino en la vida y… la muerte. Sí, estaba la vida y se va, se va y no pudo retenerla. Sí. ¿Para qué engañarme? ¿Acaso no resulta evidente para todos, menos para mí, que me estoy muriendo y que de lo único que se trata es del número de semanas, de días; que me puedo morir ahora mismo? Era la luz y ahora son las tinieblas. ¡Estaba aquí y ahora voy allá! ¿Adónde?” Una sensación de frío se apoderó de él. Su respiración se detuvo. Lo único que sentía eran los latidos de su corazón.

“¿Qué ocurrirá cuando no exista? No pasará nada. ¿Dónde estaré cuando no exista? ¿La muerte? No, no la quiero”. Se puso en pie de un salto, quiso encender la luz, buscó con manos temblorosas, tiró al suelo la vela con el candelero y de nuevo se dejó caer hacia atrás, sobre la almohada. “¿Para qué? Es lo mismo —se dijo mirando con los ojos abiertos en la oscuridad—. Sí, la muerte. Y ninguno de ellos lo sabe ni quiere saberlo; no les inspiro lástima. Están cantando. Les da lo mismo. ¡Imbéciles! Yo antes y ellos después; también les llegará la vez. Y se divierten. ¡Animales!” La cólera le sofocaba. Le invadió una insoportable sensación de sufrimiento. No podía ser que todos estuviesen condenados siempre a este horroroso miedo.”

En La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes utiliza como excusa la enfermedad terminal de su personaje para hacer un recorrido por la historia del México post revolucionario, desde los ideales que forjaron la revolución hasta su decadencia e institucionalización reflejada en la biografía misma de Artemio Cruz, que de hijo bastardo y pobre asciende hasta los más altos niveles del poder económico y político, proceso que se da paralelo a su degradación ética, la misma degradación que sufre la traicionada revolución mexicana.

Pero, al igual que Iván Ilich, es el dolor y la enfermedad lo que lo lleva a reflexionar sobre el sinsentido de la obra de su vida:

“Tú vivirás setenta y un años si darte cuenta: no te detendrás a pensar en que tu sangre circula, tu corazón late, tu vesícula se vacía de líquidos serosos, tu hígado segrega bilis, tu riñón produce orina, tu páncreas regula el azúcar en tu sangre: no has provocado esas funciones con tu pensamiento: sabrás que respiras pero no lo pensarás porque no depende de tu pensamiento: te desentenderás y vivirás: podrías dominar tus funciones, fingir la muerte, cruzar el fuego, soportar un lecho de vidrios: simplemente vivirás y dejarás que las funciones se las entiendan solas. Hasta hoy. Hoy en que las funciones involuntarias te obligarán a darte cuenta, te dominarán y acabarán por destruir tu personalidad: pensarás que respiras cada vez que el aire pase trabajosamente hacia tus pulmones, pensarás que la sangre circula cada vez que las venas del abdomen te latan con esa presencia dolorosa: te vencerán porque te obligarán a darte cuenta de la vida en vez de vivirla”.

Pero más allá de la discusión trascendental de la vida y la muerte, Carlos Fuentes juega con múltiples herramientas literarias. Aunque como lector se puede sospechar un único narrador: el mismo Artemio Cruz, la novela lo presenta en distintos puntos de vista espacial y temporal. La narración del Yo está en presente y nos narra la dolorosa vivencia del infarto mesentérico que está sufriendo Artemio. El tú, alerta y despiadado, narra en futuro y le muestra al mismo Artemio lo que fue su vida como si aún tuviese el chance de rehacerla distinta, pero recordándole siempre la fatalidad de la muerte cercana. Y el él narrado en pasado, son los recuerdos desordenados de la vida de Artemio, su papel antes, durante y después de la revolución, el recuento de sus éxitos, la pérdida progresiva de su armazón ético y la nostalgia por lo que fue el verdadero amor:

“Sintió que la mano volvía a jugar con él. el deseo floreció por dentro, sembrado de gotas grávidas: las piernas lisas de Regina volvieron a buscar la cintura de Artemio: la mano llena lo sabía todo: la erección escapó a los dedos y despertó con ellos: los muslos se separaron temblando, llenos, y la carne erguida encontró la carne abierta y entró acariciada, rodeada del pulso ansioso, coronada de huevecillos jóvenes, apretados al encuentro del mundo, a la semilla de la razón, a las dos voces que nombran en silencio, que adentro bautizan todas las cosas: adentro, cuando el piensa en todo menos en esto, piensa, cuenta las cosas, no piensa en nada, para que esto no se acabe: trata de llenarse la cabeza de mares y arenas, de frutos y vientos, de casas y bestias, de peces y siembras, para que esto no se acabe: adentro, cuando levanta el rostro con los ojos cerrados y el cuello se estira con toda la fuerza de las venas hinchadas, cuando Regina se pierde y se deja vencer y contesta con el aliento grueso, frunciendo el ceño y con los labios sonrientes que sí, que sí, que le gusta, que sí, que no la deje, que siga, que sí, que no se acabe, que sí, hasta darse cuenta que todo ha sucedido al mismo tiempo, sin que uno haya podido contemplar al otro porque ambos eran la misma cosa y decían las mismas palabras:

—Ahora soy feliz.

—Ahora soy feliz.

—Te quiero, Regina.

—Te amo, mi hombre.

—¿Te hago feliz?

—No termina nunca; cómo dura: como me llenas”

Por último, no podría dejar de plantear el significado de la obra de Tolstoi para mí como médico, sobretodo porque me ayudó a comprender un poco por qué abandoné el ejercicio clínico. La muerte de Iván Ilich es una buena muestra de lo pretenciosos que hemos sido los médicos desde siempre, abusadores del poder que las sociedades nos han delegado debido al profundo temor que los humanos le tenemos a la enfermedad y al dolor, supuestos sabedores de los secretos de la vida y la muerte, que escondidos detrás de la máscara de la ciencia ocultamos el verdadero temor que tenemos a nuestra ignorancia:

“Iván Ilich comprende que el doctor quiere preguntar: “¿Qué tal las cosas?”, pero que se da cuenta de que no es posible hablar así y por eso dice: “¿cómo ha pasado la noche?”.

Iván Ilich mira al doctor con expresión interrogativa:

“¿Es que nunca te va a dar vergüenza mentir así?” Pero el doctor no quiere comprender la pregunta. E Iván Ilich dice:

—Como siempre; algo espantoso. El dolor no cesa, no cede. ¡Si me diera algo!

—Sí, los enfermos son lo mismo. ¡Ea!, creo que ya se me han calentado las manos; ni siquiera la escrupulosa Praskovia Fiódorovna tendría nada que objetar contra mi temperatura. ¡Buenos días!

Y el doctor le estrecha la mano. Seguidamente abandonando toda su jovialidad, con serio aspecto, procede a reconocer al enfermo, le toma el pulso y la temperatura, empiezan las percusiones y auscultaciones.

Iván Ilich sabe de manera firme y segura que todo esto no es más que un absurdo y un simple engaño, pero cuando el doctor, puesto de rodillas, se extiende sobre él, acercando el oído ya más arriba, ya más abajo, y efectúa con suma gravedad diversas evoluciones gimnásticas, se deja arrastrar lo mismo que en otro tiempo se dejaba llevar por los discursos de los abogados, a pesar de estar convencidos de que todos ellos mentían y sabía el porqué de sus mentiras”.

El aprendizaje más importante para mí de la lectura de estos dos maestros es que tal vez la originalidad de una obra literaria no sólo radique en la novedad del tema: el acecho constante del escritor para robarle a la realidad o a la imaginación una esquina de una historia que contar. La originalidad puede estar en el tratamiento y la profundidad de las respuestas o las nuevas preguntas que se planteen a las inquietudes más profundas y antiguas de la humanidad, como es, por ejemplo, la muerte.

Abril de 2004


Carlos Fuentes. La muerte de Artemio Cruz. México: Anaya & Mario Muchnick; 1994.

León Tolstoi. La muerte de Iván Ilich. Bogotá: Grupo editorial Norma; 2003.

1 comentario:

Fernando Valls dijo...

Buen blog, Samuel, y rracias por la visita.