

La evidencia
Cuenta la tradición oral que por allá en el 2006 comenzó como un taller de cuento. A finales de 2007 se convirtió, no sé muy bien cómo, en un taller de novela apoyado por El Ministerio de Cultura, la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá y la Fundación Gilberto Álzate Avendaño.
Llegué en paracaídas. Una tarde de finales de febrero fui a visitar a Isaías Peña, «El Padrino» de los talleres literarios en Colombia, porque Carolina Sborovsky, una amiga argentina (excelente escritora, entre otros muchos atractivos), quería enredarse en alguno de los talleres que se ofrecen en Bogotá. Él nos contactó con Nahum Montt, director del taller de novela, quien nos aceptó sin ningún reparo.
Carolina fue a la primera sesión y no regresó, yo me quedé hasta el final, hasta su muerte, hasta la última sesión, que fue hace pocas semanas.
El blog, nunca actualizado, del taller dice:
El taller de novela está concebido como un espacio de reunión y diálogo donde los escritores rompen su aislamiento para hablar de sus obras y de otras obras. Un punto de encuentro donde se comparten preocupaciones comunes en torno a los oficios de leer y escribir novelas. Espacio donde se lee como escritor y se escribe, más allá de los criterios de una correcta redacción, haciendo énfasis en las intencionalidades comunicativas y en los rigores de la escritura con pretensiones estéticas. (…)
Dirigido a escritores que ya tienen un camino y un perfil ante la ficción novelesca. El taller pretende orientar sus procesos y acompañar sus búsquedas creativas a través de una interlocución, un diálogo productivo que abra horizontes y brinde las bases para superar la incertidumbre y la subjetividad de estos que se presentan en estos procesos. (…)
Nadie se hace novelista en un taller. En cambio, se pretende promover acciones que estimulen la escritura desde nuestra diversidad cultural y desarrollen la competencia comunicativa de sus participantes, acciones que puedan servir de punto de partida o de apoyo para cada proceso creativo.
La defensa
El taller era un espacio de puertas abiertas. Se acogía a quien quería llegar a él; tal vez porque, en esencia, Nahum es un tipo generoso.
Como en abril, Felipe, un nuevo integrante, se me acercó y me mostró la versión Disney de Baloo, el oso que crió y malcrió a Mowgli en El Libro de la selva. “Es igualito”, afirmó refiriendose al director del taller.
Sí, físicamente, Nahum es como Baloo: grande y voluminoso; pero también se parece en lo bonachón, buena vida y su muy grande generosidad. ¿Pero, que quiere decir “generoso”? Nahum es un buen maestro, no es celoso y michicato con sus conocimientos. Por el contrario los suelta sin más ni más. Pueda que sea desordenado y costeño de río, que a la final es lo mismo; pero al tipo no le duele dar todo lo que tiene como persona y como maestro. Eso es ser generoso.
Bien distinto a algunos de los escritores que nos visitaron. En este año fueron Jorge Franco, Sergio Álvarez, Mario Mendoza y otro que no recuerdo ni el nombre. Todos ellos, excepto Franco, tienen tan bien montado su personaje de sí mismos que le impide a cualquiera acceder al verdadero escritor que pudiera dar algún consejo honesto y real sobre el oficio. También nos visitó Conrado Zuluaga. Nada que decir, este decano de los editores colombianos está por encima del bien y del mal.
Si Nahum era Baloo, todos los participantes del taller éramos las distintas bestias de la jungla. Cada uno tenía una raya en el cerebro: Oscar Pantoja, que parecía un personaje freak más de alguna de sus propias novelas; Germán López, quien en una sesión envío a su doble para que lo disculpara pos su ausencia; Alejadra López, ser ruda para disimular la ternura; Alma de la Calle, “poeta de la calle” como ella se define y que espero (ruego a Dios) que se recupere de una grave enfermedad que la tiene en jaque; Álvaro Pardo, el humor más fino; Ubaldo y su síndrome de envejecimiento prematuro; Marcelo del Castillo, ser de ultratumba que si lo conociera Rubem Fonseca, lo haría personaje de su próxima novela; Gerardo, un buen lector que escudriña los textos como se debe arañar la tierra para arrancar una esmeralda; Susana, Susana, Susana… Catherine, Pacho, Martha, Mauricio y otros más que ahora no recuerdo; todos, todos compartíamos la misma ilusión de ser novelistas. Claro, unos con más certeza que esperanza, otros con más deseo que verdad.
Hubo ejercicios divertidos. El bueno, el malo y el feo: gozamos de lo lindo rajando de las obras que no hemos sido capaces de escribir; cine y literatura: ¿puede el cine dar herramientas para el proceso de creación literaria? ¡Ah, buenísimo! Pa’ qué, pero la pase muy bueno en el taller. ¡Lástima que se acabó!
La fiscalía
El taller no tenía estructura. Si bien la pretensión nunca fue la de un curso formal de “escriba una novela en diez lecciones”, se iba al otro extremo. En más de una ocasión me pregunté “esta vaina para dónde va”. Creo que nadie lo tenía claro, ni siquiera Nahum. ¿Y es que tenía que ir para algún lado? Es posible que no; pero si hablamos de que el taller era un espacio que debía ofrecer herramientas útiles para que cada uno, en su propio proceso, las aplicara en su proyecto narrativo, el taller se quedó corto. Algunos de los textos que se trabajaron adolecían de algunos elementos formales básicos que hubiesen podido mejorar su calidad desde el inicio o durante el proceso y no después de tener un primer borrador. Con esas herramientas algunas de las primeras versiones hubiesen podido ser más pulidas, más claras, más cercanas a la obra final que a la caneca de basura.
Hubiese sido bonito: terminar de discutir Suspense de Patricia Highsmith, o Mientras Escribo de Stephen King; haber leído alguna buena novela y haberla disecado en su estructura narrativa entre todos… hubiese sido bonito.
Veredicto
Exonerado de toda culpa.
Estoy de acuerdo en que “nadie se hace novelista en un taller”… pero ayuda.
En mi caso, me estimuló para trabajar con disciplina la novela que estoy terminando y que llevaba rondando en mi cabeza una buena cantidad de tiempo.
Pero más allá de lo literario, o más bien, muy relacionado con lo literario (porque la literatura para mí es uno de los más grandes placeres de la vida), lo rescato como un espacio lúdico. Cada semana esperaba con ansiedad la llegada del sábado para ir a la biblioteca Virgilio Barco a aguantar frío y a divertirme con quienes comparten conmigo la —a veces ilusa— pretensión de ser novelistas.
Comuníquese y cúmplase