martes, 5 de mayo de 2009

Juan Marsé: Imaginación y memoria

Hasta hoy no he leído ninguna de las obras de Juan Marsé, el escritor que ganó el premio Cervantes 2008. Pero el discurso que pronunció cuando recibió el galardón me entusiasma para conocer más de este autor. Los dejo con algunos fragmentos que seleccioné para El cuaderno.


(…) No me siento a gusto manejando teorías acerca de la naturaleza o la finalidad de la ficción. Para la famosa pregunta: ¿qué entendemos hoy por novela?, dispongo de mil respuestas, que nunca, a la hora de ponerme a trabajar, me han servido de gran cosa. No me considero un intelectual, solamente un narrador. Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, el relato mirándose el ombligo, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe; bastante trabajo me da mantener en píe a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces.

Con respecto al trabajo mantengo algunos principios, pocos, que bien podrían resumirse en dos: procura tener una buena historia que contar, y procura contarla bien, es decir, esmerándote en el lenguaje; porque será el buen uso de la lengua, no solamente la singularidad, la bondad o la oportunidad del tema, lo que va a preservar la obra del moho del tiempo. Ciertamente es un utilaje del que no puede uno presumir. Porque el oficio comporta, por supuesto, otras obligaciones y menesteres. Aguna vez he reflexionado sobre el asunto, pero no he llegado muy lejos; sobre la persistencia de la vocación, por ejemplo, en tiempos de silencio, o sobre el imperioso dictado de la memoria y sus laberintos.

Veamos si consigo explicarme.

En el origen de la vocación, allá por los años cuarenta del siglo pasado, habría en la imaginación del aprendiz de escritor un famoso esqueleto de leopardo sobre las nieves del Kilimanjaro, una imagen germinal que evoca una senda recorrida, de la cual, sin embargo, no queda ningún rastro, ninguna huella. Sería algo parecido al recorrido del Minotauro en su laberinto. Nadie sabe si el monstruo podrá salir, si recuerda el trazado de su propia obra, los oscuros motivos que le indujeron a su construcción, y los meandros y detalles de su intríngulis. Nadie sabe si, en realidad, es prisionero de su obra. Sabemos, eso sí, que Teseo ha sido lo bastante ingenioso para tender un hilo que le permite rehacer el camino y salir. Pues bien, ese hilo, ese ingenioso ardid, no sería otra cosa que el relato literario, la forma inteligible que desvela la personal arquitectura monstruosa, al fondo de la cual se esconde el terrible constructor, con sus sueños y obsesiones, su verdad y sus quimeras. El escritor, en fin. Él es, a la vez, los despojos del remoto leopardo y el urdidor del trazado inextricable que lo encierra herméticamente en su propia obra. Frente a ese misterio, o tal vez sería mejor decir frente a ese galimatías, a tenor de la confusa exposición que temo haber hecho, siempre me reconfortó recordar algo que dejó dicho el gran poeta, y controvertido ciudadano, Ezra Pound: El espero en el trabajo, el cuidado de la lengua, es la única convicción moral del escritor.

(…)

Yo soy ante todo un lector de ficciones, un amante incondicional de la fabulación. Tan adicto soy a la ficción, que a veces pienso que solamente la parte inventada, la dimensión de lo irreal o imaginado en nuestra obra, será capaz de mantener su estructura, de preservar alguna belleza a través del tiempo.

Una excesiva dosis de realidad puede resultar indigesta, incluso para un adicto a la realidad y al bistec como Sancho o como yo. Se trataría de ser algo más lanzados en esta cuestión, un poco locos, y admitir la posibilidad de que lo inventado puede tener más peso y solvencia que lo real, más vida, más sentido, y en consecuencia, más posibilidades de pervivencia frente al olvido. Como nos enseñó don Quijote. Desde su primera salida al campo de Montiel, o desde la primera de sus famosas hazañas, él es el guardián del laberinto, el velador de lo más noble, bello y justo que alienta en el corazón humano, el que vela por el espíritu, la vigencia y el esplendor de los sueños.

Debo referirme también, como complemento importante a una formación muy precaria, al cine y a sus queridos fantasmas. (…) A lo largo de más de tres décadas, desde los años veinte del mudo hasta mediados los sesenta, antes del auge y el abuso de la tecnología, el cine estableció con la novelística una alianza para intercambiar formas y contenidos, palabras sabias, mitos, una sensibilidad y una estética del gesto, y hasta unos hábitos de comportamiento. La novela asumió la impronta decididamente visual de la narrativa cinematográfica, el potencial simbólico de las imágenes y su cadencia, y el deseo de hacerle ver al lector lo que lee, que yo comparto, propició en la ficción literaria nuevas formas y tendencias.

(…)

Sabemos que el olvido y la desmemoria forman parte de la estrategia del vivir, tanto en la sociedad civil como en los estamentos del poder, sabemos que hablar de ello en nuestros días conlleva para muchos, todavía, una carga de dolor y resentimiento, suspicacias y malentendidos. “La memoria nos construye como seres morales”, escribe José-Carlos Mainer, y añade: “pero también sabemos que es un hecho privado y mudable, fantasioso y mendaz”. Hay una memoria compartida, que no debería arrogarse nadie, una memoria que fue durante años sojuzgada, esquilmada y manipulada. El lenguaje oficial había suplantado al lenguaje real. (…)

Y fue entonces, todavía en años de aprendizaje de quien les habla, cuando la imaginación echó una mirada sobre aquel expolio de la memoria y le tendió la mano. Era una labor complementaria, en todo caso, porque imaginación y memoria, para el escritor, son dos palabras que van siempre entrelazadas, y a menudo, resulta difícil separarlas. Ciertamente un escritor no es nada sin imaginación, pero tampoco sin memoria, sea ésta personal o colectiva, este proyectada en la novela histórica de fecha más remota, o en la literatura de ficción científica más futurista y fantástica. No hay literatura sin memoria. Incluso la memoria trapacera puede hacer buena literatura. La tan reiterada advocación “hay que olvidar el pasado”, lógicamente no se aviene con la naturaleza y la función de la escritura. Hay que acotar nuevas parcelas de memoria, hacer más denso el laberinto, cuidando pues, de dejar una traza de hilo, como hizo Teseo aquella vez, para poder volver al exterior, y contarlo. Sobre todo, en lo que a mí respecta por lo menos, persistir en la búsqueda de algo, que nunca he sabido definir, pero que tiene que ver, por encima de cualquier otra finalidad, con alguna forma de belleza.


Fragmentos del discurso pronunciado por Juan Marsé al recibir el Premio Miguel de Cervantes de literatura 2008 el 23 de abril de 2009.


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