Para la ofrenda
La moneda rodó silenciosa por el tapete de la buseta hasta detenerse entre al zapato bien lustrado de la anciana y su bastón de titanio. Pronto el píe de ella se levantó y la cubrió. Con seriedad miró a su compañera de viaje quien le hizo un gesto de asentimiento con su arrugado rostro.
El dueño, un niño con un inmenso morral en la espalda, cruzó la registradora y se ubico junto a las dos mujeres. Unos minutos después llevó su mano derecha al bolsillo del pantalón y sacó tres monedas. Las contó, volvió a esculcar y nada: las mismas tres. Mientras su mirada barría sin éxito el suelo del vehiculo, la anciana sacó de su fino bolso de cuero una delicada camándula de plata con cuentas rojas y comenzo a rezar en silencio.
El transporte se detuvo frente a la escuela. El niño bajó. Desde la ventana, las ancianas veían como se limpiaba las lágrimas de las mejillas y esculcaba de nuevo sus bolsillos y contaba y recontaba las mismas tres monedas.
La buseta arrancó. La mujer levantó su pie y con el bastón empujó la pequeña pieza metálica hasta que estuviera lo suficientemente cerca para no tener que esforzarse para recogerla. Se inclinó, la alzó, la sobó contra la seda de su vestido y se la enseñó a su acompañante:
-Para la ofrenda -le dijo.
-Amén -respondió la otra anciana con una dulce sonrisa mientras se persignaba.
3 comentarios:
Amén, Samuel. Qué buena.
Vieja hijueputa....
Vieja hijueputa (que pena, entré a escribir la misma vaina que el anónimo)...
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