jueves, 22 de enero de 2009

El cuento y los editores

Imagen: Jonhatan Keegan (http://jonkeegan.com/images/alter_ego_editor.jpg )

En octubre del año pasado se realizó en Medellín el evento "Contar el cuento". Lecturas y conversaciones. Las principales conferencias del encuentro fueron publicadas en el número 12 de la revista Odradek, el cuento (reseñada en este blog), que, a propósito, al fin ya tiene una buena página Web donde se pueden consultar en texto completo todos los cuentos publicados desde su nacimiento hace seis años.
Una de las charlas más interesantes fue la de Conrado Zuluaga. Antes, en el Taller de novela de Nahum ya lo había escuchado hablando de algunos de los temas que plantea en el artículo que transcribo. Decidí postearlo porque considero que da pistas interesantes del por qué casi no se publican cuentos y la confusa relación de este género literario con los lectores, los editores y las editoriales.
Como sé que algunos de los lectores del Cuaderno son editores ¿qué opinan al respecto?


Antes que la escritura
Conrado Zuluaga


Antes que la escritura fue el cuento. El asunto podría quedar zanjado con esa afirmación, pero es de suponer que más de uno desea un comentario más amplio y menos fundamentalista. De modo que la frase que podría dar por concluida cualquier discusión, en esta ocasión sólo sirve para sentar una premisa: el hombre es un ser narrativo por excelencia, narra en todo momento y pretende hacer partícipe de sus experiencias e ilusiones, o de su imaginación y sus pesadillas, a quienes lo rodean. Y, en ese sentido, entonces, también podría afirmarse que los escritores son apenas una variable del contador de cuentos. El ejemplo de Nabokov para ilustrar la diferencia entre ficción y realidad, al recordar al pastorcito mentiroso que regresaba al campamento gritando “¡El lobo, el lobo!”, sin que lo persiguiera ningún lobo, sirve también en esta ocasión. Para el autor de Lolita, ese pequeño mentiroso, que acabará siendo castigado por la maniática deformación pedagógica, fue el mago.
No es ésta la ocasión, ni tampoco el propósito, para adelantar aquí una disección pormenorizada de las características estructurales del cuento, pues aquí no se trata del gusto de los lectores, sino de lo que buscan los editores, arrastrados por una corriente resultado de las circunstancias actuales y del imperio mediático. Los gustos de los lectores pueden oscilar entre el relato de largo aliento, pormenorizado, con pretensiones universales, propias de un deicida,—como diría Vargas Llosa— y el relato corto, incisivo, concreto, preciso como un escalpelo, en donde predomina la economía de recursos y lenguaje. Pero esos gustos no inquietan a los editores. O mejor aún, sólo interesan si pueden traducirse en ventas de miles, ojalá de cientos de miles de ejemplares.
Esta es una de las principales razones por las cuales los editores privilegian la novela sobre el cuento hasta el extremo de rechazar, incluso sin mirar —es decir, como política editorial— el volumen de cuentos del mismo escritor de quien publican una novela sin ningún reparo. Esta conducta obedece a que cifran sus esperanzas en que la novela puede vender cuatrocientos mil ejemplares en unos cuantos meses, más de un millón antes de los tres años y, por qué no, convertirse en guión de una película cinematográfica De ese modo, un sello editorial y su autor pueden alcanzar la cresta de la ola y luego sostenerse allí un buen tiempo gracias a la magra labor de los medios de comunicación.
Aunque parezca alarmista, la descripción no está lejos de la realidad. Si se observa con cierto detenimiento, resulta fácil constatar que el último de los clásicos fue un escritor de otros tiempos anterior al imperio de los medios y a la derrota del estilo. Si se mira con atención, no es difícil darse cuenta de que la foto del escritor que no aparecía en los libros en los primeros años del siglo pasado, empezó a ocupar un lugar en la solapa a mediados del siglo XX y, antes de concluir la centuria, invadió toda la contratapa. Poco falta para que, a imitación de una cualquiera de las revistas semanales, el perfil del autor ocupe la totalidad de la tapa de su última novedad. Y también resulta fácil cerciorarse de que cada vez que las editoriales tienen la fortuna de contar con un nuevo libro de uno cualquiera de sus autores preferidos, el mayor esfuerzo de la publicidad, el más fuerte reclamo de atención a los medios, recae sobre el autor, convertido en personaje, y no sobre el nuevo título.
Pero volviendo a la cuestión editorial, es decir, al porqué se rechaza la eventual edición del libro de cuentos, en la mayoría de las ocasiones la respuesta es que el cuento no vende. Extraña paradoja, que el hombre acostumbrado desde antes de la cuna a oír cuentos, a leerlos debajo de las cobijas mientras los demás duermen, a tener por compañía los relatos anónimos de Las mil y una noches o el volumen de los hermanos Grimm, a contarle a los amigos o compañeros de colegio durante la pausa del mediodía su último descubrimiento, ahora haya resuelto —al llegar a la adolescencia o a la madurez, según los editores— no leer cuentos. Como si leer a los grandes cuentistas o, mejor aún, a los inigualables volúmenes de Poe, Melville, Hawthorne, Chejov, James, Rulfo, García Márquez, Cortázar, Borges, Buzzati, Quiroga, Schnitzler, Voltaire o Kipling, fuera sólo un asunto de niños. Como si al hablar de cuentos se hablara de una obra menor, de un entretenimiento pasajero por parte de los escritores. Lo que ocurre, se señaló desde un principio es que, y esto los editores lo saben muy bien, son muy escasos los libros de cuentos —por no caer en la exageración de decir que ninguno— que alcanzan ventas de cientos de miles. En ningún caso de millones de ejemplares vendidos, como sí puede decirse en cambio de novelas de la más variada índole y condición.
Pero no es ésa la única amenaza que se cierne hoy en día sobre la literatura en general y sobre el cuento en particular. El signo más amenazante de todos podría ser el de la aparición de un público desorientado que no lee y tan sólo busca estar informado. Es el clic de la actualidad. Esta peculiar actitud lesiona la conducta reflexiva —lo dice la red y eso es suficiente— y conduce al avasallamiento de los espíritus, a la nivelación por lo bajo.
Otro hecho singular en lo concerniente a “gustos y/o preferencias” de los consumidores en este país, consiste en que se cambió la novela social por la novela criminal. Los rating de televisión que exhiben orgullosas las programadoras y la lista de los libros más vendidos que envanece a otros, así lo demuestran.
Como si todo lo anterior no fuera suficiente, una corriente soterrada pretende hacer del libro el campo de exhibición del diseño editorial, olvidando así el fin forzoso que persigue: exhibir la escritura, las ideas del autor, el relato, no al diseñador.
Hace varios años, uno de esos agudos caricaturistas españoles mostraba un cochecito de bebé empujado por una matrona monumental que en un gesto —es de suponer— de buena voluntad le extendía al pequeño un grueso volumen con la novela de Cervantes. Nadie ha empezado por Guerra y paz o El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aunque esa sea una secreta aspiración de algunos editores. Todos, en mayor o menor medida, lo hemos hecho por esos relatos breves y deslumbrantes, sobrecogedores y maravillosamente escritos —como mecanismos exactos de relojería— que son los cuentos. Esos relatos demoledores que encierran una brutal y temeraria revelación. Textos que buscan, como la luz cegadora del relámpago, darle al lector la otra mirada.
Hemingway lo expresó muy bien hace más de cincuenta años al referirse al grupo de escritores de su generación: todos empezamos escribiendo poesía, cuando tropezamos con sus exigencias, nos pasamos al cuento y al descubrir las dificultades de este, terminamos escribiendo novelas.
Una aclaración para terminar. En un país como este, en donde se ha impuesto como norma de conducta “piensa al contrario y acertarás”, más de uno debe estar convencido de que las opiniones anteriores, dichas por alguien que se desempeña en el mundo de la edición, están dictadas por la envidia. Es bueno dejar sentado que si bien están escritas por alguien que cumple funciones de director editorial, están dictadas desde la perspectiva que le brinda ser un “desocupado lector”.
Conrado Zuluaga. Antes que la escritura. In: Odradek, el cuento. 2008 6(12) http://www.odradekelcuento.com/ .

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Totalmente de acuerdo con el maestro Conrado Zuluaga.

yacasinosoynadie dijo...

por ahí se descacho con la fase :"terminar siendo el guion de una película cinematografica" tamaña redundancia.

Por otro lado, es verdad que las editoriales deberían dessatanizar el libro de cuentos... En un país que lee poco tal vez el cuento sea ese salvavidas para sacar a flote algunos lectores de más.