martes, 22 de septiembre de 2009

Con el pucho de la vida...


Ayer, 21 de septiembre de 2009, fue sansionada la Ley 1335 para el control del tabaco en Colombia. El asunto me alegra. Una de cada tres muertes en el mundo están relacionadas con el consumo de tabaco y no es justo que un fumador invierta en es-fumar su vida mientras las compañías tabacaleras (las mafias tabacaleras) son cada día más y más ricas. Sin embargo, la forma como se ha comenzado a divulgar la Ley en los medios y, quien sabe, la forma como va a ser reglamentada podría llevarnos a situaciones que podrían vulnerar los derechos fundamentales.
Constitucionalmente en Colombia, cada quien debería tener el derecho a envenenarse con lo que le de la gana... eso sí, que sea un suicidio informado, que la gente sepa lo que se está metiendo: tabaco, trago, perico, cilantro, antidepresivos, sexo, juego, internet, lo que le de la gana.
No sé, el tema tiene tanto de ancho como de largo y con la creciente y perversa tendencia a recortar libertades por estos lares, me da sustico de lo que pueda suscitar la Ley. Una medida de salud pública puede transformarse en una punitiva y discriminatoria. Como decía un grafitti que veía mucho en Bogotá: "el presidente me da miedo".
Por ahora les dejo este ensayito polémico relacionado con el tema de la genial Leila Guerriero y que fue publicado en El Malpensante en 2005.





Contra los fanáticos de la salud

Leila Guerriero

Soy predadora.

En el más extremo sentido que el Diccionario de la Real Academia Española le da al término: un animal que mata a otros de distinta especie para comérselos. Me gusta cazar. He matado perdices, liebres, nutrias, langostas, cangrejos, y me los he comido. Casi no fumo —un cigarro por mes, a veces menos— pero no tengo intención de suspender ese vicio mensual, bimensual o trimestral. Porque no: porque me place. Aprecio la carne roja (incluso cruda), y no me gustan la leche ni la soja ni los cereales, no tomo yogur, detesto el arroz integral y no hago ninguna evaluación calórica, química o transgénica de lo que como o dejo de comer.
Pero si la salud es el estado en el que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones, soy una máquina eficaz y casi portentosa: no tengo caries, y todos mis órganos funcionan bien. Nunca —nunca— he seguido el signo de la época: intentar el bonus track: transformar mi buena salud en una salud pujante. Mi cuerpo es una herramienta de la que hago uso y que responde bien: no un santuario.
Y eso (esa forma de ateísmo: la ausencia de fe en el poder del fríjol y del gimnasio) me transforma en alguien levemente anormal. Insalubre.

La salud solía ser otra cosa. Cualquier humano que hubiera superado la tuberculosis o la viruela definía su salud en términos poco más sofisticados que el de ser un sobreviviente. No tener polio y ser saludable eran sinónimos.
Hoy no basta con estar libre de enfermedades serias y tener una relación lógica entre altura y peso. Además hay que bregar por una dieta libre de alimentos transgénicos, abrazar alguna disciplina física y evitar el humo propio y ajeno. Erradicadas las pestes más o menos peores, la clase media occidental ha salido a buscar nuevos peligros y los ha encontrado: carnes rojas, baños de sol. Se multiplican los fundamentalistas del té verde, la japonesidad y los cereales. Nadie se atreve a decir: “Soy carnívoro”, pero son cientos los veganos y macrobióticos que autoproclaman su elección alimentaria con orgullo digno de mejores causas.
La salud —como el comando del televisor y el diseño de interiores— se ha sofisticado.
Ya no alcanza con no tener polio. Ahora hay que ser un guerrero del mijo.
Si alguna vez la fórmula fue vivir rápido, morir joven y dejar un cadáver hermoso, hoy todos —buena parte— quieren durar mucho y morir saludables. O dejar un cadáver joven. O descafeinado. O no morir. O todo eso junto. O vaya uno a saber qué.
En África el cuarenta por ciento de la población vive con un dólar por día. De cada mil chicos nacidos se mueren ciento uno, y la esperanza de vida en el continente no supera los 46 años. El hambre afecta a mil millones de latinoamericanos: uno de cada cuatro es indigente y el 44% vive en la pobreza. En Argentina, de cada veinte, tres no tienen qué comer. Unos 5,6 millones pasan hambre. En Bolivia, el mal de Chagas —una enfermedad directamente relacionada con las condiciones de vida precarias— es la cuarta causa de muerte. Para todos ellos la salud sigue siendo un problema simple: acá la vida, allá la muerte, en el medio la enfermedad como un mal charco.
Pero quienes tienen alimentación y ausencia de Chagas garantizadas desde la cuna, la instancia superior —superadora— consiste en huir del smog, andar en bicicleta, peregrinar con unción a la herboristería del barrio, usar tapones en los oídos para protegerse del ruido ambiente y no cometer, jamás, pecado de exceso. De comida, de alcohol, de sedentarismo, de gula, de nada. El ejemplar promedio occidental y saludable piensa que el mundo se irá por la cloaca si la gente sigue comiendo mal y negándose a hacer gimnasia. La salud ha dejado de ser una condición previa, una plataforma desde la cual se puede disfrutar la parte jugosa de la existencia, para ser un objetivo después del cual no hay nada salvo una salud monolítica, perfecta, sin fisuras, que permite acceder a una salud monolítica, perfecta, sin fisuras. Etcétera.
Cualquiera que ponga los pies fuera de ese territorio donde reinan los viajes al campo y las palabras orgánico y reciclable, es anormal. Completos ovolactovegetarianos entran a restaurantes perfectamente carnívoros y, después de pasear una mirada nauseosa por el menú, sueltan un despectivo: “Está bien, una ensalada”, haciendo la graciosa concesión de no salir corriendo de ese nido de asquerosos cavernícolas adoradores del bife de chorizo.

Los no fumadores hacen fiestas sin ceniceros y nadie, ni los fumadores apiñados en un balcón despuntando el vicio, ven en eso una señal de prepotencia sino un gesto de alta civilidad. La multiplicación de países que implementan prohibiciones de fumar en sitios de trabajo —sean estos bares, prostíbulos o maternidades— hacen que prender un cigarro fuera de casa empiece a ser, en términos de rechazo social, igual a tomar cocaína en el subte. En pocos años, el cigarrillo será una droga prohibida, habrá mulas cargando tabaco en cápsulas estomacales y buques llegando al puerto de Nueva York con las bodegas repletas de ese material de miedo. Ya hay un país libre de humo —el reino de Bután, donde se prohibió la venta de tabaco en todo el territorio— y no falta nada para que pase a ser otra más de las sustancias a las que se les echa la culpa de todo lo que nos sucede. El que fuma, dicen, se hace daño y les hace daño a los demás: lo mismo se asegura de quienes consumen otras sustancias ya prohibidas. Un peligro desatado para sí, para los otros. ¿Cuánto tardarán los diarios en titular “Robó un kiosco bajo los efectos del cigarrillo”?
Ser saludable ya no es opción: es tiranía. Un modo extremo —altamente intolerante— de religión.

Tomado de El malpensante Nº 65 (Septiembre - octubre de 2005)

3 comentarios:

Andrea Carolina dijo...

esta vieja escribe brutalmente! nunca la habia leido, gracias Samuel.

que froma, que fuerza, que envidia...

Samuel Andrés Arias dijo...

Uff, AngryGirl, tienes que leerla. Hace poco salió una compilación de sus textos titulada Frutos extraños.

xiomara perea dijo...

Definitivamente hoy estamos obsesionados con todo y no en saber vivir el momento. Como dice mi hija a alguien o algo hay que hecharle la culpa. Debemos hacernos una pregunta:para qué vinimos a este mundo, si no es ser felices?.
Xiomara Perea